El nacimiento de Ani
Como un tornado y sin darnos tiempo a nada, así nació Ani, nuestra segunda hija. ¿Quién me diría a mí que el sueño que tuve dos días antes sería una premonición? “La placenta siempre nos espera” me contestó Clara con humor cuando les conté el sueño. Y así fue, fue la placenta la que les esperó, porque Ani no lo hizo. Le dimos la bienvenida en la intimidad de la familia y cumpliéndose la premonición, las matronas no llegaron al nacimiento, ésa fue nuestra pequeña gran aventura.
Para entonces ya llevaba un par de semanas con contracciones irregulares, que sabía que no eran de parto, pero que sí eran señales de que mi cuerpo se estaba preparando. No me quedaba más que verlo como algo positivo, aunque para mí era bastante molesto y, para qué mentir, también desesperante, porque a pesar de las contracciones, el parto no sucedía.
Sin embargo, la contracción que me despertó aquel sábado por la mañana el 17 de marzo, fue diferente y enseguida la reconocí: una contracción que se presentó tímida al principio, pero que desapareció dejando una sensación aguda e intensa al irse. Automáticamente miré al reloj, para comprobar que, efectivamente, el parto había comenzado, ya que contracciones similares fueron siguiendo cada diez minutos a aquella primera contracción.
Miré a un lado y vi cómo Itzea, nuestro tesorito de tres años, dormía plácidamente. Kenari también dormía, pero pronto despertaría y se levantaría de la cama. Así que esbozando una sonrisa decidí que durante un rato aquél sería mi secreto, secreto que guardé con ansia, deseo y emoción, como una niña que guarda un pequeño tesoro en el bolsillo.
Aproveché los últimos minutos antes de levantarme para conectar con Ani, para explicarle lo que ella ya sabía perfectamente, que iba a nacer, y para decirle que yo estaba allí con ella. Lo hice con esa calma y esa templanza que a veces conseguimos tener las madres y los padres para tranquilizar a nuestras criaturas, sin siquiera saber realmente lo que vendría después.
Llegué a lo más profundo de mi cuerpo, a mi matriz, a mi útero, y allí la encontré: “Parece que has decidido nacer hoy, ¿verdad Ani? De acuerdo. Pues esto que estamos sintiendo son contracciones. Han empezado suaves, pero sentirás cómo cada vez serán más fuertes. Tiene que ser así, maitia, para que tú puedas nacer. Las llevaremos entre las dos, lo haremos juntas. Si quieres podemos tomárnoslo como un juego. O también podemos pensar, cuando venga una contracción, que nos hemos encontrado con alguien, una vieja amiga que hacía tiempo no veíamos, y sentirás cómo te abraza largo y fuerte. Párate en ese abrazo, sumérgete en él, y siente cómo poco a poco se va aflojando, soltando, despidiendo. Así será, una y otra vez. Vamos allá.”
La pequeña vocecita de Itzea y sus ojitos todavía adormilados me hicieron volver al mundo exterior. Todavía se estaba recién despertando cuando le susurré que su hermana pequeña iba a nacer esa misma mañana y que en pocas horas la tendría entre sus brazos. Qué emoción en su sonrisa, cuánta ilusión en su mirada. Cruzó la casa corriendo como un rayo hasta la cocina, para contarle a gritos a su padre ¡que Ani iba a nacer! Una mirada de complicidad entre Kenari y yo, un abrazo y un beso de esos que lo dicen todo, y nos pusimos en marcha.
No tenía apetito y no desayuné, así que directamente fui a ponerme ropa cómoda y a cerrar las ventanas que habíamos abierto para airear la casa. Era una mañana preciosa que olía a primavera y pensé en cuánto me gustan esos días de invierno frescos y soleados, y en cuánto se parecía con el tiempo que hizo el día de mi primer parto. Sería lo único en lo que se parecerían.
Aproveché mientras tomaba un zumo de naranja para escribir a las matronas por el móvil y decirles que el parto había comenzado hacía aproximadamente una hora, con contracciones cada diez minutos, pero que todavía no estaba para nada en el “planeta parto” y que iríamos avisando. También llamé a mi madre para lo mismo, y le dije que dejara los planes que tuviera para aquella mañana y que estuviera atenta a nuestras llamadas, ya que habíamos acordado que estaría en casa con nosotras en el parto, para hacerse cargo de Itzea.
Entre contracción y contracción yo jugaba con ella en la alfombra. Yo estaba maravillada con la tranquilidad que transmitía, la naturalidad con la que me miraba y me acariciaba cuando me venía una contracción y me acurrucaba en el suelo. Pero poco me duró a mí la tranquilidad. Las últimas contracciones habían sido bastante agudas, y Kenari, mientras ponía la calefacción y la música, había observado que tenían un intervalo de 5 minutos, y así se lo hizo saber a las matronas.
Ya en la habitación, en la cama, las contracciones se estaban volviendo más y más intensas. Yo no entendía por qué el dolor era tan fuerte, si el parto acababa de empezar. No encontraba una postura cómoda, no podía controlar la respiración, no me concentraba. Por momentos quería la música más alta, para que me ayudara con el ritmo, y un instante después quería que se apagara. Los masajes que me daba Kenari en la cadera no me ayudaban y me ponía más nerviosa. Sentía mucho frío, pero la ropa me molestaba, y no reconocía mi cuerpo, no reconocía el parto.
Itzea seguía tan tranquila jugando en el salón ella sola. De vez en cuando se acercaba y me acariciaba, me daba un beso y se iba. Aun así yo no estaba tranquila, y viendo que aquello iba muy rápido, le dije a Kenari que llamara a mi madre para que viniera y estuviera con ella.
Las contracciones eran muy seguidas, demasiado seguidas, y yo lo estaba llevando muy mal, o más bien no lo estaba llevando, no podía llevarlo. ¡Joder! Volví a intentar centrarme en la respiración para llevar las contracciones, pero era imposible. Aquel dolor era de otro mundo, era de otro nivel. No podía con él. Era como si una ola gigante me devorara, mi cuerpo hacía de mí lo que se le antojaba y yo no podía escapar. Y otra contracción, y después otra, y yo gritaba. Llegó un momento en el que no pude más, rogué ayuda no sé a quién y empecé a llorar, de miedo, de desesperación. Por primera vez en mi vida sentí miedo al parto, un miedo primitivo que jamás había sentido: era miedo a ese dolor tan bestial e irreconocible, miedo a lo desconocido, a no saber lo que ocurriría, a… ¿morir?
Entonces llegó mi madre a casa. Sentí cómo me acarició la espalda y me dio un beso en la nuca, y salió de la habitación. Yo no pude decirle nada, no podía hablar, tumbada, encorvada en la cama, ni siquiera podía levantar la cabeza, estaba totalmente abatida, agotada.
Y entonces vino LA contracción que convirtió mis gritos en algo que no tiene nombre, un sonido que jamás podré reproducir ni explicar con palabras, pero que seguro muchísimas mujeres lo reconocerían. “Llama a las matronas” supliqué con aquella voz tan salvaje, tan primitiva. No importaba, ya era tarde. Aunque nosotrxs no lo supiéramos, las matronas ya estaban de camino, pero no llegarían a tiempo.
Kenari cogió el teléfono y llamó a Josune, para tirar por los aires el teléfono en ese mismo instante cuando me escuchó. Aquella siguiente contracción fue algo descomunal, muchísimo más fuerte, sentía que me rompía, que me partía. Grité como una bestia y de repente la bolsa se rompió. Mi ropa, las sábanas, todo estaba empapado y… ¡mierda! Líquidos teñidos, las aguas estaban sucias, teñidas de meconio. Kenari empezó a limpiarlo todo con toallas, a limpiarme a mí, pero aquello era horrible, no me estaba gustando nada, sentía que algo iba mal y el miedo se apoderó de mí. “¡Déjame, déjame!” pedía sollozando, “se acabó, aquí se acaba nuestra aventura. Cuando lleguen éstas (las matronas) nos vamos arriba (al hospital). ¡Joder! Quiero limpiarme, quiero ir a la ducha. ¿Ani? ¿Estás bien? Enseguida terminará todo, ¿vale? Todo saldrá bien, ya lo verás. Tú tranquila, tú tranquila cariño”.
Como pude, conseguí levantarme de la cama para ir a la ducha. Pero en el mismo momento que me puse de pie, en un movimiento instintivo, llevé la mano a mi vulva, y sorpresa: toqué la cabeza de Ani. Y fue entonces cuando todo cambió, emergí de las olas, sentí como mi alma y todo mi ser se empoderaban, porque entendí que mi hija ya iba a nacer, y supe que las matronas no llegarían, que lo tendría que hacer yo sola. Fue en ese instante cuando asumí la situación, y pasé de tener miedo y no comprender lo que estaba ocurriendo, a sentirme fuerte y segura de mi misma. Sabía que aunque el líquido fuera teñido, ya no pasaba nada, porque Ani iba a nacer. En aquel momento no necesitaba la ayuda de nadie para parir a mi cría, ni siquiera la ayuda de las matronas, o al menos eso fue lo que sentí: que yo sabía cómo hacerlo, que mi cuerpo ya sabía cómo hacerlo. Y con esa toma de conciencia y con una confianza total y absoluta en la sabiduría de mi cuerpo, me preparé para dar la bienvenida a nuestra hija.
Mi objetivo era llegar a la ducha. Tal vez por el recuerdo tan bueno del nacimiento de Itzea en el agua (en una bañera de partos, en casa), o tal vez porque yo sea más de agua que de tierra, no lo sé, pero estaba delirando con el agua, y como no había tiempo para llenar la bañera, necesitaba que al menos cayera agua a mi cuerpo de algún lado, necesitaba sentir el agua.
La distancia entre la cama y la ducha se me hizo eterna, infinita. Necesité la ayuda de Kenari para hacer aquellos dos o tres metros. Iba a rastras y físicamente me sentía como una perra apaleada y malherida, pero confiada y segura de mí misma.
Entonces escuché unos pequeños pasitos que se acercaban rápidamente, y automáticamente pedí a Kenari que cerrara la puerta, justo a tiempo para que Itzea no pudiera verme. No en aquella situación. Desde que supe que estaba embarazada, incluso antes, tenía muy claro que quería que ella estuviera en el parto, que lo viera, que lo viviera. Y sé que ella estaba preparada, llevábamos trabajándolo durante muchas semanas. Pero en mi mente tenía una imagen idealizada que en aquel momento no era real. Yo quería que Itzea viera a su hermana nacer, en un nacimiento bonito y un parto poderoso, donde yo me sintiera fuerte, grande y poderosa, como una diosa, igual que me sentí en su nacimiento. Sin embargo, arrastrándome por el suelo y toda llena de meconio, la imagen en ese momento debía ser bastante lamentable, o así lo creía yo al menos, y sentí que no quería que mi hija viera así a su madre.
Ya en la ducha, en el suelo, me relaje, respiré y esperé. La cabeza empezó a coronar y sentí cómo me quemaba el “aro de fuego”, que no recuerdo haber sentido en mi primer parto. Al mismo tiempo el placer que me producía el agua ardiendo que caía por mi espalda era inmenso, y por primera vez en el parto me sentí a gusto de verdad, creo que fue de los únicos momentos en que realmente disfruté el parto, los últimos minutos del expulsivo. Quieta, en calma y atenta a la vez, esperaba el momento en que mi hija naciera. Y así, de rodillas cogí la vida, y en un único pujo recibí a mi hija, con mis propias manos, en aquel charco de sangre.
Ani lloró fuerte e intenso en su primer grito. Comprobé que tenía la carita y la cabeza muy limpias, sólo tenía un poquito de meconio en la espalda, nada más, y tenía un color maravilloso, así que estaba bien, estábamos bien. No podía sino sonreír cuando la miraba entre mis brazos.
Entonces sí abrimos la puerta, y primero apareció mi madre, con una enorme cara de sorpresa, se llevó la mano a la boca, y no sé exactamente si fue un lloro o risa, o una mezcla entre ambas lo que hizo. Nos taparon con unas toallas y enseguida llegó Itzea. Fue precioso verla venir, con esa cara no de sorpresa, sino la cara de quien no sabe lo que se va a encontrar, que enseguida se convirtió en una mirada curiosa, y sin reparar en la sangre ni en ninguna otra cosa que hubiera allí, y con total naturalidad, se acercó a Ani, le tocó la cabecita mojada y ensangrentada muy delicadamente, y la besó. “Es mi hermana, es mi hermana para siempre” dijo. Fue un momento tan feliz.
A partir de ahí me levanté de la ducha, Ani y yo nos limpiamos en la bañera y enseguida llegó Clara, que me ayudó ir a la cama, ya con sábanas limpias gracias a Kenari y a mi madre. Josune también llegó en pocos minutos. Entre risas y comentarios, sólo quedaba el alumbramiento.
Fue mi madre la que, nerviosa a la par que emocionada, cortó el cordón umbilical. Ani ya estaba enganchada al pecho, así que enseguida empezaron los entuertos, intensos y muy dolorosos pero efectivos, y en poco tiempo salió la placenta. No tenía ningún desgarro, ni un rasguño.
Una vez terminado todo y sentada en la cama, mis brazos, mis piernas, todo el cuerpo me temblaba a causa de la adrenalina y me costaba respirar porque sentía mucha angustia, como un gran nudo en el pecho. Hicieron falta varios días y muchas conversaciones con Kenari sobre el desarrollo del parto, revisando una y otra vez todas las secuencias de cómo había ocurrido, para poder asimilarlo todo y que esa sensación de susto y de angustia desaparecieran del cuerpo. A pesar de todo considero que mis dos partos han sido experiencias muy positivas.
Una de las cosas que más me fascinó esta vez fue la actitud de Itzea, la atención con la que observó la salida de la placenta y cómo ayudó a las matronas a despiezarla, haciendo de matrona ella también, con unos guantes que encontramos y la luz frontal en la cabeza. Después apuntaba cosas en un cuaderno y me decía que todo estaba bien. Cómo le gusta el teatro.
Itzea, bihotza, ha sido precioso haber compartido contigo todo este proceso, desde que supiste que estaba embarazada. Agradeceré eternamente haber vivido esto en familia, al completo, esa naturalidad que mostraste en todo momento con tus 3 pequeños “grandes” añitos y el temple que tuviste cada vez que yo me acurrucaba o gritaba en una contracción. Guardaré en mi corazón cada caricia y cada beso que me diste durante el parto, y seguramente tú no los recuerdes cuando crezcas, pero yo nunca los olvidaré.
Itzea me enseñó que el parto puede ser suave, como bailar entre las pequeñas olas del mar, en una playa solitaria al atardecer. Ani me ha enseñado que el parto puede ser brutal, un tornado que te atrapa y te sacude, que se forma a través de tu cuerpo.
Hasta ahora decía que en mi primer parto “abandoné el cuerpo” dejando que mi hija naciera, creyéndome dueña de él, y ahora sé que en mis dos partos el cuerpo nunca me ha pertenecido y que, en ambos casos, mis hijas lo han utilizado a su antojo, cada una a su manera, como recurso para venir al mundo, a la vida. Aun así estoy segura de que la experiencia de aquel primer parto, tranquilo y gozoso a la par que profundo y poderoso, ha sido fundamental para poder superar el miedo en este parto inasistido, más rápido y salvaje, de poco más de dos horas, y empoderarme en el último momento.
No era nuestro deseo ni en ningún momento decidimos tener un parto inasistido. Por eso no me gusta escuchar que somos valientes. Considero que el parto no es una cuestión de valentía, sino de que cada cual mire a su interior y conozca sus miedos, deseos y necesidades, para poder elegir la opción que realmente sea la más adecuada para ella y su familia. Nuestra familia optó por un parto en casa y para nada fue lo que esperábamos. Ocurrió así, y lo tomamos tal cual nos vino, porque a veces el parto sucede, como quien pare en el coche o en plena calle, y sólo nos queda recibir la vida, tal cual viene. Realmente cada parto es un viaje lleno de aventuras.