El Nacimiento de mi Familia. Granada. 2009
Lo prometido es deuda, y más vale tarde que nunca. Con estos dos refranes, con estos dos tópicos, me justifico por la demora, y hoy, por ser hoy, prometo no dejar que esto se prolongue más. Dije que lo contaría, por el mero gusto de contar, y para que lo lea quienes tengan el gusto de escuchar, quizás algunos sólo por curiosidad, espero que nadie por morbo, pues no es eso lo que encontrará. Que nadie espere una historia sangrienta de sufrimiento, ni tampoco una visión edulcorada. Cuento lo que ocurrió, tal como ocurrió (por supuesto, tal como lo recuerda una servidora, que es de forma nítida dentro del subidón de oxitocina que había por mi cuerpo), y dejo espacio y lugar a comentarios de cualquiera, preguntas discretas o indiscretas, o adiciones (que no adicciones) de quienes compartieron estas horas conmigo.
Y sin más rollo -aquí debería ser sin más dila(ta)ción- empiezo:
23 de Octubre de 2009. Era el día en que según los médicos y mis cálculos salía de cuentas (FPP, Fecha Prevista de Parto). Después de tres meses de baja por "riesgo de parto prematuro", de tener la maleta preparada en la puerta desde Junio, de falsas alarmas, y de tener a mi madre sin apenas moverse de Granada y a mis amigos con el movil ON tooodo el día y toooda la noche "por si acaso", después meses de cóckteles de emociones, de revolución de hormonas, de sensaciones maravillosas, increíbles, inigualables e irrepetibles, de miedos, de inseguridades, de crisis, y cuando era ya más un Zeppelín gigante con patas que una mujer embellecida y radiante por la incipiente maternidad, por fín salí de cuentas. Y nada. Las contracciones de siempre (si salía a caminar más de media hora, parecía que sí, rítmicas y fuertes, vamos, que me tenía que parar en mitad de la calle, y la gente miraba... "esta se pone de parto aquí, que alguien llame a un taxista que ellos sabrán lo que hacer"), y luego nada. Éste no sale.
Evidentemente, después de nueve meses esperando, de cinco notando primero las pataditas iniciales que taaanta ilusión hacen, luego las patadas estilo Chuck Norris -pero desde dentro, que tiene tela- que daba el tío, de que de pronto te metía un pie debajo del pulmón derecho y no lo sacaba hasta pasadas cuatro horas... o dos días, después de las volteretas acrobáticas que daba cuando menos me lo esperaba (por ejemplo en mitad de uno de los exámenes de Junio), de no poder dormir, de no poder girar en la cama (la técnica para darme la vuelta era sentarme y volverme a tirar para el otro lado), de tres meses sin verme los pies, cuatro sin verme el chichi, de haber sobrepasado las tallas de todos los sujetadores y las trabillas de todas las sandalias que tenía, de haber dado de sí las gomas de todas las bragas, y las de varios pantalones, digo que evidentemente, después de todo esto, estaba ya harta. Y repito: nada de nada. Que no salía.
Día 24 de Octubre. Sábado. Un día espléndido. Mensaje de Eva: que si nos vamos de campo al la Fuente del Ave-ya-no. Me río. Le contesto, que mejor yo no, que no me arriesgo. Salgo con mi madre a comprar, de camino paramos en "los chinos" a por noséqué. Me agacho a mirar algo, y al ponerme en cuclilas... "Plop". Como cuando imitas el sonido de las pelotas de tenis con el dedo en la boca, como si descorcharas una botella de cava, pero bajito. Noto calor entre las piernas. Y líquido. Miro a mi madre, mientras me llevo las manos a la entrepierna, y le digo, seria:
- Mamá... creo que acabo de romper aguas.
- ¿Seguro? ¿Por qué lo dices?
No hizo falta que le contestara. En ese momento, mis pantalones azulones, empiezan a oscurecerse. Un poco... más... mucho..... enteros. Cae agua por mis piernas, no como en las películas, sino más. Dicen que son unos dos litros... yo aseguro que yo eché más de eso. No paraba de caer. Los calcetines, las zapatillas, todo chorreando. Y en mitad de la tienda de los chinos.
Voy con las manos entre las piernas (no sé para qué, porque ni dejaba de salir agua, ni se iba a salir -ojalá fuera tan fácil, lo iba a comprobar en unas horas- aún mi hijo, supongo que es una reacción natural...) hacia la primera china que encuentro, y le pregunto por un baño. Era evidente para qué lo quería, así que me mira a la cara y a la barriga, a la cara y a la barriga, abriendo mucho los ojos (lo cual parece normal, pero recordemos que hablamos de una china) y empujándome suavemente de la barriga me dice: "no, tú no aquí, tú hopital, tú hopital". "No, si yo no aquí, yo sólo baño para cambiarme"... total que conseguimos que me dejen pasar a un baño (no muy limpio pero no demasiado sucio), y mientras, mi madre completa la siguiente Gymkana:
Busca en el menor tiempo posible:
- Un pantalón
- Unas bragas
- Un paquete de compresas (extra absorbentes, por favor)
Convence a la china (que no se entera, en general, de nada) de que te deje:
- Una fregona y un cubo
- Tiempo extra en el baño, que esto no para
Y todo esto, mientras tu hija está empezando a ponerse histérica, encerrada en un baño donde no se puede pisar el suelo, y no hay una papelera para ir dejando todo el papel que va mojando.
Nota: La ventaja de romper aguas en unos chinos es que se puede completar la Gymkana en tres minutos, cuatro pasillos y sin llamar apenas la atención.
Cuando parece que ha parado un poco, nos vamos. Una bolsa para la ropa mojada, y para casa, andando. De camino llamo a Raquel, que se pone en marcha hacia mi casa, y mando mensaje al resto del equipo: el día más importante de mi vida está comenzando, en un rato voy para el hospital. Le llega a todo el mundo menos a Eva. Teléfono apagado o fuera de cobertura. Todo el mundo parece tener la misma reacción: me llaman, y aunque llevamos tanto tiempo esperándolo, parece que ahora es mentira, o que no estamos preparados, o yo que sé... En el trayecto de la tienda a mi casa (500 metros, no más), es cuando todo me viene de pronto: Tantas ganas que tenía, y ya está aquí, ya no hay quien pare esto. Va a ser hoy, hoy nace mi hijo. Comienzan los nervios, la preocupación, las dudas, “¿Me acordaré de las respiraciones? ¿Estaré yendo demasiado tranquila? ¿Debería pasar más tiempo en casa para no llegar demasiado pronto al hospital?...”. También la impaciencia: es algo que anhelo desde hace mucho, quiero dar a luz, parir. Quiero sentir al máximo esta experiencia, quiero disfrutarlo, quiero que me duela, quiero que todo ocurra poco a poco pero ya, saborearlo, concentrarme en mí misma y dejarme llevar...
Al llegar a casa aviso a Chela, mi amiga y vecina, ella se hará cargo de Yila y de Gato mientras yo esté en el hospital. De pronto es quien más nerviosa está. Es su cumpleaños y hace ya meses apostó que hoy sería cuando iba a nacer Gael. Yo cojo las cosas tranquilamente, meto saldo al móvil, dejo todo recogido… mientras ella no hace más que decir “¿Llamo al taxi? ¿Has llamado ya al taxi? ¿Cuándo viene el taxi?”, consigo que se calme, y al ratillo nos vamos mi madre, Raquel y yo, al hospital. Mi hermano Dani llama, va a coger un bus desde Jaén (ni pollas), y llega en un par de horas. De momento no hay contracciones.
Llegamos al hospital, entrego mi plan de parto, me monitorizan. Aún no estoy de parto, pero en será en breve. Ni contracciones ni dilatación, así que me dan una habitación de lujo: Enorme, con cuatro camas vacías, y vistas al Albayzín y a Sierra Nevada. Y empieza a llegar gente: mi hermano Dani, Mikele, Anto, Elma y… ¡¡Elena vestida de cabaretera!! Mi hermano Emmanuel coge un vuelo desde Inglaterra en unas horas… La situación empieza a llevar nuestra impronta. Raquel hace ganchillo compulsivamente, mi madre no me quita ojo, Eva sigue con el teléfono desconectado… y yo comienzo con las contracciones. Ahora sí. Ahora no son como las que me dan cuando paseo media hora. Esto sí que duele.
Digamos que rompí aguas a las 12, ingresé a la 13.30, y a las 10 de la noche… aún no había dilatado más que dos centímetros. (Entretanto aparecieron, por fin, Eva y Martín, que estaban sin cobertura, y cuando la recuperaron, tenían nosécuántos mensajes y llamadas de cada uno de nosotros. Además, vinieron algo frustrados puesto que tenían una historia maravillosa sobre un burro que les atacó, y no causó nada de sensación, en comparación con el parto inminente. Pobres.). Bueno, pues allí nada más que decirme que si me pinchaban oxitocina, que si pitos y flautas. En mi plan de parto dije que en principio quería, sobre todo, que me dejaran tranquila. Y los planes de parto, por desgracia, aún no son muy comunes, con lo que me llamaban entre las enfermeras “la del plan de parto”, con cierto retintín. A cada rato venían a ver la dilatación. Y nada. Yo mientras, había echado a todo el mundo de la habitación, excepto a mi madre y a mi hermano, puesto que no sabía qué hacer con mi vida, y me daba, por un lado cierta vergüenza gritar, retorcerme y echar votos como lo estaba haciendo, y por otro lado, no quería que la visión de tal dolor influyera negativamente en (sobre todo) mis amigas, mujeres, que allí había. Porque dolía, pero yo estaba disfrutando. Porque duele, más que nada en el mundo. Cualquier dolor de mi vida, lo multiplico por mil, y no supera esto, pero es como es, así hay que pasarlo, y además... luego no importa (Nota: incluso cuando pides la epidural, te la ponen cuando ya estás dilatada, para el parto... y en mi caso, al menos, ya había pasado lo peor. Si pasas los dolores de la dilatación, que se pasan, lo demás ya no importa, y la sensación del momento del expulsivo, es única y con la epidural no se siente...). Anto y Martín se fueron a la Who, que les pillaba cerca. Bueno, y durante la tarde habían estado jugando al Parchís y bebiendo ron miel todos en La Cueva del Gato. Vaya panda.
Cada minuto y medio venía el mayor dolor del mundo, y estaba ya muy cansada. Incluso a veces me dormía entre una contracción y otra (lo cual hace que cualquiera se pueda imaginar hasta dónde llegaba el cansancio... acabo de decir que las contracciones eran cada minuto y medio), y en un par de ocasiones, incluso soñé. Pero no dilataba. Sugirieron la idea de pincharme oxitocina para adelantar el proceso. Pedí un plazo. Quería saber hasta cuándo me dejaban sin provocarme el parto, y que el niño no corriera riesgo de quedarse “seco”. Hasta por la mañana, me dijeron. Perfecto, pues que me dejen en paz hasta entonces, que no me pregunten más si quiero que me pinchen o no. Y me dejaron. Pedí algo para dormir, y me dieron un Valium que no me hizo ni flores. Pero me dejaron tranquila. Ningún animal en su sano juicio parirá en una situación de estrés, y yo había estado meses intentando "animalizar" mis sentimientos. Necesitaba calma y sentirme segura. A las dos de la mañana las contracciones eran seguidas, casi no había descanso. Y llamé a la ginecóloga. Estaba dilatada. Para dentro.
El paritorio ya lo conocía (había ido a visitar las instalaciones unos meses antes, para poder visualizar la situación), y nunca podré agradecer suficientemente la suerte que tuve con la matrona que me tocó, Chiti (¿? Siento no estar segura del nombre, era un diminutivo algo raro), que respetó al pie de la letra mis deseos, y luchó por ellos como si el parto fuera suyo. Me intentan ayudar con óxido nitroso, que en mi caso, no calmó el dolor, pero me da un cierto colocón (como si fuera fumada o algo así) que hace que aunque duela mucho, importe menos. Y sí, estoy de parto. Mi madre está conmigo, y mientras, fuera, mi gente okupa la habitación, se echan en las camas, les mandan a la sala de espera, cuentan chistes, Elena (que ya no va vestida de cabaretera) se duerme en un banco y la tapan con periódicos… un chou. Esa noche, además, cambian la hora, y todo es más original.
Todo va bien, mi pequeño asoma la coronilla, y me ponen un espejo para que lo vea. Lo toco. Está ahí. Pero no sale. A cada contracción, sale, pero se vuelve a meter, lo que llaman “el ascensor”. La ginecóloga habla de cesárea. La matrona, que sabe qué es lo que quiero, y las horas que llevo (casi 18), pide una última oportunidad. Me pregunta si tengo fuerzas. Aunque parezca mentira, sí. Prometo empujar más fuerte que nunca, y lo hago. No puedo explicar la postura bien… tumbada en la cama, agarrándome una pierna por debajo de la rodilla, y la otra apoyada en el hombro de mi madre que está sentada en el borde de la cama (y que al día siguiente, como es obvio tenía agujetas). Y por fin, sale la cabeza. El espejo sigue ahí. Trae dos vueltas de cordón y una mano por delante, pillada entre el cordón y el cuello, por eso era lo del ascensor. Lo cortan (una de las cosas que pedía en mi plan de parto es que cortaran cuando dejara de latir, y que lo cortara mi madre, pero no pudo ser), y al siguiente empujón saca los hombros, los brazos. Me incorporé, empujé… lo cogí yo, con mis manos. Empujé… y lo saqué. Lo saqué (repito) yo, con mis manos... (Si una y mil veces me preguntan cuál es el momento más increíble, inolvidable, excepcional, maravilloso de toooda mi vida, sin duda alguna, es éste que ahora cuento). De mis entrañas a mi pecho. No podía dejar de mirarle, lloraba sin querer. Estaba ahí, conmigo. Mi hijo. Y era perfecto. Lo sigue siendo.
No lloró. Tenía los ojos abiertos, y me miraba, miraba a mi madre cuando lo cogió. Estaba tranquilo. Pregunté por qué no lloraba, si estaba bien, y la matrona me devolvió la pregunta: "¿Tú cómo lo ves?" Un bebé tranquilo, feliz, desde el primer momento. A los cinco minutos había empezado a coger la teta, a los diez estaba mamando. Le consulté algunos nombres, y al decir Gael, balbuceó “gaaaa”. Ése era. Gael.
Me dejaron allí con él una hora y pico (mi sensación siempre ha sido de cómo media hora, mi madre dice que fueron realmente casi dos), me dieron un punto, que ni era necesario, pero dijeron que me ayudaría a cicatrizar un pequeño desgarro que me había hecho. Evidentemente, ni episiotomía, ni suero, ni nada de nada. Mi hijo nació el día 25 de Octubre de 2009, a las 6 de la mañana, hora antigua, 5 del nuevo horario. A las 7 me llevaron a la habitación. De camino vi a toda mi gente. Yo en la cama, con Gael en brazos. Todos llorábamos. Todos cansados, sin dormir, pero con un subidón increíble. Yo era Mamá, ellos Titos y Titas, mi madre, Abuela. Y mi hijo, el más querido.
Os debía esto a muchos y muchas, pero sobre todo, os deberé siempre el agradecimiento por vuestro amor, vuestra paciencia, vuestro cariño, vuestros cuidados a Mamá (ahora Yaya), Dani, Raquel, Eva, Martín, Nico, Mikele, Anto, Elena, Elma, Chela, Dominique, Nicolás, Emmanuel, Emilio. Todo eso antes, durante y después. Y por vuestra ayuda ahora, puesto que sin vosotr@s no podría llevar adelante mi vida como la llevo, ni Gael sería como es: tranquilo, cariñoso, sociable, feliz. Gracias, Familia.
Cambios
Cambié el bolso por la mochila,
los kleenex por toallitas,
el pelo suelto por la coleta,
el amante por tres osos de peluche,
el maquillaje por las ojeras,
Mad Men por Pocoyó,
los bares por los parques,
las faldas por pantalones anchos,
el trasnochar por los madrugones,
la pierna suelta por el duermevela.
Aprendí a caminar despacio,
a mirar los bichos,
a perseguir palomas,
a jugar a la pelota,
a navegar hojas,
a dormir a trozos,
a imitar animales,
a tener paciencia,
que los besos con babas y mocos están más ricos,
y que "Mamá" es mi palabra preferida.