14

Historia de Ana PVDC que comenzó en casa y terminó en el hospital Virgen de Valme de Sevilla.

Hace ya más de un mes que dí a luz a mi hijo Alexander. Y lo hice yo, yo lo traje a este mundo empujando con mi alma. No puedo ser más feliz.

Mi primer hijo, Oliver, nació en Noviembre de 2005, y casi puedo decir que me lo regalaron, fue una cesárea porque sí, porque el ginecólogo tenía prisa un jueves a las 10 de la noche. Ni siquiera dí mi consentimiento. Casi no tuve tiempo de procesar todos los sentimientos que por derecho de madre debían salir de mí uno a uno, a su tiempo. Por el contrario, en sólo cuestión de 15 minutos, me convertí en madre. Los 9 meses de embarazo no me prepararon para esto, para tener en mis brazos un bebe que no había parido yo.

Cuando me enteré de que estaba embarazada de Alex, lo primero que hice fue buscar una manera de evitar otra cesárea y tener un parto donde yo fuera la que tomara las decisiones, fuera cual fuera el final. Ese afán de hacer las cosas de diferente manera se convirtió un poco en obsesión, aunque ahora sé que esta obsesión me llevó a tener mi parto soñado.

Algunas compañeras del trabajo me hablaron de EPEN antes de mi embarazo y yo iba tomando nota mental de que su página web sería punto de referencia para comenzar mi búsqueda del equipo de profesionales que me asistiría en un futuro. Comencé a leer los mensajes del foro y así conocí a mis mejores profesoras, las madres. Aprendí lo que se sufre y lo que se goza en cada nacimiento, aprendí a recoger y clasificar información sobre partos naturales y humanizados, leí historias que me hacían llorar y reír de emoción…. incluso me atreví a escribir y animar a otras mujeres en un par de ocasiones, compré varios libros y busqué algunos estudios científicos en internet. Todo esto lo hice inspirada por otras mujeres, otras madres que estaban ahí, a pie de cañón, marcando la diferencia día a día. Ahora les doy las gracias a todas, por darme ese empujón para que me decidiera a luchar por mí misma, ¡¡¡sin incluso conocerme!!! Asistí a una reunión de EPEN en Sevilla cuando ya estaba embarazada de 12 semanas y comencé a asistir a las clases de preparación al parto de Menchu y Maite, comadronas de la asociación Nacer en Casa, en Sevilla. Cuatro meses de preparación a un parto natural, con sesiones de visualización, relajación, de compartir experiencias, dudas, expectativas con mis queridas compañeras de clase. ¡Cómo disfrutamos nuestros embarazos! A veces fue duro, y lloramos juntas, había que vencer o al menos reconocer muchos miedos, muchos fantasmas de cesáreas previas, bloqueos mentales, posiciones de bebés… A veces pienso que no disfrutaba plenamente de mi bebé en mi seno, por dedicarme enteramente a un único objetivo: un parto digno y vaginal. Incluso cambié de ginecólogo unas tres o cuatro veces. Y mis esperanzas de parir en un hospital se desvanecían, al encontrarme con médicos que me amenazaban con una cesárea por riesgo a una rotura uterina, con no esperar más de la semana 40 por otros supuestos riesgos, por mi edad (36 primaveras), por no tener una dilatación “rapidita” (me pregunto cuántas horas son eso, ¿5, 6, 8?). Todo era frustración, miedos, y una montaña rusa emocional continua.

Así, mi marido y yo empezamos a discutir sobre los pros y contras de un parto en casa. La primera fase fue de pánico total, ¡qué locura! Parir en casa sin ningún tipo de tecnología médica…mi madre no quería ni hablar de esta opción, y cada vez que yo intentaba buscar un poco de apoyo, un poco de comprensión, familiares y amigos me hundían en la miseria, al recordarme sin contemplaciones que yo era la responsable de la salud de mi bebé y que estaba poniendo su vida en peligro. Palabras fuertes de verdad. Palabras que me han dejado una herida muy profunda, y que no sé si algún día llegaré a olvidarlas... Aún así, nos decidimos a intentarlo en casa.

Así un Domingo, 1 de junio, noté una fisura en mi bolsa y comenzó la gran aventura de mi vida: mi primer parto vaginal. En seguida empecé a tener contracciones leves cada 4 minutos y esa noche medio dormí emocionada y al mismo tiempo medio preocupada pues lo que manchaba era de un verde color aceite, que no dejaba duda de que era meconio. Llamé a Maite y me dijo que Menchu llegaría por la mañana, y que la llamara si el parto se aceleraba. Cuando me levanté, las contracciones ya dolían un poco, así que envié a mi hijo Oliver a casa de mi madre, pues con cada contracción, me decía que no le gustaba… con dos años y medio intenté explicarle que era un dolor bueno, que baby Alex ya estaba en camino y que mami estaba bien, pero él seguía intranquilo. Así que decidí quedarme sola y tranquila en casa, saboreando cada contracción, emocionada con la idea de que Alex había elegido él mismo cuándo quería nacer. Ya festejaba la victoria numero uno. Así mientras Menchu se fue a dar un paseo, después de comprobar con el monitor que Alex tenía un ritmo cardiaco excelente y constante de 135-140, rompí aguas. ¡¡Qué sensación!! Pero me asusté al ver que un líquido verde oscuro no dejaba de resbalar por mis piernas, ya que en ese momento estaba de pié, en medio de una contracción. Cuando Menchu regresó a casa, nos tranquilizó al comprobar que el corazón de nuestro bebé seguía latiendo como si nada hubiera ocurrido. Toda esa tarde de lunes seguí teniendo contracciones cada vez más intensas, aunque un tacto nos confirmó el cuello borrado y un centímetro de dilatación… íbamos lento pero al menos no nos habíamos parado. Esa noche vino a casa Maite, la otra comadrona, y hablamos seriamente de posibles problemas mentales que me estaban frenando la dilatación… lloré desconsoladamente entre contracciones, al recordar lo duro que había sido el embarazo y el ir a contracorriente y aguantar comentarios molestos de familiares y amigos. También hablamos del miedo a que todo no saliera perfecto y de la obsesión que tengo a controlarlo todo. Ahora puedo asegurar que en un parto es imposible que una lo controle todo, es más, hay que dejarse llevar por lo que ocurra y mantener una actitud de colaboración con la naturaleza. Venga lo que venga. Maite y Menchu se fueron sobre la una de la madrugada, y me aconsejaron que llorara más, que sacara miedos y sentimientos junto a mi marido. Así lo hice, David no pudo ser mejor compañero de parto, era mi apoyo físico y emocional, sin él, me veía incapaz, lo necesitaba cerca, para darme fuerza y valor. Nuestra relación y amor se confirmaron una vez más, y me sentía llena y feliz cuando me abrazaba en cada contracción.

Esa noche no dormí, las contracciones venían cada 5 minutos y eran bastante dolorosas y las aguanté sola, pues quería que David durmiera y descansara... Ya era martes, y las contracciones seguían ahí, ya no podía ni sentarme en la pelota de dilatación, que hasta ahora era mi salvación para sobrellevar el dolor. Maite comentaba que eso era bueno, que el bebé bajaba y la pelvis se abría, por lo que no me sentiría cómoda prácticamente en ningún sitio. Después de comer, decidimos probar la piscina que habíamos instalado en mi habitación. La primera sensación de flotación me hizo respirar sin dolor unos segundos, ¡qué gusto! Pero pronto mi gran pesadilla llagaba, las contracciones se espaciaban cada 7-8 minutos. Un nuevo tacto nos anunciaba solamente 3 centímetros de dilatación. ¡Después de dos días y medio! Así que el momento de la gran decisión llego casi sin avisar. Maite y Menchu me aconsejaban el traslado al hospital. Lloré, lloré mucho, pues me sentía derrotada, vencida… Los tres días sin casi dormir me pesaban una tonelada de repente, y pasé de dejarme llevar por el dulce dolor de las contracciones a luchar contra él. Estaba enfadada, furiosa y triste porque todo estaba torcido y caminaba sin remedio hacia mi más temido final: una nueva cesárea.

Las comadronas llamaron a una matrona amiga suya, que era partidaria incondicional del parto natural y que comenzaba turno en el Hospital Virgen de Valme de Sevilla. Así que entre lágrimas me despedí de mis queridas comadronas que tanto me habían animado, que con tanta paciencia me hablaban de cómo mi bebe estaba ahí conmigo, luchando por nacer vaginalmente con un ritmo cardiaco inmejorable, de cómo debía seguir luchando y no tirar la toalla ahora, después de tanto coraje y tanto esfuerzo. Cogimos el coche y nos fuimos al hospital, allí nos esperaba Yolanda Cores, un ángel, una matrona como ninguna, cuya dulzura y profesionalidad me salvaron de la cesárea. Enseguida pasamos a la sala de dilatación y pedí la epidural. No podía más, estaba cansada y vencida… desde mi primer día de embarazo estaba convencida de que no quería epidural, y tuve una lucha interior y me avergoncé de mí misma por pedir la anestesia. Pero al fin descansé, podía mover las piernas y sentía levemente las contracciones, mi cuerpo cambió de actitud al poder descansar de esa pesadez, de esas contracciones que no eran eficaces y que dolían tanto…

La noche del Martes la pasamos en la sala de dilatación, David dormía de vez en cuando en el suelo y yo tenía fiebre por todos los tactos que me hicieron al llegar al hospital, el tocólogo, la ginecóloga, la matrona…. había que acelerar el proceso y me pusieron oxitocina. Ya todo me daba igual, estaba perdida y a la vez luchaba en mi interior por seguir teniendo un mínimo de fuerzas para conseguir parir a mi hijo. Le pregunté a Yolanda que podía hacer para ayudar a mi bebé a nacer y me recomendó hacer movimientos pélvicos con cada contracción y así lo hice toda la noche. Los resultados: más contracciones y esta vez… ¡funcionaba! ¡¡Estaba dilatando cuatro centímetros, seis, ocho y diez!!! Esto ocurría a las siete de la mañana del miércoles. Pero no todo iba a ser tan fácil, Alex estaba casi encajado, pero su cabecita estaba coronando muy atrás, y no podía volver la cabeza para salir del todo. Pensé que me moría, ¿cuándo terminaría esta tortura? ¿Más dificultades? Y mi ignorancia causaba tantos estragos en mi mente…Yolanda apareció por la sala y nos anunció que íbamos a paritorio, que intentaríamos ventosas. ¿A paritorio? ¿Seguro que no ha dicho quirófano? No me lo creía, ví una pequeña luz al final del túnel y sonreí por primera vez en muchas horas. Eran las ocho menos cuarto de la mañana. Ya en el potro de paritorio me esperaba un último tacto por el tocólogo, “Pero si este niño ya está aquí…” nada de ventosas, con los fórceps le cambiaron la posición de la cabecita de mi hijo y me pidieron empujar. ¿Empujar? ¿Ahora? ¿Ya? No me lo podía creer, pero si yo seguía convencida de que me enviarían a quirófano en cualquier momento… ¿Empujar? ¿Como en las películas de Hollywood? Sí, sí, de repente se me abrió el cielo y el paritorio se iluminó de luz del sol, pues había un ventanal inmenso que dejaba entrar un sol radiante de esperanza. ¡Qué felicidad! ¡Qué éxtasis! Empecé a empujar y ¡salió la cabeza de Alexander! Todos gritaban, ¡¡ya esta aquí, ya ha salido la cabeza!!! Me noté las lágrimas de emoción, ¡lo estaba haciendo yo! No me estaban abriendo para sacarlo!!! Le pregunté al tocólogo que podía hacer para ayudar a nacer a mi hijo, tal y como le había preguntado a la matrona horas antes…. Obviamente estaba obsesionada por participar en mi parto, por conseguir el final feliz, y sinceramente, aún con la cabeza de Alex fuera, pensaba que había posibilidades de cesárea, ¡qué tonta! Otro par de empujones y noté como un cuerpecillo se resbalaba por mi vagina, ¡¡¡ya había nacido Alex!!! Y lo había parido yo, su madre!!!!! En este momento apareció David por la puerta y al ver a Alex también se emocionó y me besó, con un cariño tan palpable, que aún me emociona al recordarlo.

Alex nació verde, cubierto de meconio, pero con un apgar de 9-10 tras tres días de parto. ¡Qué luchador! ¡¡Cuánta fuerza, coraje, ganas de nacer y de vivir!! Así que cortaron el cordón enseguida y no esperaron a que dejara de latir, no me lo pusieron al pecho, para que hubiera contacto piel con piel, me hicieron una gran episiotomía y le pusieron colirio y vitamina K. A pesar de todas estas cosas, puedo decir que ha sido mi parto soñado, mi parto querido. A los treinta minutos de nacer, Alex mamaba felizmente de mi pecho, no nos habían separado y apenas lo lavaron antes de dármelo. Dí gracias al equipo de paritorio y besé a Yolanda, mi matrona, como si fuera mi madre. Ella me acompañó toda la noche, me acariciaba y me animaba a que creyera en mí misma y en mi hijo, que ya me demostraba entonces su amor incondicional al esforzarse por tener un ritmo cardiaco perfecto durante todo el parto.

Y así fue mi PVDC. Con sus mas y menos, pero indudablemente la experiencia más emocionante de mi vida.

Oliver quiere mucho a su hermano Alex, y cada vez que los veo juntos, me parece increíble que con partos tan diferentes y comienzos de vida tan diferentes, sienta un amor tan infinito por los dos.

Definitivamente estoy sumamente enamorada de mi familia.