El día que naciste
Me dijeron que no podía, que mi cuerpo no podía. Me lo creí. Y confié.
Siempre me he visto como una persona insegura, con muchas sombras, dependiente del cuidado de los demás... Frágil, diminuta... Siempre me he sentido enferma más allá de que pudiera o no estarlo.
Yo soñaba con otra manera de empezar nuestra vida juntos. Soñaba con ideales que quizá en ese momento no eran más que eso. Soñaba y me veía fuerte, poderosa, dueña de mí como nunca antes lo había sido, gritando desde la profundidad de mis entrañas para darte la bienvenida... Soñaba...
Creo que tuve miedo. Creo que sentí que aquello no era más que fantasías lejos del alcance de mi mano. Alguien como yo jamás conseguiría algo así. "Tú no eres de esas, nena, el lado de las grandes no es el tuyo" seguro que me susurraba mi castradora voz interior...
Así que me dejé llevar. Con resignación. Sin oposición. Y, en el fondo, aliviada por no tener que enfrentarme a una prueba que de sobra se sabía que no podría superar...
Fecha y hora programadas. Trato hecho.
Naciste atravesando mi vientre un día que otro eligió por ti. Nunca debió ser así. Y sin embargo, fue.
Durante meses me sentí bien con ello. Todo lo bien que se puede estar cuando no se quiere (o no se puede) ir más allá. Durante meses fui incapaz de recordarme atada con los brazos en cruz, ni de hablar de esa desgarradora sensación que sentí cuando él tiró de ti para arrancarte de mí. Si cierro los ojos me veo allí, con una lágrima recorriendo mi cara y mi querida amiga mirándome con la mirada más dulce con la que se puede mirar, inventada sólo para mí, sólo para ese momento...
Lloré de miedo porque con la anestesia ya no te sentía, porque me habían reñido como a una niña pequeña cuando me bajó la tensión de golpe, como si yo pudiera controlar eso. Lloré de impotencia cuando me decían "lo estás haciendo muy bien, mami", porque yo no sabía qué era lo que estaba haciendo. Lloré sintiendo que el corazón se me paraba cuando no te pusieron sobre mí. Lloré en silencio por primera vez en mi vida. Lloré sabiéndome rota intentando llorar de emoción. Pero me guardé mi llanto sólo para mí.
Justifiqué cada instante de ese día con la misma frivolidad con la que cada año decimos aquello de "al menos tenemos salud" cuando no nos toca la lotería. Contaba la misma historia una y otra vez, intentando convencer al mundo y a mí misma, de que aquello había sido lo mejor para ti y para mí. Y por un tiempo así lo llegué a sentir.
Escarbar en el alma suele hacer daño. No se puede entrar sin arañar las paredes, igual que Shylock no pudo cobrarse su libra de carne sin derramar sangre.
Pero me fui armando de valor... Cerrando los ojos, respirando hondo empecé a sacudirme la culpa. Empecé a reconocer la fuerza de mi cuerpo en el tuyo propio, alimentado de mí, de mi leche, de mi esencia, de mi vida.
Empecé a perderle miedo a mis sombras y a dejarme acompañar.
Nada puedo hacer ya con cómo transcurrió todo, excepto dejar que esa experiencia sea la luz que me guíe. Mi faro. Mi norte. Aquello que me mantenga alerta.
Ahora ya puedo mirarme en el espejo y acariciar con paz la huella que dejaste el día que naciste...
Gracias a todas aquellas mujeres que han ayudado, con su amor y con su lucha, a que mis cicatrices (y las de otras tantas) se conviertan en sabiduría y en pilares sobre los que sustentar un mundo nuevo, lleno de partos y nacimientos respetados.