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Ojalá. Mi inne-cesárea en La Paz.
Ojalá
Era mi primer hijo y mi primer parto. Tenían previsto provocarme el parto el lunes siguiente. Estábamos en viernes y ese misma mañana había acudido a urgencias por fuertes dolores en el vientre, que no contracciones, y caída del tapón mucoso. Que ya sabía que lo del tapón no era significativo, pero esos dolores no eran normales. No por la intensidad, sino porque era un dolor constante. Quizás no supe interpretarlos, nunca lo sabré. Y las clases preparto a las que acudí no me sirvieron para mucho, yo miraba el reloj y el dolor no cesaba. No venía en intervalos, sino que siempre estaba ahí.
Me mandaron a casa y me dijeron que lo del tapón no era una señal de parto inminente y me dieron un folletito en el que se explicaba aquellos casos en los que debías acudir al hospital. Primera lección aprendida: el hospital no está para tranquilizar sino para parir, o al menos intentarlo. Y al dolor no le prestaron importancia, ahí quedó. Por eso me tomé el día con calma, con mi dolor constante y le propuse a mi pareja irnos al cine por la tarde. El dolor sin intervalos persistía toda la película y toda la tarde. Esa noche no dormí nada, y a las seis de la mañana no aguanté más y le dije a mi marido: yo no sé si estoy de parto o qué pero algo no anda bien, vámonos al hospital. Entonces empezó todo. Me miró una enfermera, luego otra, luego otra más, llamaron a una ginecóloga. Y yo no sabía que pasaba, no me decían nada. Mi pareja fuera. En pocos minutos unas cuatro personas me estaban mirando pero nadie decía nada. Y ya pregunté aunque con timidez.
Ojalá hubiera preguntado más, ojala me hubiera informado más en esas cuatro veces que me hurgaron en media hora. Me dijeron que no sabían si había un coágulo o si podría haber hecho el meconio mi bebé en mí y que por seguridad me iban a romper la bolsa. Bien pensé, al menos en breve voy a conocerle. Estaba muy impaciente porque estaba de 41 semanas. Ojalá alguien me hubiese dicho la verdad, que 41 semanas no es tanto si el bebé está bien y que no debía de impacientarme. Al romperme la bolsa M. dio un brinco dentro de mí y debo decir que no fue nada agradable. Luego, como si de una enferma me tratase, me llevaron en silla de ruedas a la sala de dilatación. Al llegar a la habitación me pusieron por goteo oxitocina.
No me consultaron ni me preguntaron, sencillamente la pusieron. Entonces sí que empezaron las verdaderas contracciones. He tenido dolores de regla muy fuertes toda mi vida pero aquello no se parecía en nada. Al mediodía me preguntaron si quería la epidural- el anestesista se irá y si no lo haces luego no podrás ponértela. Por miedo asentí, y los dolores se calmaron. Nadie venía, nadie nos decía nada.
A las cinco de la tarde nos visitó un médico para decirnos que en media hora me practicarían una cesárea que el bebé no podía estar tanto tiempo sin la bolsa amniótica. No me lo podía creer, ni siquiera teníamos ropa para cuatro días. Soy una mujer fuerte, pensé; y tengo veintiocho años. Mido más de metro setenta ¿Es que mi cuerpo no es capaz? Sin ninguna enfermedad. No quería que me trataran como tal. En mi vida me habían puesto un punto en el cuerpo. No te preocupes- me decían en quirófano- el biquini tapará la cicatriz. Me da igual, no quiero que me abran ni que me rajen. No quiero que me operen, no estoy enferma. Al menos cuando “nazca” el bebé estará conmigo ¿No? -No, es el protocolo de este hospital, luego le verás en un par de horitas. Me ataron con los brazos en cruz y nadie me hablaba. Recuerdo que los ojos se me llenaron de lágrimas silenciosas y era incapaz de ver más allá de mi tristeza. No me dolió, pero noté moverse todo mi ser, mis vísceras, mi cuerpo entero, y toda la tranquilidad de mi vientre materno rompió a llorar. No lo acercaron a mi cuerpo, sino que lo alejaron. Y a la media hora me lo enseñaron vestido, “limpio”, embutido en una tela y me dijeron: Ale, un besito que nos lo llevamos.
Esa fue la peor experiencia de toda mi vida. Y de dos horitas nada. Seguía sin ver a M. más de los tres segundos que me lo enseñaron cual trofeo de caza. Sin parar de llorar y como silenciada por lo traumático de la (mi) experiencia me llevaron a lo que llaman reanimación. En el traslado vi a mi familia y a mi marido que me miraban con ojos tristes y preocupados consolándome y diciéndome que todo estaba bien. Ya en reanimación, me pusieron algo pesado en mi vientre como una pesa con forma de bolsa maleable y ahí me dejaron. Nadie me decía nada. Ojalá hubiese preguntado. Ojalá hubiese exigido ese piel con piel. Mi madre (solo dejaban entrar a una persona y diez minutos) vino a verme. A decirme que M era precioso, que no paraba de llorar y que gracias a sus ruegos y súplicas pudo recibir un segundo biberón de 10ml de leche artificial.
Él también llevaba veinticuatro horas sin comer. Me lo imaginé en el nido llorando, solo sin mí, sin su madre, sin calor. Toda una tarde, noche y parte de la mañana. Ya eran las siete de la tarde y llevaba sin comer ni beber absolutamente nada desde la noche anterior. Casi veinticuatro horas. Y el enorme reloj con su tic-tac colocado encima de la salitabunker de las enfermeras marcaba los minutos como puños en mi corazón. ¿Cuándo estaré con él?- Pregunté- Huy, es que como entraste en quirófano por la tarde es probable que ya hasta mañana nada. No es posible, ¿Toda la noche sin mi bebé?- No te preocupes, le darán biberones- ¿Pero está mal, estoy yo mal?- No, no, es el protocolo. Mi instinto reclamaba a mi bebé. Intuía que demorar tanto ese momento de unión no iba a ser para nada positivo.
Las diez de la noche y seguía sin dormir. Un minuto, una puñalada. Tic-tac. Tic-tac. Y ya llevaba desvelada desde la noche anterior. Hambre y sed y olor a peperoni de las pizzas que tan alegremente se habían pedido las enfermeras del turno de noche. Miré a mi compañera cesareada de al lado buscando apoyo moral- Tú te crees, la dije y nosotras muertas de hambre y sed, y estas frescas aquí poniéndonos los dientes largos. Me miró de lado y los ojos se le iban para arriba. Probablemente la durmieron del todo y aún se recuperaba, porque ni siquiera hablaba. Enfrente, otra mami se quejaba. Más tarde me enteré que tuvo gemelos y que le dio un bajón de hierro bastante chungo.
Tic-tac, tic-tac. La noche de los dos minutos. Cerraba los ojos y miraba el reloj, sólo pasaban dos minutos en esos intervalos. Amanece, pero sólo son las seis y media. Bueno pensé, ya sólo queda una hora y media para verle, sentirle y conocerle. Y nada, a las nueve me asean con una fría esponja como una anciana- Yo puedo, no te preocupes- Al menos me pude limpiar mis partes yo solita- ¿Y cuándo voy a verle, por favor?- Pregunté entre lágrimas, ahora sí, sonoras - No te preocupes mi niña, dentro de poquito- Quiero ver a mi hijo y estar con él y rompí a llorar. Si no lo había hecho antes era por vergüenza. Ojalá alguien me hubiese dicho que no hay que sentir vergüenza por la tristeza que se siente cuando te separan sin justificación de un ser querido y necesitado de ti.
Gracias a mis súplicas mi cama salió la primera hacia las habitaciones y ahí estaban mi marido y mi hijo dormidito en la camita de plástico duro. No sabía qué hacer. Si despertarle, cogerle o qué. Vino una enfermera y nos dio una charla presumiendo del protocolo y las estadísticas sobre lactancia materna en el hospital con las cesáreas. M. lloraba y me lo puse al pecho. Era nervioso, no se enganchaba y no me sentía unida a él. Me dolían sus pataditas en mi vientre por las diecisiete grapas. Pedimos ayuda y vino una mujer mayor. Me reprochaba diciendo que el tamaño de mis pechos era excesivo y que era un inconveniente. Que le pidiera a alguien que me comprase unas pezoneras de no sé qué marca. Ojalá alguien me hubiese dicho que con ese calostro mi chiquitín tenía suficiente, que no era necesario magrearme tan salvajemente los pezones para darle de mamar, que a mis pechos no les pasaba nada y que no debía sentirme culpable por sentir dolor después de una cirugía mayor. A todo esto, cada vez que pedíamos un biberón nos hacían esperar mínimo veinte minutos. Y mi bebé llorando. Las pezoneras tampoco resolvieron mi “problema”. Si no era ya suficientemente frustrante la situación, recibí cosa de una visita de familiares o amigos cada hora. Ni un momento de estar juntos y solos los tres, en calma. Pensaba que eso me reconfortaría, pero no fue así. Veía a la mami que compartía habitación conmigo darle el pecho a su bebé tan fácil y naturalmente, que mi culpabilidad aumentaba cada vez más porque no me sentía capaz. Ojala alguien me hubiese dicho como colocar a mi hijo junto a mí, que no pasaba nada si dormía en mi cama, que mi leche era suficiente. Me daba miedo romperlo literalmente. Esa segunda noche en el hospital volví a llorar de nuevo con mi marido en mi habitación muy bajito porque era compartida.
Sólo hacía dos días que me habían intervenido y ya pedimos el alta. Fingí mi buen estado delante de un ginecólogo con una ristra de estudiantes universitarios diciendo incluso que había ido de vientre, porque solo deseaba estar fuera de ahí en mi casa con mi familia. Y me salí con la mía. Dos días antes de lo previsto salimos del hospital. “Causa de la cesárea: fracaso de inducción”. Eso decía el informe clínico cuando ya tuve tiempo de leerlo tranquilamente en casa. ¿Pero, no había meconio dentro? ¿A qué se debían esos dolores del principio? ¿Cuánto dilaté? ¿Por qué no probaron con prostaglandinas? ¿Por qué me decían dos horas y luego fueron veinte? ¿Era necesario separarnos? ¿Porqué mi bebé lloraba? La lactancia fue un fracaso. Me saqué la leche durante tres meses y medio y cuando me veía con fuerzas le daba directamente. Alternando con biberones de leche artificial. Mi producción disminuyó y desapareció. No pedí ayuda ni sabía de la existencia de grupos de apoyo. Tampoco tenía fuerzas, pero sí mucha culpabilidad. Estuve alrededor de dos años rememorando con frecuencia mi experiencia y cada vez que la recordaba me echaba a llorar. Pero sin mucha comprensión. Tienes al niño, te lo sacan y ya está ahí. Tienes que ser superwoman. Aguanta tus lágrimas. No tienes derecho a estar triste porque ya está hecho. Ese es el mensaje que recibí y que a día de hoy sino es por las historias que leo de otras mamis, no hubiese cambiado. Ojalá alguien me hubiese ayudado a resolver mis dudas. Que a día de hoy las sigo teniendo.
Hace cinco meses tuve a mi segundo hijo. Una niña. Otra inducción en la 41+5. En otro hospital y con otras personas. Esta vez con “éxito”. Episiotomía sin consultar y fórceps. Y algo más que aprender: que con el correcto control podemos dar a nuestros hijos la oportunidad de nacer por sí mismos en el momento que ellos elijan. Pese a que no me pude sentar en una semana, para nada lo cambiaría por el “privilegio” de elegir tener otra cesárea (palabras textuales de la ginesauria que me hizo el segundo control). Teníais que haber visto mi cara de Buda feliz cuando ayudé a nacer a mi chiquitina mientras iba dando las gracias a todos los sanitarios que se cruzaban por delante. Y bien orgullosa y en alto se las di a mi pequeña I., mi precioso milagro que permitió que hiciera las paces con mi cuerpo y mi alma. Lactó a los diez minutos de nacer y no me he separado de ella desde ese momento. A día de hoy continúo con la lactancia exclusiva e incluso le doy a mi hijo mayor de tres años algún vasito de mi leche de vez en cuando. Y tan ricamente dormimos los cuatro en la misma camita. Mi mensaje es: cada experiencia es personal y única y por ello debemos darnos la oportunidad de equivocarnos y de cagarla porque sólo así evolucionaremos. Un beso
Tic-tac, tic-tac. La noche de los dos minutos. Cerraba los ojos y miraba el reloj, sólo pasaban dos minutos en esos intervalos. Amanece, pero sólo son las seis y media. Bueno pensé, ya sólo queda una hora y media para verle, sentirle y conocerle. Y nada, a las nueve me asean con una fría esponja como una anciana- Yo puedo, no te preocupes- Al menos me pude limpiar mis partes yo solita- ¿Y cuándo voy a verle, por favor?- Pregunté entre lágrimas, ahora sí, sonoras - No te preocupes mi niña, dentro de poquito- Quiero ver a mi hijo y estar con él y rompí a llorar. Si no lo había hecho antes era por vergüenza. Ojalá alguien me hubiese dicho que no hay que sentir vergüenza por la tristeza que se siente cuando te separan sin justificación de un ser querido y necesitado de ti.
Gracias a mis súplicas mi cama salió la primera hacia las habitaciones y ahí estaban mi marido y mi hijo dormidito en la camita de plástico duro. No sabía qué hacer. Si despertarle, cogerle o qué. Vino una enfermera y nos dio una charla presumiendo del protocolo y las estadísticas sobre lactancia materna en el hospital con las cesáreas. M. lloraba y me lo puse al pecho. Era nervioso, no se enganchaba y no me sentía unida a él. Me dolían sus pataditas en mi vientre por las diecisiete grapas. Pedimos ayuda y vino una mujer mayor. Me reprochaba diciendo que el tamaño de mis pechos era excesivo y que era un inconveniente. Que le pidiera a alguien que me comprase unas pezoneras de no sé qué marca. Ojalá alguien me hubiese dicho que con ese calostro mi chiquitín tenía suficiente, que no era necesario magrearme tan salvajemente los pezones para darle de mamar, que a mis pechos no les pasaba nada y que no debía sentirme culpable por sentir dolor después de una cirugía mayor. A todo esto, cada vez que pedíamos un biberón nos hacían esperar mínimo veinte minutos. Y mi bebé llorando. Las pezoneras tampoco resolvieron mi “problema”. Si no era ya suficientemente frustrante la situación, recibí cosa de una visita de familiares o amigos cada hora. Ni un momento de estar juntos y solos los tres, en calma. Pensaba que eso me reconfortaría, pero no fue así. Veía a la mami que compartía habitación conmigo darle el pecho a su bebé tan fácil y naturalmente, que mi culpabilidad aumentaba cada vez más porque no me sentía capaz. Ojala alguien me hubiese dicho como colocar a mi hijo junto a mí, que no pasaba nada si dormía en mi cama, que mi leche era suficiente. Me daba miedo romperlo literalmente. Esa segunda noche en el hospital volví a llorar de nuevo con mi marido en mi habitación muy bajito porque era compartida.
Sólo hacía dos días que me habían intervenido y ya pedimos el alta. Fingí mi buen estado delante de un ginecólogo con una ristra de estudiantes universitarios diciendo incluso que había ido de vientre, porque solo deseaba estar fuera de ahí en mi casa con mi familia. Y me salí con la mía. Dos días antes de lo previsto salimos del hospital. “Causa de la cesárea: fracaso de inducción”. Eso decía el informe clínico cuando ya tuve tiempo de leerlo tranquilamente en casa. ¿Pero, no había meconio dentro? ¿A qué se debían esos dolores del principio? ¿Cuánto dilaté? ¿Por qué no probaron con prostaglandinas? ¿Por qué me decían dos horas y luego fueron veinte? ¿Era necesario separarnos? ¿Porqué mi bebé lloraba? La lactancia fue un fracaso. Me saqué la leche durante tres meses y medio y cuando me veía con fuerzas le daba directamente. Alternando con biberones de leche artificial. Mi producción disminuyó y desapareció. No pedí ayuda ni sabía de la existencia de grupos de apoyo. Tampoco tenía fuerzas, pero sí mucha culpabilidad. Estuve alrededor de dos años rememorando con frecuencia mi experiencia y cada vez que la recordaba me echaba a llorar. Pero sin mucha comprensión. Tienes al niño, te lo sacan y ya está ahí. Tienes que ser superwoman. Aguanta tus lágrimas. No tienes derecho a estar triste porque ya está hecho. Ese es el mensaje que recibí y que a día de hoy sino es por las historias que leo de otras mamis, no hubiese cambiado. Ojalá alguien me hubiese ayudado a resolver mis dudas. Que a día de hoy las sigo teniendo.
Hace cinco meses tuve a mi segundo hijo. Una niña. Otra inducción en la 41+5. En otro hospital y con otras personas. Esta vez con “éxito”. Episiotomía sin consultar y fórceps. Y algo más que aprender: que con el correcto control podemos dar a nuestros hijos la oportunidad de nacer por sí mismos en el momento que ellos elijan. Pese a que no me pude sentar en una semana, para nada lo cambiaría por el “privilegio” de elegir tener otra cesárea (palabras textuales de la ginesauria que me hizo el segundo control). Teníais que haber visto mi cara de Buda feliz cuando ayudé a nacer a mi chiquitina mientras iba dando las gracias a todos los sanitarios que se cruzaban por delante. Y bien orgullosa y en alto se las di a mi pequeña I., mi precioso milagro que permitió que hiciera las paces con mi cuerpo y mi alma. Lactó a los diez minutos de nacer y no me he separado de ella desde ese momento. A día de hoy continúo con la lactancia exclusiva e incluso le doy a mi hijo mayor de tres años algún vasito de mi leche de vez en cuando. Y tan ricamente dormimos los cuatro en la misma camita. Mi mensaje es: cada experiencia es personal y única y por ello debemos darnos la oportunidad de equivocarnos y de cagarla porque sólo así evolucionaremos. Un beso