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El nacimiento de mi pequeña Haizea

Mi pequeña Haizea nació en casa hace ya casi 8 meses, aproximadamente 27 meses después de que su hermano Ekaitz lo hiciera en el hospital de Basurto. Ni un parto ni el otro, ninguno de los dos he sido capaz de relatar por extenso hasta hoy, aunque el primero lo callé porque me dolía demasiado y este segundo por todo lo contrario: Porque la experiencia fue tan intensa, tan íntima y tan renacedora que no sabía como compartirla; que, egoístamente, ni siquiera estaba segura de querer hacerlo.

Pero sí. Hoy vengo por fin a entregaros este relato que siento que os debo, a todas vosotras, a las que no conozco pero que tantas veces he sentido tan cerca. Vuestras historias me han ayudado a escoger y a seguir mi propio camino muchas veces, me han dado fuerzas, me han ilusionado y emocionado y he aprendido algo con cada una de ellas, así que… Aquí va mi pequeña historia, que también quiero que sea a partir de ahora un poquito vuestra J

Como ya os avanzaba, mis dos pitufos han tenido nacimientos bien distintos. Ekaitz vivió un parto hospitalario absolutamente no-respetado y absolutamente traumático; traumático para él, estoy segura, y traumático para mí porque lo viví como un engaño, porque me sentí estafada y despreciada por un equipo médico que me aseguró que iban a cumplir mi plan de parto, que no me iban a presionar, que me darían tiempo y me ayudarían a parir como yo quería y debía hacerlo… y que, punto por punto, se pasó el dichoso plan por el arco del triunfo, me presionaron hasta hacerme consentir todas y cada una de las intervenciones que yo rechazaba, aceleraron las cosas hasta conseguir que mi parto no fuera mío sino de ellos. Me lo robaron. Me costó mucho tiempo y muchas lágrimas superar la sensación de pérdida y de vacío y de inutilidad y, sobre todo, de culpa que aquella historia me supuso, pero lo fui logrando poco a poco con muchas ayudas, entre ellas la vuestra y, la principal, la de mi hijo. Un niño sabio que me ha enseñado mucho más de lo que yo jamás podré enseñarle a él.

Cuando descubrí que estaba embarazada de nuevo lo tuve claro: Está vez el parto sería diferente; esta vez no permitiría a nadie arrebatarme ni estropearme ese momento. Me sentí muy fuerte y muy segura desde el primer día y no dudé ni por un momento que pariría a mi hija en su propia casa, en su propio ambiente, en familia y al ritmo que ella me marcase. Y punto pelota. Mi marido al principio se asustó ante la idea, pero le bastó un poco de información y unas cuantas charlas acerca de las heridas (físicas y sobre todo de las otras…) que el parto de Ekaitz me había dejado, que NOS había dejado, para convencerse de que no podíamos volver a pasar por aquello. Me apoyó incondicionalmente durante todo el embarazo, en todo el proceso de preparación, en todas las decisiones que tomé a contracorriente de médicos y ginecólogos, me ayudó a llevar con filosofía los comentarios desafortunados de amigos y familiares… Incluso fue él quien se encargó de localizar a las matronas que nos acompañarían cuando llegase el momento, Sonia y David, nuestros superhéroes particulares J

Aunque tengo conciencia de haber vivido un embarazo bastante duro (muchos problemas de espalda, muchísimo cansancio y nadie que pudiera echarme una mano con el peke cuando yo ya no me podía ni mover y mi churri tenía que estar fuera de casa hasta la noche…) ahora lo recuerdo como unos meses mágicos llenos de emoción, de preparativos, de ilusiones renovadas… Y si hubo una figura importante en esos meses, alguien a quien agradecer esta maravillosa bipolaridad, ésa fue sin duda Carmen, mi compañera, mi doula, mi amiga y un poquito hasta mi hermana. Carmen llegó al embarazo de Haizea casi para el final, en los últimos 2 meses y pico, pero conectamos de tal forma que le dio la vuelta al cansancio, al dolor, a la soledad y a todos los miedos e inquietudes que yo no quería ver pero que, por supuesto, ahí estaban. Se convirtió en la depositaria de mis fortalezas y de mis convicciones, en la figura de confianza que las mantendría bien vivas si en algún momento yo flaqueaba (…y flaqueé, que tuve que pasar momentos muy tensos cuando la peke llegaba la las 30 y tantas semanas y seguía de nalgas, cuando los primeros monitores salían algo “raros” a juicio del gine de turno, cuando la semana 42 se acercaba rauda y veloz y yo no me ponía de parto…), y con su presencia tranquila y respetuosa me hizo sentir siempre plenamente segura, contenida y ACOMPAÑADA. Sin ella estoy segura de que no habría sido capaz de disfrutar de mi parto como lo hice y, aunque al final no pudo estar conmigo en el instante justo en el que Haizea llegó al mundo, cuando me paro a recordar los principales momentos de lo que yo entiendo por “mi parto” dentro de ese “mi parto” incluyo siempre las tardes de introspección sanadora con Carmen, la música suave de fondo, el olor a aceite de canela de nuestras citas, los benditos masajes a cuatro manos que me dio (dos suyas y otras dos de Ekaitz, su ayudante improvisado…) Todo esto, realmente, todos estos momentos se convirtieron en la mejor “preparación al parto” que pude tener.

Empecé con pródromos muy pronto, un par de semanas antes de mi fpp, y aunque todo el mundo estaba convencido de que la niña iba a nacer “esta noche o mañana, al fin de semana verás cómo no llegas, el caso es que llegué a ese fin de, y a otro, y a otro, y… Me planté en la semana 41, y seguía sin parir. Tenía bastantes molestias casi a diario, y muchos ratos de contracciones que podían ser regulares pero flojitas en algunas ocasiones, o más intensas pero desperdigadas en otras; tiempo que tuve para construir mi nido particular con sus velitas, sus aromas, su música (Led Zeppelin de nuevo, igual que con mi primer peke), su penumbra y el calorcito de la estufa. Tiempo de sentarme en la pelota y canturrear y bailotear con los ojos cerrados, imaginando que cuando llegara el momento del parto “de verdad” todo sería muy parecido, solo que más intenso. Visualizaba así mi futuro parto, en ese ambiente, con ese olor, esa luz y esa música, con la pelota, los canturreos y la compañía de las personas en las que llevaba meses confiando: Mis matronas, mi marido Joseba, Carmen y Ekaitz. Este último, en concreto, era imprescindible en mi parto soñado, necesitaba pensar que estaría presente en ese momento, que lo tendría conmigo y que él me tendría con él; sentía que, de un modo que no sé explicar (pero que sé que vosotras sí podéis entender…) se lo debía.

Y así , entre paseos interminables, toneladas de langostinos y de chocolate y de infusiones de frambueso y de todo lo habido y por haber, llegamos al miércoles 2 de Febrero, cumplidas ya 41 semanas y 1 día de embarazo y, para seros sinceras, un poco bastante desesperada por la falta de arranque de mi pequeña. Que sí, que ya me conocía la teoría del “tu niña nacerá cuando esté preparada… ella sabe mejor que nadie cuál es su momento…” etc., pero es que llevaba ya en la misma situación prodrómica muuuuuucho tiempo y la cosa no pasaba de ahí. Hasta ese día. Esa noche la cosa se puso un poco más intensa y yo, convencida de que me pondría de parto en cualquier momento, la pasé en el salón, a oscuras, contando minutos y tratando de dar el salto a un Planeta Parto que, no obstante, no me admitía en su órbita todavía. Le di un toque a David el matrón sobre las 12, le conté cómo estaban las cosas y me aseguró que estaría al tanto por si le llamaba de nuevo en unas horas. Creo que él mismo intuyó que pesaban más mis ganas de parir que ninguna otra cosa… Se hizo de día, las contracciones se relajaron, yo me desinflé y me dispuse a pasar un día de perros, con las molestias a las que ya estaba acostumbrada y encima sin haber pegado ojo. Grrrrrrrrrr… Mi churri no fue a trabajar por si acaso la cosa volvía a animarse en un ratito (del trabajo a casa tenía una distancia de 1h y media o 2 horas…), pero nada, no se animó. Al menos de momento…

De todo ese jueves tengo recuerdos muy confusos y muy vagos. Sé que lo pasé de muy mal humor, muy cansada y enfadada con el mundo. Todos los días salía a caminar por el pueblo a la mañana y a la tarde, pero ese día no quise ni siquiera bajar a recogerle a Ekaitz del cole porque me horrorizaba la idea de encontrarme allí con las madres de los otros niños y tener que poner buena cara al aluvión diario de comentarios sobre mi barriga, mis ojeras, mi “retraso”… “-y qué? No te dan fecha para la inducción?” o “Pues chica, algo tendrán que hacerte para que paras, no?” y el mejor de todos “…pues me parece que te vas a tener que ir olvidando de lo de parir en casa, guapa!” Si tenía que aguantar algo así en un día como ése corría riesgo de devorarme a alguna madre, así que mandé a Joseba al cole y yo me quedé vagueando en el sofá. Ni siquiera me digné a barrer la moqueta del pasillo, cosa que había estado haciendo de manera compulsiva últimamente, obsesionada como estaba por tener la casa limpia en todo momento por si acaso. (Me venía a la cabeza el relato del parto de Ericiria con los churretones de carbón dulce en el baño y me ponía malísssssssssima!!!!) Por la tarde mis chicos sí que me convencieron para salir con ellos un rato, pero en cuanto me ví en la calle les abandoné en el parque y fui a refugiarme en un camino oscuro y poco transitado, un bide-gorri a la orilla del río por donde no pasaba prácticamente nadie en esa tarde-noche de frío y viento. No quería ver a nadie. No quería charlar. No quería pasear. No quería hacer nada… Estuve apenas 20 minutos o media hora deambulando por allí, pero recuerdo haber encajado dos o tres contracciones de las buenas, de las que me hacían aferrarme a la barandilla, mover las caderas y abrir la boca. No hace falta que os diga que justo en esos dos o tres momentos me crucé con las únicas personas que andaban caminando por allí, verdad? Jejejeje… Una vecina me comentó días después que me había visto desde su ventana y que por mi manera de moverme y, más aún, de pararme, se había quedado con la idea de que ya estaba de parto. Yo en esos momentos no lo sentía así, y de hecho subí a casa comentándole a Joseba que al día siguiente ya no podría escaquearse y que tendría que irse a trabajar porque estaba visto que la cosa iba para largo. “Tú no te preocupes que ya me organizo yo para llevarle a Ekaitz al cole, hacer la compra y demás” Ilusa.

En casa desvestí y duché al peke, le sequé el pelo, me puse el pijama, cenamos los tres juntos, preparé su ropa del día siguiente… Una noche normal. Las contracciones iban y venían. Eran muy regulares y bastante seguidas, pero solo algunas dolían realmente, así que no les dí mayor importancia. Eso sí: Las que dolían me inutilizaban allí donde estuviera, ya fuera poniéndome el pantalón del pijama, recogiendo los Lego de Ekaitz del suelo de pasillo (sin barrer en todo el día y lleno de pelusas…)o llevando un plato de tomate en ensalada a la mesa. Me empezaba a costar pasarlas en silencio. Se notaba que algo iba cambiando por ahí abajo, que las cosas empezaban a menearse un poquito, pero yo estaba ya con el chip de “hoy tampoco toca” y en ningún momento se me ocurrió pensar que… En fin. A Carmen le envié un sms diciéndole exactamente eso, que “algo” empezaba a cambiar, sin más, y a David volví a llamarle para comentarle lo que había pero asegurándole que podía quedarse tranquilo porque esa noche tampoco iba a tener que moverse. Se daba la circunstancia de que David, que generalmente atiende los partos mano a mano con Sonia, la otra matrona, justo ese día tenía guardia en el hospital y no iba a poder desplazarse si se terciaba; “Si nos necesitas llama a Sonia y ya se acercará ella a verte”. Vale. “Pero tú no te plantees que ésta va a ser la noche del parto, no hagas nada especial, no estés pendiente de las contracciones ni del reloj ni de nada, céntrate en descansar, vale?” Pues eso. Vale… Por otro lado, resultaba que, de las 5 semanas en las que supuestamente podía ponerme de parto, había solo 2 días en los que mi doula no podía estar conmigo porque tenía un compromiso importantísimo e ineludible; uno de esos días era el viernes 4, o sea, el día siguiente. Pero vamos, que no importaba porque yo no iba a parir aún!

Joseba y Ekaitz se fueron a dormir y yo me quedé sola en la sala. En la cama estaba muy incómoda porque no encontraba postura y allí, en el sofá, podía hacerme un nido de cojines y acomodarme más o menos para, si no dormir, sí al menos descansar. Apagué la luz, puse la tele (Gran Hermano!!!!) y dormité un buen rato entre contracciones. Cada vez que venía una fuerte, sin embargo, me despertaba sobresaltada y lo pasaba bastante mal, así que opté por pasar de tumbada a sentada y dejé de intentar dormir ya que, si me anticipaba a la contracción y la “recibía”, todo era bastante más llevadero. Eso sí, la tele no la quité y seguí atendiendo muy de lejos a lo que pasaba en la pantalla. En el momento no era consciente, pero ahora veo que mi humor y mi actitud habían cambiado radicalmente de la tarde a la noche y que ya no estaba ni enfadada ni resignada sino profundamente TRANQUILA. Absolutamente serena y relajada, ajena a todo lo que no fuera recibir las contracciones, muy despierta y, sin embargo, al mismo tiempo, espiando la tele por el rabillo del ojo y segura de que no estaba de parto aún.

“No estés pendiente de nada que no sea descansar” …Qué fantástico consejo. Estaba tan tranquila y tan relajada, tan a mi bola, tan despreocupada de todo lo que no fuera acomodarme entre las contracciones que iban y venían…

Dieron las 3 de la mañana y el bitxito Ekaitz se despertó, como casi todas las noches, y al no encontrarme en la cama se medio-enfadó e hizo un amago de liarla parda. Tuve que acostarme un rato y achucharle para que se calmara, y fue ahí donde me hice plenamente consciente de que la noche no iba a ser como las anteriores porque los 5 ó 10 minutos que tuve que estar tumbada hasta que se quedó dormido fueron una completa tortura. Tuve dos contracciones con las que ya no pude mantener la boca cerrada y empecé a gemir, despacito, muy bajito, todo lo en silencio que podía… pero vamos, gemir al fin y al cabo. En cuanto Ekaitz se durmió de nuevo me levanté y corrí a mi refugio en el salón, a mis cojines, mi pelota azul, la luz al mínimo y la tele encendida prácticamente sin sonido. Pasaron por el canal de Historia un documental sobre Einstein y los nazis, otro sobre dinosaurios, un tercero sobre fenómenos paranormales… Yo no los miraba pero sabía que estaban ahí, en la pantalla; conformaban un curioso decorado para mis bailoteos desnuda sobre la pelota(no sé en qué momento fue pero sé que para entonces ya me había quitado la ropa porque sentía que me oprimía en cada parte del cuerpo…), enrollada en la manta del sofá y canturreando “aaaaaaaaahhhhhhh” y “ooooooohhhhhh” en cada contracción que iba llegando. Y sóla. Completamente sóla. Cada cierto tiempo me daban ganas de ir al baño y allá me iba, sin desenrollarme de la manta, y comprobaba entre incrédula y maravillada como iba expulsando el tapón y cómo empezaba a sangrar un poquito, y… Y vuelta al salón, a sentarme en la pelota y más tarde, cuando la tensión de las contracciones se hizo más fuerte y los “aaaahhhhhh” y “oooooohhhhhhhhh” también, a abrazarme a ella arrodillada en el suelo, moviendo las caderas y estirándome como una gata.

No entiendo cómo ninguno de mis chicos se despertó en ese intervalo porque ruido sé que hice y bastante; las últimas horas de contracciones ya no me cortaba un pelo y de gemir muy bajito pasé a vocalizar con todas mis fuerzas, sacando el aire desde muy abajo, desde el útero mismo. Pero no, no se despertaron. Me dejaron pasar toda esa noche sóla, desnuda, en penumbra y adormecida por los susurro de dinosaurios, comentaristas históricos y creo recordar que también algún templario. (¡!) Absolutamente sóla, tranquila y entregada a mi labor de parto. Qué diferente estaba resultando todo aquello de lo que yo tantas veces había visualizado al fantasear sobre mi parto! Ni luz de velas, ni aceite de canela, ni música acompañándome, ni las manos de mi doula ni la presencia de mi niño… Ni siquiera la ropa que tenía preparada para el momento! Había pasado semanas preparando mi parto “ritual” y ahora, a la hora de la verdad, todo estaba resultando tan diferente… Pero, sabéis? Aun no teniendo nada de ritual ni de “estético” , aun no siendo en nada parecido a lo que yo imaginaba, me estaba resultando un momento entera y definitivamente HERMOSO y FELIZ. Disfruté de aquellas horas en soledad total como muy pocas veces he disfrutado algo en mi vida. Puedo decir, a riesgo de que alguna no me crea, que gocé cada contracción y que las viví como un bendito acontecimiento, como un momento mágico, de verdad. Había dolor, no lo voy a negar, pero era un “dolor bueno”… no sé muy bien cómo explicarlo… una sensación que no hería mi cuerpo sino que lo transformaba, que me hacía consciente de lo que a cada momento iba ocurriendo dentro de él. Y creo que la clave para vivir así todas esas horas fue la ausencia total de miedo, la calma total, la actitud de entrega a esas sensaciones que me atravesaban y que yo anticipaba, esperaba y acogía sin resistirme a ellas en ningún momento. Puede que esté sonando un poco demasiado místico todo, no? Lo siento si os estoy dando una sensación de tostón “new age” y “flower power” porque os aseguro (y quien me conoce lo sabe…) que no estoy para nada en esa onda!!!!! Os cuento, simplemente, cómo me sentí… Y sí, fue así J

Sobre las 7 de la mañana decidí que ya iba siendo hora de pedir un poco de compañía y de apoyo y fui a despertar a Joseba con un “Cariño, creo que ya no puedo seguir sola” que a él, que no sabía cómo había pasado yo la noche, debió de sonarle a chino. Se levantó de un salto (literalmente!) con un “vale, ya voy!” , entre asustado, nervioso, emocionado, sorprendido… y menos mal que tuvo las luces suficientes para proponerme llamar a Sonia, la matrona, porque yo en mi estratosfera personal casi ni me acordaba de su existencia. O igual es que todavía no me acababa de creer que estaba de parto… Igual es que todavía conservaba ese resquicio de temor a que, llegada la luz de la mañana, como ya me había pasado noches atrás, las contracciones retrocedieran y el supuesto “trabajo de parto” cesara… Pero no, qué va, esta vez ya no fue así. De hecho, a partir de ese momento la cosa fue a más y a más y a más en progresión geométrica y cada contracción se hizo diez o quince veces más intensa que la anterior. Yo las pasaba arrodillada en el suelo, oscilando sobre la pelota o apoyando los brazos en las rodillas de mi marido, sentado éste en el sofá. El me presionaba las caderas y la zona lumbar y esta presión aliviaba bastante el dolor, y entre contracción y contracción yo intentaba agradecérselo levantando la cabeza, mirándole a los ojos y sonriendo; pero me costaba mucho enfocar su cara, se me cerraban los párpados y la cabeza me bailoteaba en el cuello como si estuviera drogada. Sudaba muchísimo y gritaba, ahora sí que gritaba cada vez que sentía el tirón llegar de los riñones hacia delante. Gritaba y me movía y me sentía… Me sentía muy fuerte. Me sentía llena de una fuerza que no era totalmente mía, que no sabía de dónde había llegado pero que ahí estaba, haciéndome parir. Me sentía GENIAL…

Sonia tardó casi dos horas en llegar a casa porque pilló un atasco monumental por el camino (solo a nosotros se nos ocurre avisar a la matrona para un parto casi inminente en plena hora punta…) y para entonces Ekaitz ya se había levantado y se había encontrado en la sala con todo el percal. Mis recuerdos de esos momentos son confusos por el colocón hormonal, pero si sé que me impresionó y me derritió la normalidad, la naturalidad con la que asimiló que amatxu estaba de parto, que la hermanita iba a nacer en un ratito y que todos aquellos gritos, movimientos, etc. eran lo normal, lo que tenía que ser. No se asustó, no se extrañó, no hizo demasiadas preguntas… En un par de contracciones se puso delante de mí, al lotro lado de la pelota y me cogió las manos; en otra intentó imitar a su padre y presionarme la zona lumbar, pero el pobrecito no acertó y me rozó la espalda, y… pffffffffff… fue el único momento malo de aquella mañana porque aquel mínimo roce me resultó dolorosísimo, insoportable, me crispó de tal manera que le grité (pobrecito…) que se apartara y él, que solo había querido ayudar, se sintió mal. Menos mal que Joseba estaba alerta y se hizo cargo de la situación enseguida, explicándole que era mejor no tocarme en ese momento, etc. Mi niño sabio lo comprendió, me perdonó al instante y volvió a cogerme la mano y a sonreírme para hacerme sentir mejor a mí. Todavía se me escapan las lágrimas cuando lo recuerdo…

El sonido de las tazas al golpear en la cocina, el pitido del microondas avisando que el colacao está caliente, los dibujos de Ekaitz sustituyendo a los documentales en la tele que seguía encendida… Un amanecer rosado al otro lado del cristal, luces y farolas que se apagan, un pueblo que despierta, pasos de vecinos que bajan la escalera camino del trabajo…

Y yo, de parto J Y cada vez más.

Sonia llegó, por fin!!!!! y lo primero que hice fue pedirle un tacto para ver cómo estaba la cosa. Ella intentó disuadirme (“Seguro que quieres un tacto, Olatz? No te has dado cuenta de que ya estás prácticamente empujando?”) pero yo me empeñé. En una situación más racional no se lo habría pedido, pero en aquel momento no estaba para nada racional. Estaba convencida por un lado de que el momento había llegado, pero por otro lado atenazada por el miedo a que el parto se parara, a que no hubiera avanzado apenas, a que fuera una falsa alarma, yo qué sé! Sí, ya sé, ahora veo que era bastante ridículo dudar sobre si estaba pariendo allí, arrodillada desnuda en el suelo, sudando y gritando, pero pesaba mucho la experiencia de mi primer parto, los frustrantes 5 centímetros, cuando todo se paró y empezó a ir mal, y… En fin, que me tactó y dijo algo que me sonó muy raro pero a lo que, afortunadamente, no presté ninguna atención: “Yo calculo unos 6 centímetros…” Lo dijo con un tono muy neutro y en medio de una contracción en la que yo, de pronto, había pasado de gritar a gruñir, y se apresuró a añadir: “…pero tú ni caso, en cuanto sientas ganas de pujar pujas!” Eran las 9 y pico de la mañana, de 6 cm. y empezando a pujar; mi niña asomó su cabecita pasadas las 10…

Joseba tuvo el tiempo justo de llevar a Ekaitz corriendo al cole. La idea era en principio que mi niño asistiera al parto, pero era una idea que implicaba que hubiera alguien allí disponible para él, pendiente de él, y como ni Carmen ni David finalmente iban a poder estar presentes… Optamos por llevar a Ekaitxu al cole explicándole que para cuando volviera, unas 3 horas después, la tatita ya estaría en casa esperándole. Creo que fue una buena decisión. Creo que todo salió como tenía que salir. Joseba volvió a casa en unos 20 minutos (creo que intentó comentarme algún chascarrillo del patio y yo le grité fuera de mí un “No me hables ahora!!!!!” que lo dejó paralizado) y para entonces yo, que seguía arrodillada y aferrada a la pelota, definitivamente pujaba y rugía. Eran rugidos, sí, rugidos como los que podría hacer una leona o una osa o… Un sonido evidentemente animal que me sorprendía a mí misma, que no sabía muy bien cómo estaba produciendo pero que claramente salía de mi cuerpo y que, estoy segura, jamás podría reproducir en circunstancias digamos “normales”. Era alucinante. Rugía y pujaba, pero no eran unos pujos ordenados, respirados, medidos… Pujaba de una manera animal también, casi sentía que mi cuerpo pujaba sólo o, más bien, que era mi niña la que estaba haciendo fuerza para salir y que yo me limitaba a acompañarla en su salida. Noté centímetro a centímetro cómo Haizea descendía por el canal, como presionaba para salr… Lo noté con una claridad meridiana, y ese descenso me produjo una sensación de escalofrío por la espalda que me entrecortó la voz y me hizo estremecerme y perder el control de mi cuerpo, como en un orgasmo. No hablo de que hubiera placer, pero sí esa pérdida total de voluntad, ese desfallecimiento muscular y ese abandono propios del orgasmo. Hasta mi voz era “esa voz”… Si tengo que definir en pocas palabras las sensaciones de aquella media hora de expulsivo, esas palabras serían: una fuerza de la naturaleza. Algo que me atravesaba pero que no provenía de mí, una energía prestada, una tormenta o un maremoto o… una fuerza extraña a la que mi cuerpo, abandonado, le servía de vehículo. La fuerza pura de la vida, digo yo…

No recuerdo haber sentido el famoso “aro de fuego” ni esa sensación de “partirse en dos”. Si la de estar intentando expulsar algo muy grande por un orificio muy pequeño (me venía a la cabeza la coliflor de Edurne, jejeje…), y ésa era una sensación tan clara que en un momento se me nubló la confianza y le pregunté a Sonia: “-Sonia, tú crees que voy a poder hacerlo?????” Su respuesta: “Olatzi… ya lo estás haciendo!!!!!” Y sí, lo hice. Empujando con toda mi alma, en cuclillas y finalmente casi incorporada, parí a mi niña. Haizea nació finalmente. Salió de mi cuerpo e inició su nueva vida fuera de mi… aunque siempre cerca, muy, muy, muy cerca. Fue un momento indescriptible e inolvidable que me sigue poniendo la piel de gallina al recordarlo. El momento de recibirla en mis manos y acostarla en mi pecho y dejarla que descansara ahí del trabajo de titán que había hecho… ( con pequeño susto incluido porque nació con una circular prieta y le costó unos segundos reaccionar; segundos que fueron una eternidad a pesar de que la matrona no perdió jamás la calma y todo lo solventó con decisión y con tranquilidad…) Y escucharla después lloriquear y sentir sus pataditas en mi vientre y notarla reptar hacia el pezón y ponerse a mamar… Qué grande. Qué hermoso. Qué maravilla. La placenta salió unos 20 minutos después y Joseba, solo después, se encargó de cortar el cordón. Me habría gustado probar a hacerme un batidito con la placenta, pero no había nadie dispuesto a preparármelo y yo estaba a otros menesteres, así que… Joseba se dedicó a llorar en silencio emocionado, Sonia (qué amor de mujer…) lo recogió todo y se encargó de que la casa volviera a ser habitable, y yo me quedé tumbada en el sofá, enamorándome a cada instante de esos 3 kilos 600 gramos de fuerza, de carácter y de vida. Creo que vivir el parto juntas de una forma tan plena y tan consciente nos ha unido de manera especial, que ha establecido un vínculo entre nosotras diferente al que me une a su hermano mayor; no mayor, no más fuerte, no mejor, ojo… El vínculo con Ekaitz es algo sagrado y existencial, es un vínculo como no estableceré jamás con nadie… Digo sólo “diferente”. Quizás más físico, más orgánico, más “bruto”, más carnal… No sé muy bien cómo expresarlo. Solo sé que desde el momento mismo en que nació tengo una confianza enorme en mi hija, en sus capacidades y en su potencial, y siento por ella un enorme respeto. No la veo como un bebé frágil y desvalido sino como una cómplice, una compañera vital, algo así… (Vale, vale, ya he vuelto a mis desvaríos…)

Se supone que después del parto la madre y la hija “deben” pasar unas cuantas horas en un estado de alerta tranquila, reconociéndose, oliéndose, etc., pero mi niña y yo, después de un buen rato de teta, nos dormimos abrazadas durante una hora o un poquito más, hasta que Ekaitz llegó del cole e hicimos las presentaciones de rigor. “Ekaitxu, ésta es Haizea, la hermanita…” “Qué guapa…” y le dio un besito en la frente. Y unas horas más tarde, nos sentamos los cuatro (la niña en todo momento sobre mí, como sigue ahora, mientras os cuento todo esto) en la mesa a comer almejas y salmón a la plancha, a charlar y a reírnos.

Y así fue. Joseba, Sonia y yo. Y después llegó Haizea. La parí con toda mi alma y ella nació como y cuando quiso. Yo tuve el parto que soñaba y ella el nacimiento que merecía. Y luego Ekaitz volvió a casa y se metió con nosotras en la cama, y ver su cara de amor absoluto, de ternura y de inocencia y de sabiduría infinitas fue como un premio, como una constatación de que, por fin, todo está en su sitio. Y la familia creció (en lo físico y en lo emocional!) aquella mañana, y fue todo tan íntimo, tan auténtico, tan necesario…

En fin, ahí tenéis mi historia; nuestra historia; ahora, también, un poquito la vuestra.

Gracias por leerme y mil besos a todas…