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El nacimiento de Gael en casa: La historia de Irune

El pequeño de la casa nació de madrugada, una noche de jueves a viernes, en un parto intenso, que viví duro, cansado y doloroso, y del cual he necesitado días para recuperarme, físicamente sí, pero también emocionalmente.

Supongo que para entenderlo mejor, es necesario conocer como nacieron mis otros hijos. Mi hijo mayor nació mediante cesárea por nalgas. El segundo, en un PVDC maravilloso en casa. Rápido, intenso, mamífero… un parto que seguramente con el tiempo he idealizado. Quizá por eso el parto de Gael me costó tanto, quizá necesitaba aprender una lección de humildad.

Comencé con contracciones de pre-parto el martes a mediodía. Me había pasado toda la mañana paseando con mi madre, haciendo las últimas compras. Ya había comenzado la Semana Santa y los peques habían ido a pasar el día con los abuelos paternos, así que estaba sola. Mi pareja salió antes del trabajo e hicimos el amor por última vez antes del parto. Teníamos que aprovechar que a diferencia de mis otros embarazos, ¡esta vez tenía la libido por las nubes! Después aprovechamos para ir al cine… Las contracciones eran cada 15 o 20 minutos, nada dolorosas. Yo las iba recibiendo contenta, preguntándome si aquella sería la noche.

Para mí era importante que los pequeños estuvieran en casa cuando pariera. En el parto anterior, mi hijo mayor se quedó en casa de los abuelos y se me hizo muy largo el tiempo hasta que pude tener a mis dos hijos juntos a mi lado. No quería pasar por eso, y además quería darles la oportunidad de ver nacer a su hermanito o hermanita (no sabíamos el sexo), si les apetecía. Pero también era consciente que en un parto se mueven fuerzas que no podemos controlar, y que el bebé decide cuando nacer, independientemente de tus planes. Mis hijos quisieron quedarse a dormir con los abuelos y yo me metí en la cama dudando de que pudiera dormir y pensando si el bebé esperaría a sus hermanos.

Al final me dormí pero hacia las 3 de la madrugada me despertó una contracción un poco más dolorosa y ya me quedé despierta. Seguíamos de pre-parto, i así estuve todo el día. Las contracciones eran cada 10, 15 o 20 minutos, pero cada vez más molestas. Parecía que mi cuerpo se ponía en marcha pero todavía no sabíamos cuando empezaría el parto. Era Jueves Santo e hicimos vida normal. Por la mañana estuvimos en un parque con los pequeños y la familia, y fuimos a comer a casa de mis suegros. Por la tarde volvimos a casa y yo iba notando las contracciones cada vez más seguidas y dolorosas (cada 10, 7, 5 minutos…), pero duraban poco todavía.

Hacia las 7 o 7:30 ya vi claro que aquello ya no lo paraba nadie. Los niños (tienen 4 y 2 años y medio) estaban nerviosos y alterados, supongo que sentían el cambio y la expectación en el ambiente. Me puse a hacer magdalenas, para intentar distraerme de las contracciones (mientras me imaginaba cómo nos las comíamos la mañana siguiente con el bebé ya en brazos). Jose les dio de cenar a los peques y yo ahora ya sólo quería que los metiera en la cama a dormir. Las contracciones ya eran regulares, cada 4 minutos, y avisamos a las comadronas. Yo me puse música con los cascos (con la iPod de Jose, que sólo tiene diez canciones que me gusten… primer error: no me preparé nada de música). Me iba bien encerrarme en una habitación a oscuras, cantando cada vez que venía una contracción, aunque después de escuchar tres veces las mismas canciones... buff.

Los peques seguían sin querer dormir, y decidimos llamar a mi suegra, que era el plan B por si se despertaban a mitad del parto. La idea era que viniera a dormir, y a ver cómo iba todo. Hacia las 10 llegó a casa y se metió en la habitación con los niños. Jose y yo fuimos al salón. ya teníamos la piscina de partos montada, a oscuras, cuatro velas… Aquí comencé a darme cuenta de que estaba demasiado consciente de todo, demasiado pendiente… No conseguía “irme”.

Llegaron las comadronas, el corazón del bebé latía con fuerza. Yo iba encajando las contracciones, primero en el sofá de 4 patas, después paseando, y parándome cuando venía una. Se me estaba empezando a hacer difícil…

Un poco antes de las 12, por fin, la piscina estaba llena y me pude meter dentro. Por un lado, fue maravilloso, la contracción llegaba como diluida, era tolerable otra vez. Pero por otro, yo seguía completamente consciente de todo… tenía el cerebro racional funcionando a tope: “las contracciones se están distanciando demasiado, a ver si ahora se parará el parto”, “al siguiente grito, seguro que se despiertan los peques”, “¿de cuánto debo estar dilatada?”, “mira que bien que lo hacen las comadronas, una dormida en el sofá, la otra en la mesa con los ojos cerrados”... Ahora creo que fue un problema saber demasiado. Soy doula desde hace un par de años, he leído mucho, he asistido a seminarios… y toda esa información me hervía en la cabeza. Era incapaz de desconectar esta parte del cerebro. También me faltó alguna visualización, o algún mantra para ayudarme a pasar las contracciones, para ayudarme a cerrar los ojos y meterme para dentro. Con un tercer hijo, hay poco tiempo para prepararse durante el embarazo, y el parto anterior había sido tan rápido… Cuatro días después de parir me acordé de muchísimas cosas que me habrían ayudado a ir pasando las contracciones, pero en ese momento, nada de nada.

La tregua dentro del agua duró poquito. Enseguida las contracciones empezaron a ser insoportables. Comenzaban en la parte baja de la espalda y se extendían hacia delante. ¡¡Dolía tanto!! Intentaba controlar la respiración pero de tanto en tanto perdía la fuerza y gritaba y toda yo me tensaba haciendo más dolorosa todavía la contracción. Sentía que estaba llegando al límite, pero al mismo tiempo me daba cuenta de que no estábamos acabando ni mucho menos, que todavía quedaba mucho. No sabía si hacerme un tacto o no, me daba miedo que me dijeran que quedaba mucho… Esta fue la peor parte, de la que me costó recuperarme emocionalmente. ¡Sentía que lo estaba haciendo tan mal! Tuve un ataque de llanto: “No puedo, de verdad que no puedo más”, grité como una loca: “¡Aaaaaahhhhhh!, ¡¡hacedme caso, j…r, que no puedo más de verdad!!”. Me sentía perdida, no sabía qué hacer. En ningún momento se me pasó por la cabeza ir al hospital, pero a la vez SABÍA que ya no podía más, que no aguantaría más contracciones… ¿¿¿¿qué podía hacer???? Jose y las comadronas miraban de animarme y lo iban consiguiendo poco a poco, pero en seguida me volvía a romper y gritaba “noooo puuueeedooooo”.

Al final, hacia la 1:30 decidí que me hicieran un tacto: 7 cm… Me calmó saber cómo estaba el tema (otra vez el cerebro racional), y pasé unas cuantas contracciones más tranquila… pero duró poco. Dolía mucho, no me aliviaba ninguna postura… María, una de las comadronas me propuso salir de la piscina, para probar si así el parto iba más rápido, pero me daba miedo que fuera aún más intenso… Ya se me estaba haciendo suficientemente duro…

Al final, en un momento dado, comencé a sentir que el agua estaba fría, y me comencé a marear. Alguien me puso una toallita fría en la frente, pero grité, me molestaba. Creo que el expulsivo es el único momento de todo el parto en que me “fui” un poco, aunque no mucho … Grité que sí, que quería salir de la piscina, pero no dio tiempo. Ya no podía más, y en la siguiente contracción empujé un poco. No es que tuviera ganas, ¡es que quería que se acabara ya! Enseguida sentí como la cabeza del bebé bajaba. Lo siguiente, unas ganas inmensas de pujar, ahora sí que era mi cuerpo que lo hacía solo. Estaba a cuatro patas, una mano cogida con fuerza a mi compañero, la otra junto a mi cabeza recostada en el lateral de la piscina. Toda yo temblaba, sentía la fuerza del universo dentro de mí. El bebé empujaba y empujaba, sentía que me partía por la mitad, que me rompería el culo, la vagina, todo. El cerebro racional todavía seguía por ahí, recordándome que mejor poco a poco, que abriera la boca… pero mi cuerpo ya no podía hacerle mucho caso. De repente, un ardor terrible, y puff, la cabecita estaba fuera… En la siguiente contracción salió el cuerpo, me incorporé un poco, y de entre mis piernas, apareció mi hijo, como un pececito nadando bajo el agua. Sólo podía cogerlo en brazos y gritar “Ya estás aquí, ya está, mi bebé ya está aquí”… Alguien me dijo “llámale por su nombre” y yo pensé “y cómo, si no sé si es niño o niña…” Entonces caí en que lo podía mirar… Era un Gael, había llegado mi Gael. Eran las 2:12 de la madrugada.

Fueron unos instantes mágicos. Después me ayudaron a ir al sofá, donde Gael se enganchó al pecho. A los 30 minutos salió la placenta, y nos bebimos un batido maravilloso con fresas y naranjas… mmmmm, que bien que nos sentó. Me sentía feliz, pero tremendamente cansada… nada eufórica, y mucho menos orgullosa. Ni siquiera me sentía decepcionada, solo agotada… en algún rinconcito sentía que lo había hecho de pena…

Esta sensación me acompañó 4 días. El cuarto día de vida de Gael, me pasé la tarde sola con él en la cama, y volví a ver un par de vídeos de partos que me encantan, como el “Podemos parir”. Y entonces me puse a llorar, salvajemente, con les entrañas… Dejé ir la tristeza, y no sé como, me sentí una “diosa”. Lo había hecho, ¡había vuelto a parir yo sola! ¡¡Le había dado a Gael la mejor bienvenida que podía darle!! Me sentí orgullosa. Necesité cuatro días para pasar de pensar que si tuviera otro hijo lo haría en el hospital, con la epidural, a pensar que no, que lo volvería a tener en casa, pero eso sí, ¡¡me tendría que trabajar el miedo al dolor!!

Ahora Gael tiene casi dos semanas y cada día me enamoro un poquito más de él. Nació en un parto bonito, en el agua, como yo quería. Me quiero quedar sobre todo con eso.