CRÓNICA DE UN PARTO
24 de febrero, 9 de la noche
Temblores casi imperceptibles. Mi cuerpo se altera pero yo no me imagino que vaya a empezar el parto. Sólo pienso en la cita médica que tengo al día siguiente a las nueve de la mañana: es justo el día en que salgo de cuentas. Quería que Adriano hubiera nacido antes para no tener que volver al hospital, pero no parece que vaya a ser así. ¿Qué me dirán? Tengo miedo de que les parezca que algo no va bien: un registro, una ecografía, más exploraciones… ¿y si me dicen que ya no se puede esperar mucho más? Voy caminando por la calle con mi madre y con Gabriele y mi cabeza no para de dar vueltas. Nos encontramos al carnicero, que me desea buena suerte. Gabriele insiste en que pruebe su chupachups de coca-cola. Hacía muchos años que había olvidado ese sabor. Le miro y pienso que no sabe lo que va a pasar en los próximos días. Está tranquilo.
De vuelta a casa empiezo con más dudas: tengo contracciones suaves, indoloras, similares a las de los días pasados, pero más seguidas. Me tumbo un poco en la cama. Gabriele me pide que vaya a jugar pero yo le digo que no puedo, que tengo que descansar. Él me mira con resignación y sigue jugando solo. Me inquieta pensar en la cantidad de veces en que se repetirá esa escena cuando haya nacido Adriano. En cierto modo deseo que estemos siempre solos, Gabriele, su padre y yo.
Me levanto para cenar pero no ceno nada, sólo un yogurt, y noto que me tiemblan más las piernas. Lo achaco a que estoy nerviosa, pues, ya curada de espanto, tengo la costumbre de achacar a mis nervios casi todo lo que me pasa. Nos sentamos a ver un partido de fútbol: Manchester City – Barcelona. No consigo seguirlo, tengo la cabeza en otra parte. Y a continuación, en algunas horas no pasa nada. Nada. Me meto en la cama con Gabriele, para ayudarle a conciliar el sueño, y me doy cuenta de que estando tumbada las contracciones reaparecen y son más seguidas, aunque casi indoloras. Cuando vuelvo al sofá todo remite, menos la sensación de inquietud que me recorre el cuerpo.
25 de febrero, 1 de la madrugada
Llevo un buen rato en la cama, tratando de dormir. Cada vez tengo más contracciones y empieza a aparecer el dolor. Una ola que nace en el bajo vientre y se irradia hacia las piernas y la espalda. Son cada vez más seguidas. Me doy cuenta, ahora sí, de que Adriano va a nacer. Y lo primero que siento es alivio: no por el hecho en sí de finalizar el embarazo, sino en primer lugar por saber que si efectivamente estoy de parto no tendré que pasar por más revisiones médicas. Me calma también sentir que las cosas suceden en orden: que está pasando lo que tenía que pasar. De repente, confío en mí y no tengo miedo.
Pero todo se acelera. Contracciones cada menos de cinco minutos. Recuerdo la dureza del parto de Gabriele y pienso que tengo que hacer algo para encontrar, entre contracción y contracción, momentos de pausa y sin dolor. Se me ocurre entonces que debo levantarme, que hace unas horas dudé de si se estaba iniciando el parto cuando estaba en la cama con Gabriele y el proceso se detuvo al incorporarme. Despierto a Giancarlo, que hacía poco que se había quedado dormido. Me pregunta si estoy segura, y yo a esas alturas le digo que sí. Dentro de unas horas conoceremos a Adriano. No acabo de entenderlo, en este momento sólo existe mi cuerpo. Giancarlo me dice que él tampoco lo entiende todavía.
Y, obediente, voy a buscar la pelota hinchable para hacer ejercicios prenatales y me siento encima de ella, tal como me había recomendado mi matrona. Me quedo al borde de la cama y agarro la mano de Giancarlo, que sigue tumbado y medio dormido. Pasa el tiempo. Contracciones cada tres o cuatro minutos. Poco a poco son más intensas. Pero entre una y otra hay una pausa que me permite recuperarme, hablar, retomar el contacto con las cosas. Poco a poco pierdo la noción del tiempo. Estamos en la penumbra y algo cambia en mi conciencia; las horas pasan rápido, creo que porque se ha instaurado un ritmo. El ritmo tiene algo de hipnótico, en cierto modo esperar las contracciones es como concentrarse en mirar un grifo que gotea y aguardar hasta que caiga la próxima gota. La espera requiere la máxima atención y consume el tiempo.
3 de la madrugada
Necesito beber mucha agua. Me doy cuenta de que llevo dos horas sudando, y mi cuerpo está caliente. Me pregunto si Adriano se mueve lo suficiente. Empiezo a sentirme insegura en casa y le digo a Giancarlo que debemos irnos. Antes me acompaña al baño. Los dolores se hacen mucho más intensos al caminar. Creo que no podré recorrer el pasillo pero al fin lo consigo. El regreso a la habitación es también difícil, hasta que logro sentarme en la pelota y me parece haber regresado a mi lugar. Ahora, cada vez que viene una contracción necesito encerrarme, hundir la cabeza entre mis hombros, apretar algo con las manos, respirar hondo y con fuerza, de tal modo que la entrada y la salida del aire sea audible, y no deseo ser tocada por nadie. Luego abro los ojos y disfruto del alivio, cuando pasa. El dolor es soportable porque llega y se va; y porque en todo momento sólo existe el presente, y no hay rastro de ansiedad, ni de anticipación del dolor siguiente, ni de angustia. Me sorprende, sobre todo, la total ausencia de angustia; esa angustia que a menudo me acompaña.
Despertamos a mi madre, que está en nuestra casa esperando a que comience el parto para quedarse con Gabriele. Dice que cómo no la hemos avisado antes. A mí me cuesta responderle, me doy cuenta de que mi sentido de la realidad está alterado. Me dejo llevar. Pienso que quizá cuando llegue al hospital pediré que me pongan la anestesia epidural, pero no lo tengo claro. Todo está obnubilado en mi cabeza. Acepto lo que venga, no hay nada que yo pueda decidir.
4 de la madrugada
Giancarlo ha bajado a parar un taxi y nos llama diciendo que ya está esperando. Mi madre me acompaña hasta el portal. Dejamos unos instantes a Gabriele solo en casa y me pregunto qué pensará cuando se despierte y vea que no estamos allí. Es una idea fugaz, sin respuesta. Ya en la calle, subo al taxi con dificultad y le decimos que nos lleve al hospital. Es noche cerrada. De repente me sonrío pensando en si el taxista estará preocupado pensando que quizá dé a luz en su coche; se me ocurre que los taxistas deben de ponerse un poco nerviosos cada vez que les paran para llevar a una mujer que está de parto. Pero llegamos pronto a nuestro destino. Una sala de espera de Urgencias que está vacía. Giancarlo se acerca a preguntar. Viene un chico con un chaleco y le digo que me cuesta mucho caminar, así que me traen una silla de ruedas. Me pasan a una salita donde hay un grupo de mujeres, médicos y enfermeras. “¿De cuántas semanas estás?”, “¡Qué puntual!”, “¿Cada cuánto tienes contracciones?” Sin más preámbulos me envían al paritorio. Recorremos unos pasillos largos y casi vacíos, y pienso que nunca sabría desandar ese camino para salir de allí, que aquello tiene algo de viaje sin retorno.
Al llegar a la unidad de obstetricia me recibe una matrona, pequeñita y afable. Tiene el pelo largo y un poco gris; me recuerda a un hada buena, una criatura del bosque. Yo apenas puedo moverme. Me dice que he dilatado cinco centímetros y que el bebé está muy encajado. Después nos lleva a una habitación. Alrededor parece todo vacío. Le pregunto si estamos solas y me dice que no, que acaba de nacer un niño.
Al rato me traen una pelota como la que tenía en casa. Me siento, pido estar en la penumbra. Ahora tengo dos sensores en la barriga: uno para medir la intensidad de las contracciones y otro que marca la frecuencia cardiaca del bebé. Me entretengo un poco mirándolos, buscando correlaciones entre ambos. Estoy tranquila, la matrona se ha marchado y no parece que se vaya a producir toda esa cascada de intervenciones médicas que tanto he temido en los últimos meses. Parece que no van a hacerme nada. Y seguimos solos, vuelvo a respirar intensamente, Giancarlo se tumba en la cama y yo le aprieto el brazo con cada contracción. Tengo fuerzas. No sé si quiero la epidural. Sigue pasando el tiempo y pospongo cualquier decisión. Las contracciones se suceden, Giancarlo ha cerrado los ojos y yo le despierto cada vez que el dolor cesa. Le hablo de lo que me pasa, y poco a poco el alba va entrando por unos ventanales y tengo la sensación de haber dormido, de estar despertando de un sueño que ha dejado mi cuerpo entre abandonado y dolorido.
9 de la mañana
Además del dolor, un terrible esfuerzo. Llevo varias horas sudando y bebiendo. Había metido en la maleta una botella de Aquarius, pero se ha acabado muy rápido. Giancarlo ya la ha llenado de agua varias veces y sigo teniendo sed. Me pesan los ojos y al mismo tiempo, cada vez que el dolor cesa, siento con gusto el calor de mi piel. Abre la puerta otra matrona. Me dice que se llama Paloma y que a partir de ahora me atenderá ella porque ha cambiado el turno. Por un instante me decepciona que el hada del bosque se haya ido sin despedirse, pero miro a Paloma y me doy cuenta de que me gusta mucho. Se ha agachado a mi lado, de tal modo que sus ojos están a la altura de los míos, que sigo sentada en la pelota. Son unos ojos azules, bondadosos, llenos de una expresión que me recuerda en algo a los corderos. Me parece muy guapa y me tranquiliza su compañía. Pregunta qué tal estoy y le digo que me empieza a doler mucho. Creo que deseo encontrar en ella algún alivio. He dilatado ocho centímetros. Ahora es la parte más intensa, me dice, pero ya queda poco y el parto va perfecto. Nos quedamos otra vez solos y sigo aguantando. Me siento con fuerzas y sin fuerzas, alternativamente. No pienso, no estoy mareada ni ofuscada pero no pienso, cuando hablo las palabras vienen solas, son palabras que vienen del cuerpo.
En algún momento comienzo a sentir que no puedo más. Y llamo a Paloma y le digo: “no puedo más”. Creo que es algo así como una súplica o una invocación: digo una y otra vez “no puedo más” y al mismo tiempo sé que ya no puedo huir. “No quiero sufrir más”, parece ser entonces mi lamento. Pero sufro. Paloma ya no se separa de mi lado. Estamos los tres y ellos me hablan y yo entre contracción y contracción me lamento. ¿Nadie puede ayudarme? Me acuerdo de la epidural, de repente. Le pido a Paloma que haga algo, lo que sea. Me responde que es ya muy tarde, aunque ella no me puede decir cuánto tiempo falta. “¿Cómo se va a llamar tu niño?”; “Adriano”; “Mi hija se llama Adriana”; “¿Y tuviste un parto sin anestesia, como el mío?”; “Sí”. Deseo que Paloma sepa lo que es un parto, lo que yo estoy pasando; lo deseo por encima de cualquier otra cosa en ese instante.
Ya no consigo mantener la calma durante las contracciones, cada una acaba en un pequeño gemido. Aprieto cada vez más fuerte el brazo de Giancarlo y pienso que quizá le esté haciendo sangre. Llega una anestesista cuando yo ya tengo ganas de empujar. Empujo y de repente me siento mejor, tengo una fuerza que no controlo. Me dejo llevar y al mismo tiempo empleo todas mis energías. Un esfuerzo inmenso en el que yo no decido nada. Y sucede algo brutal. Se rompe la bolsa de aguas y la cabeza del bebé cae en mi interior. La siento caer y situarse en el último límite de mi cuerpo. No cabe, me quema. Y emito un grito grave que sale directamente de mi garganta y que a mí misma me sorprende.
10,40 de la mañana
Paloma me sugiere que me ponga a gatas en la cama. La contracción ha pasado y yo la obedezco. Me asombra comprobar que soy capaz de moverme, que entre contracciones puedo retomar el control de mi cuerpo. Y todo empieza de nuevo. Otra vez empujo y grito. Mis músculos se tensan pero no soy yo quien da esa orden. Cuando pasa me miro y me escucho. Me doy cuenta de que la cabeza ha bajado un poco más, me digo que ya no queda nada. Una última sacudida. La última. Todo lo que hago es involuntario, y a la vez me sorprendo realizando el mayor esfuerzo de mi vida. Al final, el círculo de la cabeza vence la última resistencia y el resto del cuerpo se escurre muy rápido hacia fuera, como si fuera un pez. No veo nada pero la sensación es tan nítida que en ese mismo instante me lo imagino y la imagen se me graba en la memoria. Es un alivio y una alerta. “¿Por qué no llora?”, pregunto. “Ahora llora”. Miro hacia abajo, entre mis piernas, y veo un trozo de cordón umbilical. Oigo a Adriano llorar, por fin. Me dicen que ha salido un poco morado pero que en unos segundos se le pasa, que me tumbe boca arriba porque me lo van a poner encima. Y su llanto se convierte de repente en un clamor, y lo dejan sobre mi pecho, y yo no lloro porque Adriano llora también por mí, y su cuerpo tembloroso y sus ojos abiertos y asustados me conmueven.
Adriano nació el 25 de febrero de 2015 a las 10,50 horas en el Hospital Infanta Leonor de Madrid. Pesó 3,660 kg. y midió 53 centímetros.