EL NACIMIENTO DE CARLOS
Han pasado dos años desde mi parto y, aunque he hablado mucho del tema, es ahora cuando he sacado fuerzas para juntar las palabras necesarias para completar el relato.
No sé en qué momento de mi vida decidí que cuando tuviera un hijo quería lo que se suele llamar un “parto natural”. Quizá fue durante el año en que viví en Londres, cuando algunas mujeres que conocí comparaban sus partos “de pesadilla” en España con lo “maravilloso” de la experiencia en el Reino Unido.
El caso es que cuando cinco años después me quedé embarazada comencé a informarme en profundidad. Asistí a reuniones de El Parto es Nuestro, tomé notas en las clases de preparación al parto y diseñé un plan de parto visual, esquemático y muy claro para que, en un golpe de vista, los sanitarios que me atendieran pudieran saber qué SÍ y qué NO.
Pero me equivoqué. No hice caso a quienes me advirtieron de que “si quieres eso, allí no vayas”. Porque en la visita al hospital todo parecía acorde a lo que yo deseaba para mi parto salvo un par de detalles: la vía sistemática nada más ingresar y la separación en caso de cesárea. Yo pensé que ya sería mala suerte acabar en cesárea. Y no calculé que es mala suerte en condiciones normales, pero que en ese hospital acaban en cesárea uno de cada cuatro partos. Así que tenía muchas papeletas.
Cumplí la semana 40, fui a monitores y nada. Cinco días después, a las 2 de la mañana, noté humedad, fui al baño y vi que se me había roto la bolsa. Volví a la cama, pero a las 4 de la mañana ya no conseguía dormir así que me levanté para sentarme en mi pelota y moverme. A las 6 se despertó mi marido para ir trabajar y le dije que se fuera porque aún no estaba con dinámica de parto y tenía miedo de llegar al hospital demasiado pronto. Las contracciones eran muy esporádicas, pero el temor a una infección o a que algo saliera mal por mi imprudencia, me llevaron a ir al hospital finalmente a las 12 del mediodía.
Son curiosos los protocolos del hospital. Me presenté en el mostrador de urgencias de ginecología, donde me recibieron para ir a monitores solo unos días antes, y me dijeron que, “por protocolo”, no me podían atender sin pasar por las urgencias del hospital general, que saliera, rodeara el edificio y entrara por la otra puerta. Y eso hicimos. Aproveché para comer algo, esperé media hora a que me llamaran de urgencias y entonces me dijeron que “por protocolo” me tenían que llevar en silla de ruedas hasta la maternidad.
Cuando me atendió la primera matrona yo, tonta de mí, no le di mi plan de parto. Ella me decía que ya tendríamos tiempo para eso y yo no le di más importancia. Decidieron hacerme un exudado para ver si de verdad había roto aguas y me preguntaron si no me importaba que llamaran a algunos compañeros porque han cambiado el sistema de tomar la muestra o no sé qué y que así se lo enseñaban. Di mi consentimiento y en un par de minutos me encontré abierta de piernas delante de 10 ó 15 personas. Me lo tomé a risa, dije que mi desnudo iba a ser más famoso que la portada de Interviú. Pero en seguida se me pasó el buen humor cuando al hacerme un tacto para ver de cuánto había dilatado me practican la maniobra de Hamilton que en mi plan de parto aparecía con un enorme NO en rojo. Pero claro, como aún no había entregado mi plan y no me pidieron consentimiento, no pude decir nada. No me quería quejar para no empezar mal, así que me aguanté.
Me preguntaron que a qué hora había roto aguas. Les dije que a las 8 de la mañana, lo anotaron y me dijeron que me moviera para “animar las contracciones”. Y en esas estuvimos mi señor esposo y yo, desde las 2 de la tarde hasta las 2 de la mañana paseando por el pasillo de la maternidad. Doce horas paseando y paseando, parando en cada contracción, anotando para ver si se hacían más regulares y estables. Cuanto más andaba, más contracciones tenía, pero si paraba, ellas también paraban. A las 2 de la mañana me recomendaron acostarme y nos fuimos “a dormir”. A las 4 no podía dormir, las contracciones, aunque iban más lentas, no me dejaban descansar así que me puse de nuevo en marcha. Las matronas de guardia me dijeron entre risas “¿ya estás otra vez?” y a las 6 de la mañana me dijeron que hiciera el favor de acostarme, que hiciera lo que hiciera ya, a las 8 de la mañana me iban a inyectar oxitocina.
Yo quería un parto con el menor número de intervenciones posibles y de repente en mi cabeza se sucedían los acontecimientos: oxitocina, dolor, epidural, monitorización interna, fórceps, episiotomía, cesárea. No sentía miedo, sentía rabia. A la matrona que vino a las 8 a tomarme la temperatura o la tensión, no recuerdo, le pregunté que si era posible tener un parto con oxitocina y sin epidural, que si conocía a mamás que lo hubieran aguantado. Y me dice que no, que con la oxitocina todo el mundo se pone la epidural, que no pasa nada por ponerse la epidural y que si quería un enema. [Mi plan de parto: Enema NO]. Por segunda vez desde que ingresé dije que no, que gracias.
Me dieron de desayunar y me dijeron que ya no podría comer nada más (aunque sí me permitían tomar líquidos). A las 10 me pusieron la oxitocina. A partir de ese momento me atendió una nueva matrona, E.. La primera que demostraba haber leído mi plan de parto, que me respetaba y me animaba a conseguir el parto que deseaba (pese a lo que había surgido). Cuando entramos en dinámica de parto y conseguí dilatar 4 centímetros, me retiró la oxitocina, lo cual le agradeceré eternamente. Dilataba lentamente, pero dilataba, hasta que a las 9 de la noche E. me comunicó que cambiaba el turno y que me tenía que volver a poner oxitocina.
E. sabía perfectamente que el nuevo turno no iba a ser tan comprensivo con mis ritmos como lo había sido ella. La nueva matrona (no recuerdo su nombre, creo que ni se presentó) en seguida empezó a quejarse de que aún siguiera allí y decidió que la oxitocina debía estar más alta. Yo le rogué que por favor no me la subiera más, que podía aguantar más tiempo con la oxitocina baja, pero que no podría aguantar el dolor de tenerla tan alta aunque fuera solo por un par de horas. Me dijo que entonces me tendría que poner la epidural “porque no tenía ni idea de lo que me quedaba aún” y yo le dije que si había aguantado hasta los 9 centímetros sin epidural, aguantaría ya lo que me quedara. Discutimos, no recuerdo los términos, pero sí sé que finalmente accedió a no subirla y se fue airada y muy enfadada. A las dos horas volvió y en el nuevo tacto me dijo que estaba de 9 centímetros y medio (¡qué precisión al medir!) y volvió a sugerir que había que subir la dosis. Volví a negarme y se fue, de nuevo, enfadada. A la media hora sentí pujos y pedí a mi marido que la llamara. Él la llamó, pero a ella le parecía pronto, así que vino una hora después de que la hubiéramos llamado. Confirmó entonces que, efectivamente, estaba de 10 centímetros. Me explicó cómo tenía que empujar y yo, madre primeriza y, por lo visto, inútil para parir, no conseguí hacerlo con los ritmos y las respiraciones que ella proponía. Tras tres pujos “fallidos” se volvió a marchar enfadada. Y allí se quedó la auxiliar (doy gracias a todas las auxiliares que me acompañaron, lo mejor de mi parto junto a E.) enseñándome, con paciencia, cómo le gustaba a esa matrona que pujáramos las mamás. Se despidió cariñosamente, animándome a hacerlo así de bien la próxima vez que volviera la matrona.
Pero la matrona no volvió. Desconozco el motivo, pero a partir de ese momento me atendió un tal B.. Estuvimos empujando un rato y, como no pasaba nada, me dijo que sospechaba que el niño no estaba bien colocado y la cabeza no había bajado lo suficiente. Entonces decidió que debía acostarme, apoyada sobre el lado izquierdo y con las piernas cruzadas durante una hora para que el niño se girara. Yo estaba agotada y accedí, necesitaba descansar. Obviamente aquello no fue un descanso: cada contracción sin poder empujar era una pesadilla. Pero aguanté hasta que regresó, me volvió a animar a empujar y me dijo que, como no había habido mejoría, iba a llamar a las ginecólogas para hacerme una cesárea porque ya llevaba tres horas con dilatación completa y el niño no había nacido. Yo no me lo podía creer, me parecía una broma pesada. Si hubiera sabido que solo tenía tres horas para parir a mi hijo nunca hubiera accedido a quedarme una hora tumbada sin moverme para intentar que girara. Llegan las ginecólogas y me confirman que es el protocolo del hospital y que me van a preparar para la cesárea. Y aquí empieza lo más surrealista: empiezan a tomarme las huellas dactilares, a preguntarme el nombre que le voy a poner al niño, mi número de DNI… un montón de datos que, sinceramente, me podían haber preguntado en algún otro momento durante los dos días que llevaba ingresada con la bolsa rota.
Recuerdo que estaba indignada con el trato, enfadada por haberles hecho caso, por no haberme sabido imponer, por no haber conseguido mi parto, por no haber ido a otro hospital… Pero no recuerdo contracciones. Imagino que en ese momento mi dinámica de parto debió de bloquearse porque dejé de sentir dolor. Solo sentía impotencia e incredulidad.
Y entonces conocí al villano de esta historia: el anestesista. Lo primero que le escuché fue una reprimenda a las ginecólogas porque era la tercera vez aquella noche que le despertaban. Les sugirió que la próxima vez nos “juntaran” a todas las parturientas para ponernos las anestesias en serie. Después me reprendió a mí porque haber tomado líquidos en las últimas 12 horas. Entonces me puso la raquídea (no me moví ni un milímetro y en dos minutos la tenía puesta) y se pasó todo el tiempo que estuvieron preparando mi barriga para la intervención recordándome que si me movía, si chillaba, si gritaba, si me quejaba o si hacía preguntas o si les molestaba de cualquier manera, me pondría una anestesia general y no vería a mi hijo hasta por la tarde, 12 horas después de la cesárea.
Obviamente, no me moví. Soy una mujer fuerte y valiente, no tenía miedo. Quería que aquello acabara lo antes posible, nada más. Lo que más rabia me dio fue que la primera en coger a mi hijo fue la matrona con la que había estado discutiendo durante los pujos. Le cogió y se le llevó. Le limpió (NO, decía mi plan de parto), le hicieron aspirados nasales (NO, decía mi plan de parto), le pesaron y midieron (NO, decía mi plan de parto) y no sé qué más porque no veía a mi hijo. Nadie me había dicho que todo había salido bien (solo le asomaron unos segundos por encima de la cortinilla que me impedía ver mi tripa) y yo le oía llorar. Pregunté, entre sollozos, si estaba bien y que por qué no me le dejaban ver. Mi amigo, el anestesista, me dijo que claro que estaba bien, que si es que no le oía llorar…
Entonces me le trajeron y solo en ese momento me di cuenta de que me tenían maniatada. Había estado tan concentrada en no moverme que no me había dado cuenta. Me desataron el brazo para dejarme coger a mi hijo. Le tuve 30 segundos encima mientras me regañaban por no haberme quitado las gafas durante la intervención. Así de humano fue todo.
Mi hijo se quedó con mi marido. Es curioso porque a las madres nos dejan hacer el piel con piel tranquilamente en la habitación donde hemos estado dilatando y donde parimos. Pero al tratarse del padre, le hicieron vaciar la habitación de la dilatación mientras me operaban y después dejar de hacer el piel con piel con el niño (al que ponen en una cuna) para que el padre pueda cargar con la maleta, abrigos y todos los bártulos mientras les acompañan a la habitación. Quizá en ese momento hubiera estado bien una silla de ruedas, de esas que usan durante el ingreso, para que mi marido hubiera podido llevar a su hijo a la habitación sin otra preocupación que abrazarle.
Mientras, yo estuve en la REA, tratando de hacer entender a las enfermeras que me encontraba bien y que, si lograba mover las piernas antes de dos horas, que si podían llevarme a la habitación para ver a mi hijo. Me dijeron que aquello no era una negociación, que no se podían saltar los protocolos y que me durmiera. Yo solo podía pensar en los ojos de mi niño y no dormí ni un instante. Cada media hora venían a apretarme la tripa para que salieran más restos de placenta y yo preguntaba qué hora era y si faltaba mucho para que acabaran las dos horas. Gracias a mi insistencia conseguí que pidieran un celador antes de que acabaran las dos horas para que me trasladaran en cuanto alcanzáramos ese tiempo. Si me hubiera dormido, el traslado se habría demorado al menos una hora después de las dos horas protocolarias en la REA.
Y al fin, a las 7 de la mañana, casi tres horas después del nacimiento de mi hijo a las 4.15 de la madrugada, pude abrazar a mi niño a solas, con mi marido, sin nadie regañándome y sin ataduras en los brazos, en la intimidad de la familia que acabábamos de formar.