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EL NACIMIENTO DE BEATRIZ, 2005

Después de que naciera Gema las diferencias entre su padre y yo se fueron haciendo cada día más grandes y la situación llegó a ser insostenible. Con mucho pesar, pensando que rompía una familia, decidí separarme de él y centrarme en mi trabajo y mis hijas. Dos afortunados errores. Me mudé a Alcázar de San Juan y no se rompió una familia, si no que mis hijas encontraron los fines de semana el padre al que no veían casi nunca, porque, según dijo, a quien no quería ver era a mí y por eso no estaba nunca en casa. Y tampoco me quedé sola, pasó lo que suele pasar, y chica encuentra chico, chico conoce niñas, chico acepta vivir todos juntos,... Y claro, chico también quiere niños. Yo encantada, ya nada más nacer Gema pensé que aquello lo tenía que repetir, así que manos a la obra y al cabo de un año estaba otra vez embarazada.

Esta vez no esperé a estarlo, ya antes dije lo de “hijos los que quieras, pero al hospital no voy”. Le conté mis experiencias anteriores, hablamos mucho de las posibilidades, comentamos nuestros puntos y quedó claro que ir a Acuario estaba un poco fuera de nuestras posibilidades. Ya no éramos tres, si no cuatro y Beatriz tenía que nacer en Mayo, cuando aún hay colegio, y no parecía prudente que con 8 y 6 años faltasen tanto tiempo. Las opciones se redujeron a una: parir en casa.

Localicé a la ginecóloga que me había atendido (haciendo las fotos) en el parto de Gema y me habló de un Matrón en Albacete que acababa de iniciar su andadura de los partos en casa. El matrón, nos invitó a conocerle en su casa de Albacete y allá que fuimos. Mi chico expuso sus dudas. El matrón fue muy sincero: llevaba casi 20 años atendiendo partos en hospitales, pero en casa sólo había atendido uno, que estaba dispuesto a acompañarle si era necesario. También conocía a la ginecóloga y ella le tranquilizó, le dijo que conmigo no iba a tener problemas porque me había desenvuelto muy bien con Gema y creía que esta vez sería igual. Y así fue como decidimos entre todos embarcarnos en esta aventura. Para mí el primero en casa, como siempre quise, para él el segundo que atendía así y para mi chico, lleno de miedos el pobre, el primero de todo.

Como siempre se acercaba la fecha probable de parto y yo ya investigaba por las mañanas a ver cuándo se notaba algún cambio. Salía de cuentas el viernes 20 de mayo y seguía yendo a trabajar todos los días. El jueves, mientras instalábamos el motor para el riego empecé a notar contracciones y le dije al mayoral “No se si no pariremos hoy”, pero no. Llegué a casa y lo conté. El futuro papá se puso muy nervioso, preguntando “¿Qué hacemos? ¿Llamamos? ¿Cómo estás?” y yo decía: “Tranquilo, espera, ya lo iremos viendo”. Me acosté y no pasó nada. Lo vi como un día de descanso en el que aprovechamos para pegarnos una buena mariscada los cuatro juntos y pasar una tarde muy agradable. Por la noche vino una contracción de las de parto. “Jo!”, pensé “con el sueño que tengo.” Y me fui a la cama. Pasé toda la noche mirando el reloj del despertador. Las contracciones venían cada hora, eran soportables, pero eran de parto, sin dudas.

Por fín me levanté sobre las siete de la mañana del sábado (40+1 y sábado). Fui al baño, a ver cómo iba la cosa y entonces llamamos al matrón. Había empezado a dilatar. Cuando llegó ya estaba de algo más de cuatro centímetros. Empezamos a preparar la casa, apartando la mesa y colocando alfombras y empapadores en el suelo del salón. Mi chico bajó a hacer la compra porque estábamos pelados, y mi hermana llegó con la cámara.

El matrón tenía un don especial para pillarme siempre con la cara comprimida. “Siempre me pillas en el peor momento” le dije, y él me contestó “No, en los más intensos”. Tenía razón. El dolor iba aumentando y recordé lo bien que se me dio en la bañera, así que la llenamos de agua y me metí. Con lo pequeño que era mi baño y cuánta gente cabía ese día! El matrón, sentado sobre la taza nos miraba, las niñas iban y venían y el inminente papi alternaba las visitas al baño con la colocación de la nevera. Y mi hermana, cámara en mano, haciendo una foto por aquí y otra por allí.

Pero la bañera era demasiado pequeña, así que tuve que salir y empezar a buscar postura. Teníamos una silla de partos. Lo intenté y fue imposible. ¡Que cosa más incómoda!. Luego en cuclillas, pero con la tripa parecía una peonza y me caía hacia los lados. Me levanté, me agaché, me volví a levantar. Recordaba a una de mis gatas cuando paría, probando antes todos los rincones de la casa. Finalmente mi chico vino a sentarse cerca de mí. A gatas me apoyé en él y así fue como empezó el expulsivo.

Nuria y Gema se asomaban sin pudor diciendo “ya la veo!” “ya sale” y mi hermana, también sin pudor, hacía fotos que pocas veces enseñaré. Yo contestaba “No, aún le falta”, pero Nuria y Gema insistían a coro “que sí, que ya sale!”. Hasta que la bolsa se rompió, salio un poco de líquido muy claro y luego su cabeza se instaló en mi vagina. Esta vez si creí que me iba a desgarrar y lo dije. El matrón, detrás de mi, me tranquilizó “No, tranquila, todo va bien”. Y otra vez con mi mano derecha dejé que su cabeza fuera saliendo poco a poco. El papá sonrió. La niña estuvo así un poquito, hasta la siguiente contracción, y con ella el cuerpo se deslizó hacia fuera. Una mano el matrón y otra yo, la cogimos y él me la pasó. Me senté con ella, él se retiró un momento y esa es la foto que se puede enseñar. De nuevo sin prisa esperamos que el cordón dejara de latir.

Entonces vino el momento de más miedo para mí. Había que cortarlo y el matrón le ofreció al reciente padre que lo hiciera él. Yo tenía un ruguño de toalla encima de mi tripa que no me dejaba ver, y veía la mano temblorosa de mi chico, aún no repuesto, debajo de la toalla blandiendo unas tijeras. Temí que me cortara a mí en la pierna en lugar del cordón, pero por suerte no pasó. La placenta salió por si sola.

Recogimos, pusimos la mesa y mientras la niña mamaba por primera vez, papá nos hizo la comida. Nunca olvidaré el menú: coliflor y merluza rebozada. Y después una pequeña siesta, antes de que el resto de la familia llenara la casa con la visita oficial.

Quedó muy claro: nos habíamos ahorrado los viajes, las maletas, el alta, estábamos en casa. Y nuestra hija había nacido en el mejor lugar, rodeada de todos los que la quieren. Pedro se quedó hasta tarde, para comprobar el volumen de la hemorragia y mi tensión. Volvió a los dos días, para comprobar el buen estado de las dos y a las dos semanas, como hacen en cualquier centro de salud. Todo estupendo.