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Cuando mi hijo nació

He tardado años en poder escribir este relato, sin poder paladear el efecto sanador de las palabras. Espero que mi experiencia le pueda servir a alguien. Gracias por vuestra labor en la red, Sarais.

CUANDO MI HIJO NACIÓ

Habían pasado 10 días de la fecha estimada para el nacimiento de mi primer hijo. Mi ginecólogo me induciría el parto porque decía que una placenta vieja podría no suministrar al feto todo lo que él necesitaba. Tonterías, diría categóricamente mi especialista actual. Pero en ese tiempo lo creí. Mi ginecólogo alquilaba el quirófano los lunes y ese lunes lo tenía muy concurrido. Aún así me dijo que no quería esperar más.

Ante tal perspectiva mi cuerpo, seguramente sin estar aún preparado, reaccionó ante el ultimátum. A eso de las 2 de la madrugada del domingo rompí aguas. Me di una ducha y me preparé para el gran momento. Me sentía más tranquila de lo que hubiera pensado y confiaba en mi ginecólogo. Mi marido parecía más nervioso que yo, incluso olvidaba la canastilla del bebé con las prisas. Fue un detalle enternecedor.

Llegamos a la clínica (la Clínica Corachán de Barcelona). Había firmado conforme quería un parto lo más natural posible. Al principio estuve en una habitación, aguantando las contracciones, respirando, moviéndome libremente... Disfrutando de esos momentos en compañía de mi marido, haciendo bromas... Como era de esperar ni dormí, ni bebí nada, ni ingerí alimento alguno. Por la mañana muy temprano nos pasaron a la zona de partos. Fue entonces cuando me tumbé en la camilla de la que ya no me separé hasta el final. Era un entorno típico de hospital, amplio, lleno de luces e instrumental, abierto a un pasillo en el que de tanto en tanto te cruzabas con alguna mirada indiscreta de alguien del personal médico que pasaba por allí. Ahora sé que es toda una hazaña esperar un parto natural en esas condiciones.

Allí estuvo con nosotros una comadrona. Me ofreció su apoyo y su calidez en todo momento pero a pesar de su buena voluntad y sus atenciones el parto no progresaba. Alguna otra comadrona inoportuna hizo su aparición en escena y recriminó con cierta amargura que qué nos habíamos pensado las jóvenes, que los partos no eran cosa de 10 minutos... Ni rastro de mi ginecólogo, estaba demasiado ocupado con otros pacientes. Sólo algunas veces hablaba con mi comadrona por teléfono para ver cómo iba todo, sin ser consciente del tremendo bálsamo que para mí hubiera sido su presencia en esos momentos.

Después de tantas horas con la bolsa rota y de tantos tactos para ver si había algún progreso comencé con las fiebres: había cogido una infección. Y entre las fiebres, la inanición y el cansancio me di cuenta de que ya no me quedaban fuerzas ni para empujar llegado el momento. “El niño no acaba de estar encajado”, le oí decir a la comadrona. Y yo tampoco acababa de dilatar. Se me disparó una alarma inconsciente y a eso de las 12 del mediodía pedí la epidural: la temida cesárea en la que no había querido ni pensar, aquello que sólo les pasa a las demás iba a pasarme también a mí. Con la epidural al menos iba a ver a mi niño nada más nacer.

Las siguientes horas las recuerdo como una larga agonía, sin más matices que los de un duermevela. Si ya a eso de las 12 del mediodía estaba claro que se me tendría que practicar una cesárea tuve que esperar hasta más allá de las 6 de la tarde para entrar finalmente en el quirófano: yo era la última paciente en un día concurrido.

En los quirófanos siempre suele hacer frío. Yo sentía un frío que trascendía lo físico y no podía parar de tiritar: mi marido que había sido mi apoyo tantas horas no podía estar conmigo, tenía las expectativas sobre el parto rotas, estaba agotada física y mentalmente y tenía mucho miedo. La charla intrascendente del personal de quirófano (con mi genecólogo por fin presente) y las bromas no hacían sino aumentar mi sensación de soledad. Me pusieron los brazos en cruz y los ataron con unos tubos a unas extensiones que salían de la camilla. A pesar de que corrieron el telón verde yo podía ver lo que pasaba a través del reflejo de la lámpara. En algún momento me moví, como si mi cuerpo no quisiera permitir que lo abrieran así; mi ginecólogo me presionó con tal fuerza contra la mesa de operaciones que desde entonces tengo un pequeño bulto al final del esternón (¿una pequeña fisura que el hueso ha rellenado?). Las sensaciones durante la intervención son difíciles de describir por extrañas y desapacibles y a pesar de no sentir dolor sentía en todo momento cómo hurgaban en mi interior.

Por fin llegó el gran momento: mi hijo nació con los ojos abiertos, sin llorar. Era un grandullón con abundante pelo negro y piel morena. La comadrona lo cubrió con una sábana, me lo acercó para que le diera un beso y, para gran tortura mía, se lo llevó. Y entonces estallé en llanto. No podía reprimir las lágrimas, no podía parar de llorar: el único consuelo para mí hubiera sido el estar con mi bebé. En lugar de eso y mientras ya me cosían se lo llevaron para el test de Apgar y quién sabe qué más, para limpiarlo y vestirlo y dárselo al padre que esperaba fuera. Porque aún hoy no salgo de mi asombro: ¿qué puede ser tan importante para algunos como para anteponer la separación al contacto inicial entre madre e hijo? y ¿cómo puede darse de forma tan habitual semejante crueldad? Pues al haber roto nuestro momento madre-hijo, nuestro período crítico, se interpusieron en nuestro vínculo: si me hubieran cambiado a mi bebé no me hubiera dado ni cuenta. Es más, durante los primeros días incluso lo rechazaba: no lo reconocía como mío.

Pasé unos cuantos meses con depresión posparto. Además de la tristeza tenía pensamientos extraños respecto a los demás; me sentía engañada de alguna forma sobre lo que suponía tener un hijo y tremendamente insegura respecto a sus cuidados. Seguramente le transmití mi malestar al bebé, que no podía soportar estar separado de mí ni un segundo; dormía poco y se despertaba mucho, como si vigilara que su madre no lo dejara solo. Por suerte me fui tranquilizando con el tiempo e interponiendo un parapeto ante tanta diversidad de consejos de crianza que los diferentes miembros de la familia me iban brindando que, aunque bienintencionados, sólo habían servido para confundirme aún más.

A lo largo del tiempo el vínculo entre mi bebé y yo fue sanando. Aprendí a a quererle con locura, a disfrutar de su compañía y a anteponer sus necesidades a las mías. Y aprendí a sobrellevar lo mejor que pude el vivir sin dormir bien por las noches, pues mi pequeño se despertaba mucho, durante casi 2 años.

Y ahora que lo observo todo en la distancia pienso que valió la pena el haber estado consciente en el momento del parto sólo por ese beso en la mejilla de mi bebé; que en un mismo momento pueden converger lo mejor y lo peor de la vida; que aunque el parto y sus secuelas no se puedan cambiar se aprende lo suficiente como para evitar pasar por lo mismo en el futuro.

Ahora estoy otra vez embarazada. He tardado 4 años en volver a tener la ilusión. Por un lado tenía mucho miedo a un nuevo parto y por el otro, quería que mi hijo fuera más mayor y que no me necesitase tanto. Esta vez cuento con un conocido ginecólogo defensor de los partos naturales de la Clínica Sant Jordi. Soy consciente de que con mis antecedentes puedo ser candidata de otra cesárea pero si es así el mejor consuelo será que ni mi bebé y ni mi marido se separarán de mi lado.