El nacimiento de Ángel y Gabriel, 2006.
Hace ya casi tres años tuvimos a nuestro primer hijo, Diego, fue un embarazo deseado, disfrutado en cada instante. Durante el embarazo me sentí, y mi marido me hacía sentir, como una reina, la mujer más feliz, más guapa, me encontraba bella, saber que tenía un cuerpo y un alma dentro de mí era una sensación maravillosa. Su llegada fue a las 41 semanas y media, fue un parto provocado (ahora sé que podía haber esperado más) fueron tres horas de contracciones intensas. Mi marido siempre a mi lado, hacía todo lo que podía para aliviarme, Diego nació sano y feliz, lleno de amor.
Llevábamos 8 años casados y Diego fue deseado y esperado. Luis ha estado de excedencia estos tres años, al cuidado de nuestro maravilloso tesoro, ha sido genial verlo crecer. Le he dado el pecho 19 meses y siempre ha estado con nosotros, no ha ido a guardería, siempre en las mejores manos, las de su padre cuando yo trabajo.
En marzo de este año decidimos traerle un hermano, nos sentíamos satisfechos con nuestra maternidad-paternidad, pero siempre nos ha gustado tener hermanos y queríamos que Diego los tuviera. Fue todo tan rápido, en abril ya no me vino la regla, mi cuerpo parece estar muy preparado para la maternidad. Y crecía, dentro de mí, otra vida, otra alma. En la primera ecografía todo estaba bien, su corazón latía. Yo me sentía un poco rara puesto que no era este embarazo tan emocionante como el de Diego, pero sentía que lo quería. Recuerdo que los dos habíamos llorado la primera vez que escuchamos el corazón de Diego pero esto no pasó con nuestro segundo embarazo. Quizás ya sabíamos lo que iba a ocurrir.
Entre tanto, yo había formado un grupo de apoyo a la lactancia materna en mi localidad, la había disfrutado tanto que quería ayudar a otras madres a disfrutarla. En el grupo había dos madres que habían parido en casa y yo me estaba informando sobre el tema, iba a ser muy diferente este segundo parto, quería vivirlo plenamente y, por qué no, con mi primer hijo. Así es como conocí la asociación El Parto es Nuestro.
A primeros de julio me hice la segunda ecografía, tenía 11 semanas de gestación y ahí llegó la sorpresa, no era un bebé sino dos los que tenía dentro de mí. Pero al mismo tiempo otra gran noticia, había problemas, tenían la misma placenta y la misma bolsa, monocorial y monoanmiótico, palabras muy familiares ahora, pero que entonces sólo nos sonaban a problema. El ginecólogo que me atendió en esta segunda ecografía fue muy alarmista, los niños tienen muchas posibilidades de morir o de quedar mal. ¡Qué sentimientos más extraños y confusos en aquel momento!, primero, la sorpresa de tener dos almas a nuestro lado y, por otro, no saber qué va a pasar. Salimos tan confundidos y confusos de la consulta que hasta se nos olvidó pagarla. No podía estar pasando, con Diego había ido tan bien, yo me cuidaba mucho durante los embarazos y sólo tengo 30 años.
Luis buscó información en Internet y toda era igual, incluso alguna tan alarmante que yo no pude terminar de leer todo lo que decían los expertos. Me centraba en la idea de que ahora están bien, a mi lado, creciendo y desarrollándose, pero al mismo tiempo, la incertidumbre de qué va a pasar. Lo que más nos daba miedo era pensar que quedarían mal, ¡y eran dos, cómo nos cambiaría esto la vida!
A los quince días acudí a otro especialista que me dio más esperanzas, no vio la división de las bolsas, pero a las 20 semanas seguramente aparecería, porque se podría ver mejor. Nos dijo que aunque fueran monoanmióticos, hoy en día, existen muchas posibilidades de que todo fuera bien. Las complicaciones vendrían cuando avanzara el embarazo a los siete u ocho meses, que lo mejor era realizar una cesárea entre las 32 y 35 semanas. ¡32 ó 35 semanas! Nos parecía tan pronto, van a ser muy pequeñitos, ¿cesárea? Yo que quería vivir mi parto. Pero pronto, mis pensamientos fueron hacia lo mejor para mis bebés y minimizar dentro de lo que pudiera los aspectos negativos.
Puertas se cerraban; no puede estar el padre en la cesárea, a mi marido la idea le preocupaba, cuando nació Diego, se miraron mutuamente y esa primera mirada que compartieron les unió para siempre. Investigamos en libros sobre el tema pero desgraciadamente en Canarias no existe ningún hospital que permita una participación de los padres en la cesárea.
Siguieron los controles, cada dos semanas, todo se desarrollaba estupendamente, mi preocupación era cómo iba a estar Diego con dos hermanos recién nacidos y cómo iba yo a satisfacer las necesidades de los tres, ya sabía lo que necesitaba un bebé, dudaba si sería capaz de tener en brazos a dos bebés y al mismo tiempo no abandonar a mi pequeño.
A la semana 22 se confirma, por el mejor especialista, que son monocoriales y monoanmióticos. Yo pensaba: no importa porque todo va bien, ellos nacerán pequeños pero todo va a ir bien, era lo que en realidad sentía, aunque mi cabeza sabía que había riesgo y que Dios podría tener otros planes para nosotros. Me informé sobre el método canguro, sobre la estimulación y la extracción de leche por si no tenían reflejo de succión, sobre fulares y mochilas para dos...
A la semana 24 me despierto manchando, me alarmo y vamos al hospital, mucho miedo pero esperando que no sea nada. La ginecóloga que me explora me dice que todo está bien, el cuello no se ha modificado y los bebés están bien, será un sangrado vaginal que no tiene nada que ver con el embarazo. Vuelvo a casa y hago vida normal, me canso mucho pero pienso que es porque son dos. Pasan dos días y me despierto con un sangrado mayor y con contracciones pequeñas, como vivo a una hora del hospital, pienso en esperar un poco a ver si se van, pero cada vez son más frecuentes así que nos vamos para allá. Cuando llego las contracciones eran cada 5 minutos, aunque no son muy fuertes. Me dicen que me voy a quedar porque tengo dinámica de parto, me dan medicación para que se paren. Disminuye la frecuencia y por la noche me llevan a planta, voy a estar unos días ingresada. ¡Oh no, mi Diego! Me va a echar mucho de menos.
Estuve cuatro días ingresada, las contracciones habían parado, todo parecía un susto, los bebés estaban bien y no había dilatado, parecía que en un día me iría a casa. La mañana del uno de octubre noté una contracción, ¡oh no, ya vuelven! No me voy a ir a casa, pensé, a ver si se van. Yo siempre tan valiente y no queriendo molestar. A las 11 de la mañana eran cada 10 minutos, toco el timbre y les digo: que tengo contracciones. A las 12 no me han venido a ver, ¡que tengo contracciones cada 5 minutos!, a las 12.30 viene la ginecóloga: que la bajen a paritorio para ver si son contracciones.
En paritorio me dicen: tienes dinámica de parto, has dilatado 1 cm. Te vamos a poner una medicación, que es tan fuerte que te pararán las contracciones. En tres horas ya podrás subir a tu habitación. ¿Tú marido está aquí? No, está en casa, es que tenemos otro niño. Silencio y la enfermera se va.
Por delante de mí pasa alguien a quien conozco. Es Aimón, una matrona que conocí en una conferencia de lactancia. Ella fue mi ángel de la guarda, gracias a Dios, estuvo a mi lado todo el tiempo. Aimón ¿Cuándo subiré a planta?, le pregunté. Ya verás que con esta medicación se irán las contracciones. Llamé a mi marido: Luis, cuando esté en planta te llamo para que vengas a verme con el niño.
A la hora, las contracciones son más seguidas, van y vienen, el dolor es muy intenso, Aimon me coge la mano, ¿no se van?
No, esta es muy fuerte, creo que estoy dilatando, mira que yo dilato muy rápido, con mi primer hijo tardé tres horas, estas contracciones ya las conozco, estas son de parto. Aimón va a buscar a la ginecóloga que me explora y me dice que tengo 9 cm. ¿Cómo puede ser? en tres horas tenía que estar en la habitación tranquilita con mis bebés en la barriga. Oigo a la ginecóloga decir: Quiten la medicación, vamos a paritorio. Aimón, por favor, llama a mi marido y a mi hermana, que vengan.
En ese momento le digo a la ginecóloga: no puedo parir. Si hay algo que había oído durante el embarazo era cesárea. Son monocoriales monoanmioticos, silencio, la ginecóloga se va. Aimón me dice que mi hermana ya viene y mi marido también (pero él está a una hora de camino) Le pregunto a Aimón que cuánto podrían pesar ¿700 gr? Me responde: Más o menos, lo que me deja llena de preocupación.
Cómo duele, no puedo ni pensar, vuelve la ginecóloga; he consultado tu caso, los bebés tienen 25 semanas, son poco viables, lo mejor para ti es parto vaginal. Sí, pero ¿y para mis bebés? yo quiero lo mejor para ellos. La pediatra se dirige a mí y me dice que son muy pequeños, poco viables. ¿Van a morir? , pregunto ¡No! dicen a la vez pediatra y ginecóloga. Si te hacemos cesárea con tan pocas semanas puedes perder tu útero. Pero yo no quiero tener más hijos, ¿estás segura? No sé, no puedo pensar. Las contracciones eran fortísimas. Vamos a paritorio o los va a tener aquí, gritan.
Cuánta gente hay a mi alrededor. Las contracciones son intensas,
G: ¡Empuja!
Mientras la ginecóloga mete las manos y aprieta hacia abajo, ¡Cómo duele!
G: ¡Empuja más!
Aimón me coge la mano: estás empujando fuerte pero poco tiempo, intenta alargarlo más.
Sé lo que me dice, me pasó igual con Diego,
G: ¡Empuja!
Pero ahora no tengo contracción.
G: Pues cuando te venga empuja.
Ahí viene, empujo, empujo más, qué alivio, se fue el dolor, sentí que salía disparado, ¿dónde está? veo las gafas de la ginecóloga salpicadas y ella pendiente del monitor por el otro niño,
Aimón: están atendiendo al niño, ¿lo ves?
Sí, le veo el pie, Lo tienen a mi izquierda en una incubadora, dos personas están con él, no llora, pero veo su pie aunque está inmóvil, alguien me dice que está vivo, imagino que fue Aimón. No hay dolor, pero estoy cansada, le digo a Aimón que no sé si seré capaz de empujar, ella ha estado cogiéndome de la mano todo el tiempo, qué buena, la necesitaba. En esto escucho que dicen: está transverso, se ha girado. La ginecóloga grita ¡mierda! vamos a quirófano, vamos, vamos. Me llevan corriendo empujando la camilla, Aimón con unas tijeras corta mi camisón y mi sujetador, me extienden las manos, me cogen vías. Ya estoy en quirófano, ni siquiera soy capaz de pensar, me están rasurando y oigo a la ginecóloga decir: vamos a escuchar porque si no, no abrimos ¿A qué se refiere?, ¿Gabriel puede estar muerto? me ponen la mascarilla y me piden que cuente.
Me cuesta abrir los ojos, estoy en un ascensor, veo a mi hermana (es enfermera), por fin alguien conocido, me dice: los niños están bien, ya los he visto. Sonia, se me olvidó decir que quiero dar lactancia materna, por favor, díselo. Estoy muy aturdida, lo siguiente que me acuerdo es estar con mi marido a mi lado, le veo y me pongo a llorar, ¿están bien? Pregunto.
L: Sí están en unas incubadoras, uno al lado del otro
Me dijeron que a lo mejor me quitaban el útero.
L: No todo ha ido bien.
¿Cuándo podré verles?
S: Ahora estás en observación, en unas horas te subirán a planta.
Miro a mi alrededor, veo otros enfermos con tubos y aparatos, un señor muy mayor que parece que le queda poco para morir, mi hermana se da cuenta y cierra las cortinas. No sé de qué hablamos en esas horas, supongo que de los niños, de Diego, lo que sé es que mi hermana estaba allí y mi marido me tocaba, me abrazaba y me decía que lo había hecho muy bien. Ellos habían llegado cuando me estaban realizando la cesárea, pero pudieron ver a Ángel.
Cuando llegué a la habitación, ahí estaba mi compañera embarazada de trillizos, esperando. Ya los tuve, le dije. Lo sé, me respondió. Silencio. Pero están bien, me dicen que respiran solitos, quiero verlos pero no me van a dejar moverme hasta mañana. Paciencia, me digo, no luches contra lo que no puedes, descansa y mañana por la mañana los ves. Me estimulo el pecho y veo las primeras gotas de calostro, ¡genial!, sé que debería sacarme pero estoy tan cansada, mañana por la mañana me saco y voy a verlos.
Por la mañana, saco calostro, unos 15ml de los dos pechos, no está mal, luego sacaré más, quiero levantarme, pero me dicen que primero me bañarán en la cama, luego intentarán sentarme. Cuando me siento, me mareo, creo que me voy a caer, la cabeza me da vueltas, así que otra vez a la cama, ¿cuándo podré verles?
24 horas después de que naciera Ángel me lleva mi hermana a verlos, ¡qué pequeños!, nunca podría habérmelos imaginado así, mis lágrimas caen por mi cara. Se mueven, están vivos, pero a mi cabeza venían la palabra feto, todavía tendrían que estar dentro. Pesaron 900 y 940 gr. y midieron 34 cm. Los días siguientes no paraba de llorar, aunque mi primer objetivo era sacarme leche y estar con ellos. Gabriel tomaba 1ml. Que luego irían aumentando, al día siguiente Ángel igual.
La leche no salía, me estimulaba e intentaba sacarme ocho veces al día pero emocionalmente estaba trancada, no aceptaba la situación, era una pesadilla, cuando me acostaba lo primero que pedía era que cuando despertara estuviera con mis bebés en la barriga y todo hubiera sido un sueño. Pero despertaba y ahí estaba: sola. Así que en esos días apenas tenía leche, lo que me hacía sentir peor, gracias a amigas de la lactancia que me decían que me relajara, que visualizara, comencé a poder extraer más leche.
Al cuarto día me dieron el alta, yo pensé: hoy voy a estar todo el tiempo con ellos. Era tan duro irme del hospital sin mis bebés, pero cuando llegué la enfermera por el portero: no puedes pasar, ven más tarde. Con lo que me costaba llegar caminando, al rato, no puedes pasar, así hasta cinco veces. Eran la una y yo no los había visto aún. Algo va mal, me repetía, pero no me dicen nada. Comencé a llorar y otro pediatra que pasaba me ve y me da ánimos, cuando le digo que no sé qué está pasando entra y sale para decirme que Gabriel está peor, le han entubado. No los vi hasta justo antes de marcharme del hospital. Ángel estaba bien pero Gabriel no se movía. Y así me tuve que ir. Al llegar a la puerta del hospital, lo primero que vi fue a mi hijo Diego corriendo hacia mí, contento de que me fuera a casa, esto hace que seas más fuerte. No le habíamos dicho que los bebés habían nacido porque queríamos hacerlo juntos cuando yo estuviera en casa (al hospital no había ido porque estaba con gripe y era peligroso que me la contagiara y yo a su vez a los bebés). Cuando me abrazó lo primero que hizo fue decirle a mi barriga, “cucú Ángel y Gabriel”. Yo miré a mi marido, tenemos que decírselo.
Esos días permanecí mucho tiempo al lado de Gabriel, hacía oraciones, le cantaba. Él estaba muy mal, había tenido un fallo multiorgánico, estaba muy hinchado, esos días no me atreví a tocarlo por miedo a que pudiera empeorar, ya que estaba muy inestable. Sabía que podía morir, pero yo esperaba que mi hijo fuera fuerte y lo resistiría.
A los tres días, el 9 de octubre de 2006, Gabriel se reunía con Dios, cuÁnto dolor cuando me llamaron de madrugada y me lo comunicaron, era una noticia que nunca pensé que llegaría. Cuando llegamos a la UVI, ya lo habían bajado al tanatorio. Fue horrible verlo sacar de una lata (caja de metal) con una sábana blanca que le tapaba la cara. No respira, pensé, aunque sabía que estaba muerto, no estaba preparada para verlo así. Recuerdo que lo cogí rápidamente y lo saqué de aquel sitio horrible, lo abracé, lo besé, le canté,... ¡cuÁnto me dolía el no poder haberlo hecho en vida! mi marido hizo lo mismo, nos sacamos fotos los tres juntos, quería tener un recuerdo de mi hijo en mis brazos, las guardo con mucho cariño. Al llegar a casa lo único que nos consolaba eran estas palabras:
“No te apesadumbres por la muerte de tu hijo, ni suspires ni te lamentes. Ese ruiseñor se ha remontado hacia el divino jardín de rosas; esa gota ha regresado hacia el grandioso océano de verdad; ese extranjero apresuró su llegada a su hogar nativo; ese doliente ser ha encontrado salvación y vida eterna.
¿Por qué has de estar triste y acongojado? Esa separación es temporal; ese alejamiento y esa aflicción se cuentan solamente por días. Lo habrás de encontrar en el Reino de Dios y habrás de alcanzar eterna unión. La compañía física es efímera, mas la asociación celestial es eterna. Siempre que recuerdes la unión eterna, perdurable, serás consolado y te sentirás dichoso.”(de los escritos bahá’ís)
Y rezaba para que Dios me diera fe y fuerza, porque sabía que sin Él no podría soportarlo.
Preparamos el entierro, fue precioso poder hacerlo tal y como nos gustaba. Pequeño velatorio para la familia, no quería dramas delante de Diego. Así que por la tarde fuimos al tanatorio, sólo los abuelos, los tíos, Luis, Diego y yo. Todos hicimos oraciones y Diego lo trataba como un muñeco, le besaba, le daba cochitos...Por la noche, en casa de mi madre preparamos el funeral; las oraciones que había hecho por él aquellos días, algunos textos sobre la muerte de bebés y terminando con una canción que suelen hacer los niños, pensé que era un bebe y que si estaba allí le iba a gustar. El entierro fue sencillo, pero muy emotivo, Diego ponía pétalos sobre el cuerpito de su hermano, nadie le dijo que lo hiciera, pero Él vio un ramo de rosas y comenzó a deshojarlas, luego lo pusieron en su sitio y comenzaron a ponerle tierra, estábamos tranquilos, Él se encontraba en las mejores manos, en un océano de luz. Recuerdo que cuando salía del cementerio pensé: céntrate en Ángel, él te necesita.
A Ángel pudimos conocerle durante más tiempo, le cantaba todos los días. Esas canciones que le canto a Diego, que fueron las que ellos oían cuando estaban en mi vientre. Le conté cuentos y hacía muchísimas oraciones, me pasaba el día en el hospital haciendo oraciones, no sólo por mi niño, también algunas por los niños que se encontraban al lado de los míos, mi corazón sentía un impulso a hacerlo. A los 10 días de nacer, la misma noche que murió su hermano, Ángel empeoró, le pasaba lo mismo que al hermano pero él era más fuerte, más resistente, más valiente. Fueron días muy duros, por la mañana estaba bien, por la tarde mal, luego otra vez bien,... los médicos no daban mucha esperanza, dos veces nos dijeron que se iba y luego se recuperaba. Tenía mal los pulmones, el corazón no funcionaba bien, los riñones se pararon y se hinchó como un globo, mi pobre niño. Yo quería que se quedara, le necesitaba, lo que más deseaba era cogerle entre mis brazos, besarle, decirle que le quería, darle el pecho, que pudiera disfrutar de las cosas de las que disfruta un bebé, de su madre.
Pero tampoco quería que se empeorara o que se fuera, ya se había ido Gabriel. Los últimos días ya me decían que podría quedar mal, yo era muy consciente pero pensaba que ya le daría la mejor respuesta, soy psicopedagoga y sé qué hay que hacer. Entre tanto, yo no paraba de hacer preguntas a los médicos y enfermeras, sabía para qué era cada aparato, qué medicación le daban, entre qué parámetros era bueno que estuvieran las tensiones, la saturación…, yo miraba la historia (al principio con disimulo, luego abiertamente), no lo entendía todo pero lo suficiente para saber si las cosas estaban mejor o peor. Algunas enfermeras no eran claras con la información. Algunos piensan que es mejor para los padres, esto puede ser, pero no era mi caso, esta vez yo quería saber exactamente qué era lo que pasaba con mi hijo, era angustiante y doloroso pero no se puede comparar ante la incertidumbre y la ansiedad que te da el no saber nada o el no poder verlo, lo que ocurría con frecuencia cuando te dejaban esperando en el pasillo.
La idea de no haber cogido en vida a Gabriel me hacía más valiente y pedía que me dejaran colaborar en sus cuidados, algunas enfermeras me lo permitían, ¡cuanto se los agradezco!, poder limpiar sus babas o una caquita me hacía sentir útil, me unía a él, me sentía su mamá. De todo corazón le agradezco al personal de la UVI pediátrica su paciencia y comprensión, hay muchas cosas que se pueden mejorar, pero también muchas positivas, las cuales guardo como mis mejores recuerdos, sobre todo la cercanía e implicación de sus pediatras; Ángel y Lali, así como el trato afectuoso y la profesionalidad de algunas enfermeras.
A las cinco semanas de vida parecía que comenzaba a recuperarse, se había deshinchado, la saturación y tensiones estables y mejorando, parecía que salía el sol. Mi niño se movía de nuevo, abría los ojos, ¡qué increíble era verlo con los ojos abiertos buscándome cuando le hablaba! Yo sonreía, me acuerdo que me decían que todavía estaba grave, pero notaba cómo no me podía borrar la sonrisa de la cara y la felicidad que sentía, gracias Dios mío. Y por la tarde de ese día otra pesadilla, los cultivos daban que tenía una infección, un hongo andaba por su sangre, se me borró la sonrisa y algo dentro de mí se paralizaba, empezaba a perder la esperanza, estaba cansada y pensaba ¿cómo puede durar tanto, cómo puede ser tan fuerte para soportar todo lo que ha soportado? esta vez no va a ser capaz de superarlo.
Al día siguiente estábamos igual que antes, hinchado, tensiones bajas, el oxígeno al 90 o 100%. Entre tanto habían dejado pasar a Diego a verlo, quien, cuando me veía preocupada y le explicaba que el cuerpo de Ángel no funcionaba, me decía: mamá yo voy, cojo a Ángel, lo saco de la incubadora y le arreglo su cuerpito, recuerdo que un sentimiento de gracia y ternura me inundó ¡Ojalá fuera tan sencillo!
Esos días, cuando me dirigía a Ángel, le hablaba de que si todo era muy duro para él, se reuniera con su hermanito Gabriel, que él le estaba esperando, que le guiaría hacia Dios y que sería feliz por siempre. También me decía estas palabras a mí misma, los dos nos estábamos preparando. Deseaba que fuera distinto, lo que más le advertía esos días a los enfermeros y médicos era que si por la noche pasaba algo, que esperaran a que llegáramos, que no lo mandaran al tanatorio, tantas veces lo repetí que ya me decían “sé que esto te preocupa,… pero vete tranquila” Esta vez quería encontrarlo tal como lo había dejado, en su incubadora, aunque ya estuviera sin vida. Y queríamos despedirnos, lavarle, besarle, acariciarle, decirle cuánto le queríamos…
La noche del 10 de noviembre, seis semanas después de su nacimiento, le dimos de cenar a Diego, como cada noche hicimos oraciones en la cama, le contamos un cuento y le dormí acostándome con él. Luego mi marido y yo nos fuimos al hospital, no le quedaba mucho, ese día me habían dicho que ya no había esperanza, que era cuestión de horas o días, Luis y yo habíamos hablado y nos gustaba la idea de que muriera en mis brazos, les pedí cogerlo, quería despedirme de él en vida, no se me iba la imagen del hermano en la lata. Cuando me dijeron que sí, me asusté, eso significaba que moría, comprendí que algo dentro de mí seguía teniendo esperanza, un milagro. Mi marido debió de notarlo y me preguntó ¿estás segura? La enfermera y pediatra nos dijeron que nos tomáramos nuestro tiempo, que no tenía que ser ya, que podíamos esperar, que ellas lo prepararían cuando nosotros se lo dijeran, nos quedamos a su lado hablándole y haciendo oraciones. Pero cuando volvimos por la noche, comprendí que era alargarle el sufrimiento, estaba morado por la falta de oxígeno y sus células se estaban muriendo, ya no se movía, ni reaccionaba. Luis y yo estábamos de acuerdo, pedí cogerlo en mis brazos. Lo cogí con gran dolor, pero ya no le sentía, era como si ya se hubiera ido. Se lo pregunté a la pediatra que me dijo que era porque le había subido mucho la sedación para que no sintiera nada. Ella había creído que yo le quería coger por mí. Si sé que no se iba a enterar, no le hubiera cogido, yo quería que me sintiera antes de irse, que sintiera los brazos de su mamá.
Él se marcho poco a poco, en mis brazos, yo lloraba, le besaba, le cantaba y me imaginaba a su hermano Gabriel esperando a su hermano y viendo cómo nos despedíamos. Mi marido a nuestro lado y con lágrimas hacía oraciones por su alma, cuando su corazón se paró, Luis le cogió en sus brazos e hizo lo mismo, luego yo lo lavé, le quitamos todos los catéteres y demás aparatos, lo envolvimos en una mantita y salimos para ir al tanatorio. Esta vez mi hijo estaba en una lata, pero a diferencia de su hermano, cubierto por una sábana mientras lentamente lo trasladaban con decoro en un carrito ante nuestros ojos. La imagen nos provocaba sentimientos de serenidad, de dignidad. Nos habíamos despedido y su cuerpo y su alma estaban tranquilos.
El entierro fue igual que el de su hermano, algunos textos, algunas oraciones, esta vez Luis quiso llevar su ataúd en brazos y también lo depositó en la tierra, un amigo, un hermano como muestra de cariño quiso enterrarlo y comenzó a echar paladas de tierra sobre su cajita, su “cunita”, gracias Jaime, fue un gesto inolvidable. Esta vez vinieron al entierro unos siete niños, hijos de nuestros amigos, pienso que se animaron después de ver lo bien que fue para Diego en el entierro de su hermano Gabriel y la imagen de niños alrededor de mi Ángel es muy agradable, niños despidiendo a nuestro niño. Terminamos con la misma canción del entierro de Gabriel:
“Tú eres mi lámpara y Mi luz está en ti, obtén de ella tu resplandor y no busques a nadie, sino a Mí. Pues te he creado rico y he derramado generosamente Mi favor sobre ti”
Nuestros bebés están uno al lado del otro, bajo tierra, tal y como deseábamos, sus cuerpos envueltos en las mantitas que tejió su abuela para ellos, pensando que abrigarían sus cuerpitos pequeños y ahora rodearán sus huesitos, esta imagen me llena de ternura y amor.
Nuestro sentimiento ahora es de agradecimiento a Dios por cómo sucedió todo. Nos dio dos hijos preciosos, nos dejó conocerlos, despedirnos y poder enterrarlos. Ellos vinieron y se fueron de este mundo rodeados de amor, del amor de sus padres, hermano, familia y amigos. Recuerdo que cuando Ángel se moría le comenté a una enfermera que me daba mucha tristeza el que nunca pude abrazarlo y ella me contestó que hay muchas formas de abrazar a las personas y que él seguro que se sentía abrazado con el amor de sus padres, esta idea me reconforta. Estamos seguros de que ahora son dos Ángeles, que están en un lugar especial, llenos de luz y que estarán ejerciendo su influencia en este mundo, ayudando a la humanidad. No los hemos perdido, los tenemos muy presentes y sabemos que algún día estaremos todos juntos.
‘Oh tú, madre bondadosa, agradece a la divina Providencia por haber sido librado de una jaula pequeña y oscura y, como las aves de las praderas, me he remontado hasta el mundo divino, un mundo que es espacioso, iluminado y siempre alegre y jubiloso. Por tanto, no te lamentes, oh madre, y no te apenes; yo no soy de los que se han perdido, ni he sido aniquilado, ni destruido. Me he librado de la forma mortal y he elevado mi enseña en este mundo espiritual. A continuación de esta separación está la compañía imperecedera. Tu me encontrarás en el cielo del Señor, inmerso en un océano de luz’. (de los escritos Bahá’ís)
NOTA: El amor y la vida nunca dejan de fluir, Ángel y Gabriel tienen ahora una nueva hermana: Eva Dora. FALTA LINKEAR