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El parto de Carla. Nacimiento de Camilo

Soy consciente de que he tenido mucha suerte, el nacimiento de Camilo ha sido probablemente el momento más hermoso e intenso de mi vida.

Antes de quedarme embarazada había reflexionado mucho sobre partos y crianza. Durante el embarazo de mi hermana me leí un libro de la matrona estadounidense Ina May Gaskin que me hizo temer bastante los partos en instituciones hospitalarias por razones que sigo defendiendo. Otra idea que retuve de ese libro es que por mucho que se nos lance la idea contraria, nuestros cuerpos saben parir.

Siempre pensé que cuando se acercara el momento de mi parto yo sería de esas futuras madres que se lo leen todo, estudian las estadísticas y bien hacen lo que sea para tener a su criatura en un hospital conocido por sus prácticas de parto natural, o bien paren en casa. Pero por algún motivo cuando llegó mi momento no tuve ningún deseo de documentarme demasiado sobre el tema. Mi embarazo fue muy bien desde el principio y lo único que me pedía el cuerpo era disfrutar todas las sensaciones, estar tranquila y confiar. No veía ninguna alternativa a parir en el hospital que me tocaba —en absoluto conocido en términos generales por políticas de parto natural o respetado— que fuera viable y no supusiera poner patas arriba la vida tranquila que llevamos mi pareja y yo y, aunque barajamos la posibilidad del parto en casa, no me sentía cómoda con la idea. Parir en un hospital con las características deseadas supondría mudarnos un mes o dos antes de la fecha probable, lo cual sería una fuente de estrés y presentía que dificultaría tener un parto como el que quería. ¿Qué parto quería? En el fondo lo tenía muy claro, pero realicé un esfuerzo para alejar toda expectativa del nivel consciente. He conocido a demasiadas madres que llegaron al paritorio con una noción muy clara de querer un parto natural y salieron de él decepcionadas, o lo que es peor, con la autoestima tocada o incluso sentimiento de culpa, así que me esforcé por hacerme a la idea de que quizás no aguantara sin epidural, de que existía la posibilidad de que mi pequeño naciera mediante cesárea. Hace tiempo conocí a un militante a favor de los partos naturales que paradójicamente fue quien me dio el mejor argumento para que no me obsesionara por conseguirlo. El argumento era que si bien el momento de nacer es muy especial en la vida de la madre y la criatura, se trata solo de un día, a partir del cual tienes al menos 365 días multiplicados por 18 años para intentar hacer las cosas bien. Esa es la filosofía que nos guió cuando, frente a la falta de alternativas y para evitar preocupaciones durante el embarazo, decidimos seguir adelante por los cauces de lo que nos tocaba, ir al hospital de Navalmoral, sin contratar matronas ni doulas ni leer teorías. Podría haber sido de otra manera, pero esa fue la intuición que tuve, y mi pareja me acompañó y apoyó en todo momento.

Estuve trabajando hasta un par de semanas antes de salir de cuentas, y durante todo el embarazo no dejé de dar paseos largos, ir a la huerta y estirar en casa. Tomé buena nota de todos los consejos: desde la semana treinta hicimos el masaje perineal tres o cuatro veces por semana, bebí infusiones de frambueso a espuertas y en el último mes practiqué un ratito de yoga casi todos los días. Me sentía bien, con pena por que finalizara el embarazo durante el que tan feliz había sido y con ilusión, no solo por conocer al pequeño, sino también por vivir el parto. Camilo se retrasó una semana, y las tres veces que fui a monitores al hospital lo hice feliz y sonriente, con ganas de conocer al equipo de matronas y ginecólogas. Por cierto, allí me dieron otro feliz consejo para que no se me siguiera retrasando el parto, mantener relaciones sexuales.

Al comenzar la semana 40 noté un cambio significativo en mi cuerpo y en mi ánimo. Rompí el tapón mucoso, la pesadez empezó a ser mayor y algo estaba pasando en mis caderas, la presión en el suelo pélvico era grande. Esa semana me tomé más en serio los paseos y los estiramientos en casa. El quinto día de esa semana amanecí con contracciones. Al principio me costó identificarlas, eran como dolores fuertes de regla. Duraron unas cuantas horas, pero cuando comenzamos a cronometrarlas se fueron espaciando y se detuvieron. Hice vida normal y por la noche volvieron, algo más intensas y regulares, pero de nuevo desaparecieron al salir el sol. Ese día seguí mi vida como si tal cosa. Por la tarde fuimos a dar un paseo y comencé a tener contracciones muy espaciadas que ya no desaparecerían hasta que naciera Camilo. Cené muchísimo (algo de lo que más tarde me arrepentiría), estuvimos charlando y nos fuimos a la cama. Las contracciones se iban sucediendo y a lo largo de la noche fueron haciéndose más intensas y regulares, coincidiendo con una mala digestión por mi ansia durante la cena. Al amanecer Ernesto, mi pareja, empezó a cronometarlas y todo indicaba que ese sería el gran día. Efectivamente, hacia el mediodía ya tenía dos cada diez minutos de al menos un minuto, dolorosas aunque tolerables.

Llegamos al hospital y me recibieron una matrona, un matrón y una ginecóloga que ya me habían tratado en monitores y con los que había pasado un buen rato charlando mientras me auscultaban y miraban las constantes del bebé; empezábamos bien. Un momento importante fue cuando el matrón, Antonio, me dijo que él sería quien atendiera mi parto. Antonio tiene una fama que roza lo épico en en la zona rural en la que vivo, estando embarazada prácticamente todas las mujeres que han sido madres con las que me crucé me dijeron algo así como que si te toca Antonio, todo va bien. Algunas lo decían por experiencia propia, otras por referencias. Saber que estaba en buenas manos me reforzó en mi mantra de confiar y fue una de las claves de lo maravilloso que fue todo el proceso.

Antonio me preguntó que cómo quería que fuera mi parto. Yo llevaba rellenado el plan de parto que me había dado la matrona de área, pero en lugar de dárselo hablamos sobre ello entre contracción y contracción: podría moverme hasta el final, no iba a estar monitorizada constantemente, ni conectada a sueros. Si todo iba bien podría parir en la sala de dilatación, no se habló de inyectarme oxitocina, se evitaría realizar una episotomía y en principio y por deseo mío, tampoco se me pondría la epidural. Al enterarme de que estaba ya de cuatro centímetros me puse contentísima, porque llegué temiendo que como primeriza que era me mandaran a casa de vuelta al no tener ni siquiera borrado el cuello del útero.

Así que comenzó la parte más intensa de la aventura. Me fui a la habitación de planta a ponerme mi propio camisón, volvió Ernesto de hacer unos trámites en administración, le conté cómo había ido todo y a partir de ahí, y de la mano, nos lanzamos a las que serían las horas más intensas de nuestras vidas. Ya que menciono las horas, algo curioso es que perdí la noción del tiempo. No miré la hora ni pregunté por ella, y por algún extraño fenómeno químico, a pesar del indescriptible dolor podría decir que el parto no se me hizo largo. Hay detalles que justo después del nacimiento ya no recordaba y otros que casi dos meses después recuerdo muy nítidamente.

Las contracciones se fueron volviendo más serias. Yo me había imaginado en mi propio parto activísima, haciendo mil posturas de yoga, usando la pelota de pilates de distintas maneras y practicando varios tipos de respiración, pero lo cierto es que llegado el momento y a pesar de que Antonio me animaba a moverme, pasadas unas horas me costaba horrores dar un par de pasos. No me sentí cómoda con la pelota de pilates, y solo me aliviaba respirar de un modo: profundamente, con espiraciones mucho más largas que las inspiraciones. La única postura que me ayudaba cuando llegaban las constracciones era inclinar el tronco apoyando las manos y los brazos en el alféizar de una ventana o agarrándome a cualquier superficie que estuviera más o menos a la altura de mi pecho, como las barras laterales de la cama.

El dolor era terrible. Hubo un momento, a las tres o cuatro horas de llegar al hospital, en que pensé en pedir la epidural. Como había expresado mi deseo de que no me la pusieran, no se me ofreció explícitamente, lo cual fue determinante en que aguantara, de lo que me alegro muchísimo. Hubo un par de pensamientos que ayudaron a pasar el dolor. Uno, díficil de explicar por abstracto, era visualizar la onda de intensidad de la contracción como una especie de ola que debía en cierto modo navegar, sin ir en contra de ella, fluyendo en su dirección. Otro, un poco místico y que me habría hecho sonrojar en cualquier otro momento, era pensar en todas las mujeres del mundo que habían parido y estarían pariendo en ese momento. El primero me ayudaba a no perder el foco, el segundo me daba paz.

Ya estaba plenamente dilatada. Recuerdo claramente el instante en que tuve ganas de empujar y cómo sentí que era un hito, ya faltaba menos. Se me dio permiso para hacerlo y fue en cierto modo un alivio. Todavía estaba de pie y andando en la medida de lo que podía, y en uno de esos primeros pujos rompí parcialmente la bolsa. Notaba cómo bajaba la cabeza y se iban abriendo las caderas. A las cinco horas aproximadamente de llegar, a eso de las seis de la tarde, comenzó el expulsivo. Antonio nos dijo que duraría media hora, y aquí me sucedió algo curioso, y es que por la confianza que deposité en él, mezclada con la desorientación temporal de la que hablaba, para mí fue media hora, a pesar de que acabaron siendo dos. Si quien me estaba guiando me decía que el expulsivo iba a ser corto, sería corto, y así lo viví. Supongo que sería también la fase más dolorosa, pero también quizás por el mismo proceso químico que no entiendo, no la recuerdo como tal, sino como un momento liberador y salvaje. Un dolor con sentido.

Estábamos en la sala de dilatación y me encontraba sobre una cama articulada, mucho más amable y cómoda que los potros del quirófano. Viendo que iba a llegar el momento Antonio me puso una vía por si fuera necesario usarla, ya que hasta entonces había estado como en mi casa con mi camisón, y no se me había suministrado nada. Además, nos preguntó si queríamos sacar al bebé, primero a mí y luego a Ernesto. Dudamos, pero ninguno de los dos se atrevió. Si bien no puedo decir que me arrepienta, porque en su momento estaba totalmente inmersa en una especie de trance y centrada en gestionar el dolor, si volviera a tener esa oportunidad en un segundo parto la aprovecharía sin vacilar. También rechacé la opción que se me ofreció de ver la salida de Camilo mediante un espejo, sentí que me sacaría de ese lugar de concentración en el que me encontraba. Antonio me fue guiando para buscar las mejores posturas para empujar. Aquella en la que pasé más tiempo fue de lado, agarrándome con una mano a mi pareja, con otra a la barra de la cama y con una pierna en el hombro de Antonio. Hacia el final me dijo que iba a romper la bolsa porque estaba obstaculizando. Fue algo totalmente indoloro. Probé a ponerme a cuatro patas, pero no me ayudó a empujar con fuerza. Di los últimos pujos tumbada boca arriba, agarrándome las rodillas con las manos.

Creo que nunca se me olvidarán los últimos momentos antes de que naciera Camilo. Iba sintiendo cómo mi hijo iba bajando dentro de mí con cada pujo, centímetro a centímetro. Me dijeron que ya se le veía la cabeza. Seguí empujando hasta que pude tocar su cabecita entre mis piernas. Tenía pelo, era suave, blanda. Fue un instante de alegría animal, ya solo quería tenerle entre mis brazos, así que empujé con todas mis fuerzas un par de veces más, ya estaba toda la cabeza fuera. Otro par de pujos y sentí salir su cuerpo. Un segundo después llegó el momento más dulce. Camilo estaba sobre mí, suave y precioso. Lo que más recuerdo era su olor, olía tan bien, era un olor indescriptible y no comparable a ningún otro. Camilo estaba sobre mí, Ernesto a mi lado y todo había ido bien. Ya no me acordaba del dolor.

Todavía quedaba expulsar la placenta, me resultó extraño sentir cómo salía esa masa blanda. Antonio me presionó el vientre para que acabara de expulsar todo lo que quedara dentro—que seguro que tiene algún nombre técnico—, y no era poco. Parece ser que sangré bastante, así que se me puso oxitocina para facilitar las contracciones del útero y reducir el sangrado. En uno de los últimos pujos me desgarré ligeramente, por lo que hizo falta darme un par de puntos. Creo que hasta entonces había soportado el dolor con bastante dignidad, pero esas últimas molestias— la expulsión de la placenta y los puntos— las llevé casi peor que las contracciones más dolorosas. Una vez con mi niño en brazos, todo lo demás me sobraba.

Para la fase del expulsivo habían llegado a la habitación varias enfermeras, y cuando ya todo hubo acabado se encargaron de los cuidados con enorme delicadeza. Tanto de los míos— limpiarme, quitarme el camisón, cambiarme de cama, etc.— como de los de Camilo, que se hicieron sobre mí, sin separarnos ni un segundo.

Pasamos a la habitación de planta. Me dejaron desnuda y a Camilo también, sin lavar y con su maravilloso olor, piel con piel. Sentir su calorcito fue lo más precioso del mundo. No tardó mucho en encontrar la teta y engancharse a lo que está siendo su actividad favorita a día de hoy, ocho semanas después. Durante los dos días y medio que pasamos en el hospital a partir de entonces recibimos un trato maravilloso por parte de todo el equipo, enfermeras, auxiliares, etc.

Comencé diciendo que había sido una afortunada. Creo firmemente que tener las opciones que Antonio nos ofreció, como libertad de movimiento, no recibir una episotomía por norma y, en general, estar informada y tener voz, debería ser un derecho en la sanidad pública y no depender de tener suerte con quien esté de guardia cuando te pongas de parto. Yo tuve suerte, toda la del mundo. Porque además de la capacidad de decidir, me tocó algo que no sería fácil de incluir como parámetro en protocolos ni planes de parto, y es una atención llena de cariño y cuidado.

A partir de ese día de hace dos meses empezó otra aventura, la de la crianza. Me sucede que en momentos de desvelo y cansancio, con los llantos del pequeño resonando en los tímpanos, recuerdo la belleza y el salvajismo del parto, y me siento fuerte. Capaz de todo.