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El fin del principio. Oda a una cesárea.

Transcurría por el tímido silencio. Las paredes blancas se desplomaban sobre mí mostrándome su mudo rostro. Por debajo las ruedas bailaban al son de la misma melodía, aquella que llevaba un tiempo escuchando y que hacía estremecer mi cuerpo en cada nota. Ahora se había unido a la pequeña orquesta un sutil silbido, el sonido procedía de detrás y parecía pertenecer al individuo que me arrastraba por el camino. A él lo había dejado al otro lado, esperándonos, sólo nos habían concedido tiempo a una cohibida caricia ante los impacientes ojos que ansiaban nuestra despedida. Ese último roce lo había guardado yo, lo balanceaba conmigo y cumplía nuestro deseo, que también estuviera presente él en el comienzo de su vida.

El viaje parecía haber llegado a su destino. Lo supe porque la música cesó y delante de mí vislumbré una puerta, otra vez blanca y con dos circunferencias enormes en cada hoja. Mi acompañante invisible me sumergió dentro. Allí estaba yo dónde nunca quise estar. Y toda yo continúe temblando, mis piernas habían adquirido un movimiento independiente, mis manos también parecían bailotear solas, mi cuerpo pretendía romperse para huir de aquella emboscada. Solo existía un montón de ojos, un montón de miradas que deseaba taladrar y encontrar un resquicio de compasión, un instante de ternura, unos ojos amigables. Un ápice de empatía.

Era un día cotidiano para aquellos. Conversaban sobre cuestiones banales un lunes rutinario a expensas de que era nuestro día anhelado y querían hacerme partícipe en esos argumentos que yo ya hacía tiempo me había olvidado de escuchar. Aquellos insistían en incluirme en sus conversaciones, yo contestaba con un monosílabo acompañado alguna vez de una excitada sonrisa. Dejarme sentir este momento como yo quiera, no necesito hablar, necesito que tus ojos me miren con honestidad, necesito que alguien detrás de ese disfraz otra vez blanco me entregue su mano. Ojala estaría aquí él, mi compañero en esta aventura. Él sabría qué hacer para que dejara de vibrar. Para que recuperara mi sonrisa sosegada. Él me abrazaría con sus cordiales palabras y me susurraría suavemente. Él me devolvería a mí misma. Volvería a ser yo y yo elegiría que nos respetaran y viviría el nacimiento como habíamos pactado en la intimidad de nosotros dos recibiendo a esa pequeña extensión nuestra que habíamos creado.

Allí estaba sentada en el borde de la camilla, desnuda en la totalidad, con un tubito transparente violando mi sexo. Otros cables enmarañados hurgaban mi corazón. Un tensiómetro no dejaba de trabajar inflándose y volviéndose a desinflar en mi brazo. Esperaba que aquella aguja clavara su aguijón y mi cuerpo me abandonara. Ellos continuaban conversando pero sus palabras adquirieron un tono alarmante. Parecía que mi cuerpo rechazaba la estocada y ellos volvían a intentarlo a escasos centímetros de la anterior. El fluido mágico comenzó a circular por mis entrañas, mi piel ardía y mis venas gritaban y me zarandeaban intentando esquivar aquel intruso de allí. Los músculos despertaban y se desperezaban conmocionados. El calor me envolvió me hizo recordar para que estaba allí y toda yo por primera vez en éste viaje, se paró.

Ahora descansaba tumbada boca arriba tapada con un tul blanco, sólo mi cabeza escapaba fuera. Parecía ser una simple espectadora de mi propia historia. Yo sería la narradora de aquellos interminables e intensos minutos en los que conocería, después de 38 semanas, a ese ser que habitaba mi cuerpo con el que todas las mañanas jugábamos a perseguirnos con el tacto y nos tocábamos a oscuras y te cantábamos esperando que cuando decidieras partir hacia la superficie recordaras la canción.

Pirata.

Te abrirías paso entre la marea capitaneada por la luna que te empujaría hacia alguna parte. Sucumbirías a las oleadas que habrían arrastrado tu plácida existencia en la sombría cuna. Durante ese tiempo inexistente te habrías transformado en un humano, un cúmulo de voces, sabores, sensaciones habrían entrado vírgenes dentro de ti y serían los que se fundirían con tu ser. Ahora emprenderías el primer viaje en el que sortearías el miedo, la incertidumbre, la soledad y navegarías atraído por esas sílabas musicales, por ese sonido aliado, por esa fuerza que desquebrajaría tu serena cueva y te zambullía hacia el incierto destino. Persiguiendo a esa ninfa tu único faro en el negruzco amanecer.

Y cuando tus ojos recibieran la primera chispa de luz allí estaría arrullando tu cuerpo desnudo entre mi pecho, silenciando tu aterrado llanto y acariciándote con los labios, ayudándote a recordar quién era yo. Entonces nos conoceríamos. Paradójicamente después de haber estado tanto tiempo tan cerca, tan unidos, sería en ese momento cuando te transformarías en real. Tú sabías que ya los temores se habían desvanecido en el mar y nos asomaríamos a la vida los tres unidos, explorando contigo todo aquello por primera vez

Los títeres comenzaron a actuar por detrás del telón. Había ensayado la respiración tantas veces, debía de ser pausada y apacible, pretendiendo hondar en mi emoción más oculta, serenidad. El ruido de una máquina me inquietó y el olor a carne cortada me angustió e hizo que mi deseada respiración se evaporara. Supongo que es algo parecido a no poder dominar un coche, ves que se precipita al vacío y sabes que tú tienes el poder de detenerlo pero no puedes hacerlo.

Logré frenar esa respiración y mi cabeza atrapó el lugar dónde me encontraba y el pequeñín por el que estaba allí. El techo también era del mismo color que todo aquel recinto. Si me despertara ahora pensaría que me encuentro en una nave espacial y que hay unas alienígenas indagando en mi cuerpo.

Un puñetazo golpeó mis entrañas y destruyó todo aquello que le estorbaba en su afán de hacerse con el tesoro. Derribo montañas de esperanzas, sofocó suspiros de pasión, trastocó el cuento narrado esos días de espera, en cuyo desenlace se perfilaban nuestras tres siluetas, adornando el FIN con colores y sonrisas. El soldado de latex irrumpió en mi firmamento vulnerando todo aquello inexplorado allí. A su paso ahogaba los únicos destellos brillantes en la noche y obligaba a que mi solitaria cabeza, consciente de aquel saqueo, girará bruscamente de un lado a otro, sollozando con todos los sentidos que aun me quedaban libres, gritando que aquello quebrantaba mi interior más oculto hasta mutilar cada uno de mis sentimientos.

Unos ojos nebulosos encubiertos detrás de unas gafas me observaban con preocupación, intentaban que volviera a encontrar la calma pero ésta se había ocultado entre la batalla. Quizás fueron los dos ojos en los que habría encontrado un resquicio de piedad. Esas dos pupilas marrones plantadas en aquel mapa de la vida que marcaba su rostro. Las líneas delicadamente talladas en su semblante le asignaban una intrépida vejez. Me aferre a ella tal y como un naufrago araña su bote salvavidas. El soldado continuo estrujando mi alma, husmeaba mi universo accediendo a los rincones más insólitos y por fin encontró la estrella más resplandeciente. Me la desgarró. Asoló el lecho en el que había existido durante tantos meses en el que había florecido todo él, cubierto de ternura, caricias, palabras de amor y quedé vacía, despojada de mi órgano vital. Ya solo dolía la pena. Bordaron la inmortal grieta aquella que me transportaría siempre a esos momentos. Ese forzoso grabado por el que tardaría una eternidad en volver la mirada hacia abajo, me invadiría el miedo, el horror a creer que esas hebras acabarían deshilvanándose quedando a la intemperie la boca que me engulliría lentamente. Solo lograba imaginármela como la sonrisa entristecida en una muñeca de trapo. Como las lazadas que unían dos partes de mí, resquebrajadas con el nacimiento. Y ahí quedó tatuada en la piel como una arruga más en mi cuerpo marchito.

Entre burbujas intelectuales te conocí. Apareciste de la nada acompañado de voces que parecían lejanas y que al recomponerlas en mi mente anunciaban: Danel, ya ha nacido, qué guapo es, y miradas inquisitivas esperando una reacción de mi. Un acto propio de una madre modélica, de esas que sollozan entre palabras indescifrables lo mucho que aman a su hijo. Eso no lo enseñan las guías de parto ni las clases, brota del abismo interior, de aquel mar que también arrastra la vida y con ella todas las emociones inundadas en ella misma. Las mías también navegaban pérdidas en ese océano Y esperaba poder recuperarlas y sentir ese comienzo de su vida como lo habíamos deseado. Me lo encontré delante de mi seguramente podía aspirar mi respiración y reconocer mi olor. Reposaba en otros brazos aunque no parecía añorarme mantenía la mirada pérdida en algún punto de esa sala. Me hubiera fascinado poder abrazarlo y acunarlo en mi pecho pero estaba estipulado nuestro protocolo de presentación y continuando con esa apatía que había perdurado en todo momento, le estampe un beso en la frente.

El invencible guerrero te cobijó entre sus brazos. Te abrigó contra su pecho desnudo y entonces el tiempo se detuvo. Implacable sería contra aquel mal que osara desafiarte, el atenazante hambre, la incómoda soledad, el miedo acechante en cada una de sus pequeñas y vigorosas respiraciones. El temor en toda su culminación, como malestar fiel de todo recién nacido. Ese era su cometido, luchar contra todos los enemigos en ese periodo en el que solo existíais vosotros dos.

El guerrero comenzó con los preámbulos.

Era como un blanco lienzo, totalmente pulcro en el que todavía no se había vertido ningún pigmento, nadie lo había deshonrado con un brochazo inoportuno. Entonces sus robustos dedos se convierten en los pinceles que cosquillean aquel pequeño ser. Comenzando en sus extremidades inferiores realiza las presentaciones y surge el movimiento, el placer, la curiosidad y nace con ello el color. Continua uniendo distintas partes de su cuerpo, conoce sus pequeñas rodillas que permanecen erguidas como montañas divisando el horizonte y se alejan rodeando sus muslos y caderas. Las miradas penetran una en la otra y se fusionan como todo los colores de aquel vivaracho cuadro. Ahora se acerca a su vientre sigilosamente pretendiendo ahuyentar el demonio que aterroriza sus tripas. Rodea, hundiendo sus garras sanatorias, nuestro alargado túnel de luz, el cual le cuelga huérfano del ombligo. Hace notar su presencia, clava sus huellas en la carne para que el mal acabe abandonando por un momento su destino.

Reanuda su afán de unión de toda su silueta en la que ahora se deja embriagar por esos golpes rítmicos que amamantan su ser. Aquellos tambores que proclamaban su nacimiento embrionario, al principio del ahora fin de aquella fase cero y que ahora abría sus puertas a una nueva realidad.

Sombrea su boca y pretende vislumbrar como dibujará su sonrisa en ese blanco lienzo cada vez más sonrojado. De puntillas camina por su rostro, perfila sus ojos que no cesan de absorber todo lo que él hace y descubre el camino hacia una nueva e inquietante existencia.

Sus olores ambos saboreados e ingeridos para mas allá de la perpetuidad de la vida y convertidos en recuerdos después. La esencia fetal arrastrada desde años milenarios a ese instante e impregnado por su olor enigmático. Es el olor ancestral de su primera madre aquella que cuida de él, de sus necesidades esenciales, sustento, protección,.. quedando desprotegido de la necesidad suprema. Esa que nosotros la cubrimos en forma de caricias impalpables y palabras musicales. La madre inicial que muere cuando él descubre la luz, aquella que se somete a la voluntad de la naturaleza consintiendo que el bebé parta hacia su auténtico cobijo.

El guerrero finaliza su ritual de presentación y funde a su bebé entre su pecho.

Atrás dejo el campo de batalla, repleto de gritos afónicos cuyo eco todavía perdura en mi. Abandono los ojos mudos que estuvieron presentes en el combate y formaron parte de su primera claridad. Vuelvo a recorrer el mismo camino, de nuevo con mi compañero invisible empujándome por él. Reconozco las mismas paredes blancas del principio, calles desérticas formadas por laberintos y confusión, aunque esta vez el terror del parto se ha difuminado y ha despejado una nueva abertura hacia la serenidad. El conductor que me guía hacia lo desconocido me vuelve a abandonar en otra estancia, más apacible que la anterior, habitáculo gélido en dimensiones y afectos, donde descansan en camillas cuerpos petrificados, cuyo leve pestañeo hace percatarme que compartimos el mismo espacio en ese momento. Me sitúa enfrente de un reloj que visualizaré durante horas y desearé que el minutero que recorre con sus manecillas una tras otra vuelta, tenga compasión y silbe mi partida.

Ahora cabe un intervalo para la reflexión. La bruma pretende esfumar lo vivido en aquel lugar donde se originó el nacimiento de una nueva era. Intento recordar los momentos allí vividos, grabarlos en mi mente y así aspirarlos en la posteridad, agolpándose en mi cabeza todos los instantes allí padecidos. Doy mi beneplácito al humo blanco de vendar mis pensamientos, disimularlos para así poder disfrutar de esta nueva fase casta en resentimientos. La niebla expolia mi memoria y desvanece los momentos en que sufrí aquel derrame sentimental y me obsequia con instantes de ternura y esperanza. De aquel tiempo solo perdurará en mi mente el pequeño ser que se adueña de mi. Capitán pirata que navegará perdido por aquel mundo exterior intentando reconocer las voces entre siluetas que se le acerquen. Desmembrar el olor del alimento que abría nacido con él y ahora agonizaba entre intentos frustrados por tranquilizar su vientre. Mientras que su madre, yacía en esa cama desposeída de sus extremidades inferiores y de parte de su tronco, sólo podría susurrarle entre miradas afables y sonrisas leales la evidencia por descubrir, pero eso solo ocurriría cuando estuviera cerca de él y todavía no había llegado mi turno.

Entraban al recinto personas disfrazadas, aproximándose con zancadas firmes en sus zapatos. Entonces era cuando todos los allí presentes girábamos las pupilas e invocábamos que fuera nuestro momento. Pero el mío se demoraba y mi mirada, rebosante de furia, se volvía a reflejar en aquel maldito minutero que no cesaba de girar. Ahora descubro el motivo por el cual la mitad de mi cuerpo permanece inmóvil, pretenden que descanse inerte en aquella cama recobrando mis quehaceres rutinarios y que los barbitúricos sombreen el dolor físico y el vacío mental. De no ser así, mis piernas ya habrían explorado el suelo una tras otra en un salto enérgico desde el trono de acero, mis pies descalzos golpearían estruendosamente el desconocido territorio, poniendo rumbo al lugar donde se encontrara mi pequeño y una vez descubierto no volvería a tener frío y nos hubiéramos amado tal como debía haber sido en el primer encuentro.

Hasta los animales no humanos luchan inútilmente cuando los separan de sus hijos. Recuerdo esos ojos enormes cargados de ternura y desesperación y materializados en ríos de agua transparente. Esa pasión que les escupe todo el cuerpo y les obliga a moverse y a derribar cualquier dragón cien veces superior a él. Sus gestos desencajados en aquella cara alargada muestran incredulidad por la injusta separación. Pero en ese interior agonizante de amor no hay lugar para el odio. Pelean hasta que exhaustos y siempre derrotados ponen fin al combate y se desvanecen en sus propios excrementos.

Alguien empuja mi camilla y las ruedas empiezan a rotar por el resbaladizo suelo.

Volvemos a ser uno. Se produce otro nacimiento, el del alimento que ahora mana de mi cuerpo e irrumpe al exterior como un brote de vida para él. Se aferra a mi pecho, el instinto cabalga en el pequeño animalito y me succiona toda mi esencia. Su mirada curiosa, desde la fortaleza materna, me alimenta, conmueve todo mi interior, me transforma en niña y en mujer, me desnuda de hipocresía, de resentimientos, de horarios, talla una armadura ante los juicios caprichosos y unidos en ese dulce emborrachamiento, comprendo que nunca volveré a ser una sola persona y que ese ser que me ha invadido será el ocupante principal en el emocionante viaje que se va a producir. La savia que como un volcán eructa desde mis raíces transportando mi sustancia y recolectando los nutrientes de cada rincón de mi misma, uniéndose en mis senos donde explotará en forma de leche solo para ti. Esta expulsión hará que nuestras miradas nunca se pierdan, que permanezcamos soldados a través de ese cordón inexistente, que cada día sea uno entrañable en esta etapa y que me invada una felicidad constante antes jamás saboreada. Mi jugo que penetra en ti te pintará de rosa las mejillas, te cosquilleará la piel para que nos lances tu contagiosa risa, envolverá tu esqueleto de suave y balsámica carne, a la que nos abalanzaremos deseando engullirnos un trocito de ti.

Las heridas físicas desaparecen paulatinamente, cada día que nos absorbemos un punto de aquel corte cicatriza. Mi espalda vuelve a mostrarse erguida y de la anciana que fue a tu encuentro en esa primera cita, ya no queda nada, solo una madre tenaz, una osada guerrera que combate con esos demonios que desafían tu tranquilidad. Así, no volverás a descubrir tus sueños, abandonado en esa cuna de brazos de hierro, ni sucumbirás cuando el hambre oprima tu barriga, aquellos males ya se han alejado y ahora solo es tiempo de conocernos a través de miradas y caricias que no cesan.

Juntos creceremos en este valle concebido para nosotros, donde el sol penetra cada mañana por las ranuras de las ramas y la noche asoma resplandeciente detrás de las montañas, en esta tierra será donde nos curtiremos de aplomo y nos atrapará una sincera convicción y donde tú, capitán pirata, no detendrás tu crecimiento hacía el árbol más alto del bosque. Pero para eso todavía faltan muchas lunas.

Para Danel y Mitxel pensamientos excavados desde lo más profundo de mis estratos emocionales.

Esta vivencia está redactada con la clara intención de que evolucione el protocolo de las cesáreas, haciendo de esta intervención un parto lo más humanizado posible, permitiendo, entre otras cosas, estar el padre presente en el momento del parto. Realmente así se conseguirá que no tengamos que realizar una inmersión intima y recordar con desconsuelo todo lo que sucedió allí dentro.

Vivencia padecida en 2012 en el Hospital de Zumárraga. Amaia Larrea.