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Dilatar guisando en un día nevado.

A mí me ayudó mucho leer relatos de partos en vuestra web, así que ahí va el mío, como pequeño granito de arena a la causa.

Muchas gracias por vuestra labor. Y ánimo, porque aun queda mucho por hacer. Saludos afectuosos.

PARTO

El jueves 28 de febrero amaneció nevado, como el día anterior. Me levanté hacia las 10 de la mañana después de contestar, desde la cama, varios mensajes.

Enseguida bajé al pueblo a hacer varios recados (farmacia, papelería, carnicería, panadería). Todo el mundo me decía que ya me debía de quedar poco porque se me notaba la cara hinchada. En la carnicería estuve un buen rato. Compré babilla para guisar (quería probar a hacer guiso de patatas) y carne picada para albóndigas. ¡Estas últimas nunca las hice!

Durante toda la mañana noté ligeras molestias que sabía que eran contracciones. Cuando volví a casa hacia la 13:30, se lo dije a mi chico e intenté fijarme discretamente en la frecuencia. Me pareció que tenía cada 20 minutos, pero no estaba segura porque al ser tan leves era difícil decir cuando empezaban y terminaban.

Llamé a mi Yaya para que me diera la receta del guiso y a la vez que hablábamos lo empecé a preparar. Después de colgar, puse la olla en el fuego y tuve que apurarme fregando los cacharros porque me dio un retortijón. Cuando estaba en el baño, rompí aguas. Enseguida empecé a notar contracciones dolorosas. Eran las 14:00.

Avisé a mi chico a voces y el vino corriendo: ¿qué era lo que había que hacer cuando pasaba esto?

Llamé a la doctora que me dijo que me relajase porque el proceso, aunque había empezado, podía ir para largo. Me sugirió que comiera y me echara la siesta para tener fuerzas, porque podía ser una noche muy larga. Yo expliqué que tenía contracciones, pero no les dio importancia. Me dijo que seguramente estaría prodrómica. Insistió en que intentase descansar y me pidió que la llamara a las 20:00 para ver qué tal. Añadió que si acaso estuviera dos horas con contracciones muy seguidas, que la avisara.

Llamé a la doula, que me sugirió lo mismo que la doctora. Descanso.

Pero yo tenía ya mucho dolor. No podía parar de caminar (iba y venía a la cocina, donde seguía el guiso en el fuego) y al llegar la contracción me agarraba de la barandilla de la escalera. También usé la pelota de pilates. Cuando el dolor creció, me fui a la ducha caliente. Ahí, bajo el agua, comencé a vocalizar las contracciones, para espanto de mi chico que subió a preguntar qué pasaba. Al salir de la ducha, todo se precipitó. El dolor aumentó mucho y apenas pasaban minutos entre contracción y contracción. A cuatro patas en el vestidor, le dije a mi chico que no sería capaz de parir sin anestesia. ¡Si acababa de empezar y probablemente me quedaban 12 horas por delante! Él me dijo que no me precipitara ni pensara en negativo.

No tenía ganas de vestirme, ni de peinarme el pelo empapado. Intentaba comunicarme con mi bebé y le explicaba que yo le quería ayudar a salir, pero que me estaba doliendo mucho. Le daba ánimos a él también. Pensé en las mujeres que parían sin epidural y no explicaba cómo eran capaces. Todo el rato pensaba que el dolor que sentía era el del principio y que iría a más.

En algún momento apagué el fuego, enfrié la olla y probé el guiso. Recuerdo que lo rectifiqué de sal…

A las 15:50 volví a llamar la doctora para decirle que no podía más. Le dije que las contracciones eran muy seguidas y el dolor insoportable. Me tranquilizó y me dijo que fuera para la clínica, que era posible que estuviese teniendo un parto rápido.

Avisé a mi chico y nos pusimos a preparar las cosas. Mi chico terminó de enviar el trabajo que estaba haciendo al ordenador y preparó las bolsas. Yo revisé la lista de cosas para llevar que no estaban empaquetadas y todas me parecieron superfluas e innecesarias. Me costaba mucho pensar.

Quería llegar cuanto antes a la clínica pero no quería meterme en el coche, así que retrasé ese momento todo lo posible. Me había puesto de mal humor y triste porque estaba convencida de que no podría parir sin epidural. Estaba inundada de dolor. Apenas podía hablar.

Justo antes de salir, volví al baño y vi que sangraba mucho. Llamé a la doctora otra vez y me explicó que era normal, pero que significaba que estaba yendo todo muy rápido. No debía preocuparme, pero nos teníamos que poner en marcha.

Durante el viaje, bajo la lluvia, entré en un estado particular. Estaba como ida, tenía sueños y me concentraba en respirar mucho durante las contracciones. Me ayudó mucho. Hacia el final del trayecto, ya tenía ganas de empujar y el dolor cambió hacia los riñones.

Al llegar a la clínica me bajé del coche sin esperar a Mi chico, que corrió detrás de mí. Recuerdo verme en el espejo del ascensor, con los pantalones empapados y pensar “Vaya pinta!”. Entramos en la unidad maternofetal y caminamos hasta la sala naranja, donde nos esperaba la matrona Rosa. Era la única que no habíamos conocido los días anteriores.

Al entrar en la sala, fui directa al baño, donde me senté y a la vez me quitaba la ropa. Todo me sobraba. Mi chico me preguntó si quería que llenara la bañera, pero Rosa dijo que era mejor examinarme antes, porque no se podía entrar en la bañera demasiado pronto. Mi chico se fue entonces a aparcar el coche y Rosa me pidió que me pusiese en la cama un momento para hacer un monitor y examinarme. Yo no era capaz de tumbarme, pero a ella le bastó con que me recostase un poco. En ese momento tuve otra contracción y Rosa me ofreció abrazarme a ella. Me abandoné sobre ella y aquello me ayudó mucho. Cuando pasó, me examinó como pudo. Y entonces me dijo que estaba de seis centímetros. ¡Estaba dilatando muy rápido! Eso me dio muchos ánimos y me cambió el humor. A partir de ahí, apenas recuerdo dolor. Me metí en la bañera y empecé a tener pujos, que no podía controlar. Mi cuerpo se estremecía solo. Cada vez que eso me ocurría, me agarraba a la mano de la matrona, que me animaba diciendo que lo hacía muy bien.

Mi chico volvió y le tomó el relevo a Rosa, arrodillado al lado de la bañera y dejándose apretujar por mí cada vez que tenía una contracción o ganas de empujar. Preguntamos cuánto llevaba dilatado y entonces escuché que ya estaba completa. ¡Habían pasado 20 minutos desde que llegamos! Me puse a llorar mirando a Mi chico. ¡Leo ya venía! ¡Ya casi estaba aquí!

Leo iba bajando por el canal despacito, pero tuvimos que salir de la bañera porque Rosa no podía distinguir los latidos de Leo de los míos. Necesitaba poner un monitor.

Pasamos a la cama y fuimos cambiando de postura cada poco. Ya no recuerdo dolor, sino ganas de empujar que se aliviaban empujando. Cada vez que empujaba, también gruñía. Cuando ya estaba en la cama llegó la doctora, sofocada de lo que había tenido que correr para llegar. Eran las 18:00.

A partir de ahí, recuerdo el esfuerzo de empujar, tomar aire, agarrarme a la cama para empujar más fuerte. Los ánimos de mi chico diciéndome que ya veía al bebé… Luego el dolor cuando Leo coronaba y enseguida a la doctora diciéndome que lo cogiera, que ya habían salido los hombros.

Entonces lo cogí, mientras terminaba de deslizarse entre mis muslos. Lloraba yo más que él, que hacía solo ruiditos sin terminar de arrancarse a llorar. Enseguida lo pusimos al pecho. Eran las 18:50. Yo no podía parar de llorar y de agradecerle a Leo el parto maravilloso que acabábamos de tener. ¡Lo habíamos conseguido!

Recuerdo perfectamente la mirada de mi chico, emocionado.

Mi chico llamó a casa de mis padres para avisar: “Ya somos tres”. Cuando avisaron a la Yaya, no se lo podía creer: “¡Pero si estaba a medio día cocinando un guiso!”

El guiso en cuestión nos lo comimos al volver a casa, el sábado por la noche. ¡Nada más probarlo volví a sentir el dolor de las contracciones!

Gracias a la matrona Rosa, por los cuidados y mimos. Por no mencionar la epidural y por lo ánimos diciéndome lo bien que lo estaba haciendo.

Gracias a mi doctora, Gaia Zocchi, a la que hice correr para llegar.

Gracias a mi chico, por no moverse de mi lado y dejarme leer la emoción en sus ojos.

Entre tod@s conseguimos que mi hijo llegase al mundo rodeado de amor.