El parto de Júlia en mayo 2020
Un domingo de junio me decidí a decirle algo a Santi, mi pareja, que llevaba un tiempo pensando. Resulta que él también lo había estado pensando e incluso hablando con algunas compañeras de trabajo: Íbamos a traer una criatura al mundo.
A pesar de algunos miedos y preocupaciones, el embarazo llegó muy rápido. En septiembre ya estaba embarazada así que en algún momento del mes de agosto ocurrió la magia. Salía de cuentas el 29 de mayo.
Tuve un embarazo muy bueno, sin prácticamente ninguna molestia, con energía y con mucha mucha ilusión.
Justo después de mudarnos a nuestra casa nueva llegó la pandemia. Yo acababa de coger la baja para poder dedicarme tranquilamente a mis clases de yoga para embarazadas, preparación al parto, lactancia... Todo cancelado. Todo paralizado. Aún así, pasé un confinamiento muy tranquilo porque nuestra casa está en pleno monte. Pude pasear, descansar e informarme sobre el parto online, con vídeos y algún libro.
Estaba tranquila, confiada, segura de mí misma y de mi capacidad para parir, confiaba en el buen hacer y el buen nombre que tenía respecto a parto natural y respetado el hospital al que iba (hospital de Manises) llevaba mi plan de parto, había escrito mis afirmaciones como decía el libro de hipnoparto, llevaba en el móvil la música relajante que había elegido para ese momento, tenía la bolsa de la bebé preparada (y revisada unas treinta veces), la sillita lista en el coche, todo limpito...
Y llegó el 28 de mayo, cita en monitores. Esa habitación donde se escuchan pequeños corazoncitos latir con esa rapidez y esa fuerza tan característica. Las otras mamás mirando el móvil. Yo no podía dejar de pensar en Júlia, que llevaba meses moviéndose como una verdadera gimnasta olímpica. "Está todo bien Patricia, te damos cita en 10 días por si aún no te has puesto de parto". Al llegar a casa (en el coche con mis padres) me empecé a encontrar rara, como muy mareada y con mal cuerpo. Como la cita en monitores había sido muy temprano (alrededor de las 8 de la mañana), al llegar a casa me eché en el sofá (sobre las 11) y dormí un rato. Mis padres me vieron tan dormida que se fueron para que pudiera descansar mejor. Cuando me desperté, a eso de las 12.30, tenía todo el pantalón mojado, y también el sofá. Al principio pensaba que era sudor, pero era demasiado... Había roto aguas. Llamé a Santi para que fuera viniendo del trabajo, le dije que me encontraba bien así que no tenía que correr (cosa que, obviamente, sí hizo). En todo ese tiempo perdí muchísima agua, no daba a basto con las toallas, ¡aquello sí que era como en las películas!
Llegó Santi y muy emocionados comimos e intentamos dormir un poco. Seguía perdiendo agua pero como no tenía contracciones, no pensaba en ir al hospital todavía... (había visto vídeos sobre el parto muchas veces pero no me acordaba cuándo había que ir en caso de romper bolsa... ¡un desastre!). Por la tarde salimos a pasear con los perros y aquello empezó a dolerme un poco más. Así que plantamos unas semillas de nogal que queríamos plantar el día en que naciese Júlia, las regamos y salimos para el hospital, que está a unos 45 minutos de nuestra casa. En el coche me iban doliendo un poco más las contracciones pero era soportable. Al llegar allí, me vio el matrón y me dijo que aún no estaba dilatada y que aún me quedaba, y me preguntó "¿por qué no has venido antes, mujer?" "Porque no tenía contracciones, le dije yo…" Eran las 22.00 y me dijo que si a las 8 de la mañana no me había puesto de parto me lo tendrían que inducir. Todavía me pregunto qué necesidad tenía de hacerme sentir mal por no haber ido antes cuando había tanto margen todavía... Soy primeriza, y él lo sabía, no tengo ni idea de dónde me estoy metiendo... Dame confianza y seguridad que es lo que necesito, digo yo... Acto seguido me dejó en la sala de monitores (donde había estado esa misma mañana) junto a otra chica que iba a dar a luz a su tercer hijo y tenía las contracciones más fuertes y seguidas. Teníamos que esperar allí a que trajeran los palitos para hacernos las pruebas del maldito coronavirus. Estuvimos DOS HORAS de reloj SOLAS, oyendo cómo el equipo de matrones/as, ginecólogos/as y enfermeros/as cenaban y charlaban animadamente en la sala contigua, al parecer comida china que Santi vio cómo traían, y veían vídeos divertidos en el móvil. Dos horas paseándome por el pasillo para evitar a esta pobre chica que me iba transmitiendo su dolor, me preguntaba por qué no quería la epidural y que seguro que al final me la ponía y que hacía viodeollamadas con su amiga que estaba en la sala de espera, justo detrás de un cristal de la habitación donde estábamos las dos. Santi ya estaba desesperado, y yo ahora soy consciente de que aquella incertidumbre y soledad no fue el mejor comienzo de la experiencia tan maravillosa que yo había creado en mi imaginación. Pregunté varias veces cuándo nos dejarían salir de allí, que estábamos solas y que ya había pasado mucho rato... y nos dijeron que había que esperar a las pruebas PCR, que las tenían que traer. Ahora me arrepiento tanto de no haberles dejado las cosas claras y haber reclamado mi derecho de estar acompañada durante la dilatación y de ser atendida apropiadamente... Recuerdo no pasar a la sala de descanso del equipo porque me sabía mal ser pesada o interrumpirles... Maldita educación y maldito patriarcado. Cuando por fin vino un celador con las pruebas (del almacén que había dos pisos más abajo), nos las hicieron y me pasaron con Santi a una habitación.
Yo no quería ponerme la anestesia epidural porque había leído las contraindicaciones que tenía y prefería sentir a la niña salir. Estaba convencida de que, con todo lo que me lo había trabajado, podría soportar perfectamente ese dolor. Nada más lejos de la realidad. Una de las cosas que me gustaba del hospital de Manises era la casa de partos, una habitación muy bonita, decorada como una casa, con una bañera, cuerdas para cogerte del techo, analgesia alternativa y demás... Con la llegada del covid todo ese plan se fue al traste (aunque tampoco pregunté si tenían sala de dilatación... Nos dijeron que pasáramos a la habitación y obedecimos). Estábamos en una habitación normal del hospital, con una cama, una ducha y un sofá. Puse mi música de relajación y me iba dando duchas calentitas en cada contracción, intentando recordar las posturas que nos habían enseñado, y anotando en el móvil la hora y la duración de cada contracción. Medio discutimos porque yo no me colgaba de la forma en que habíamos visto en aquel póster del centro de salud... Me intenté colocar en la cama, pero no había manera, aquello dolía muchísimo, sentía que me partía en dos y temía la siguiente contracción. Al contrario de lo que aconsejaban, mi mente estaba descontrolada. Pedí a Santi que llamara a la ginecóloga porque me habían dicho que podían ponerme analgésico (pero no se referían a la epidural, creo) y la ginecóloga me dijo que tenía que esperar un poco más, que iba a ver si podían dejarme una pelota de pilates, pero tampoco había por protocolo covid... (que alguien me lo explique, se desinfecta y ya, ¿no?). A los diez minutos volví a pedirle a Santi que llamara, él me decía que a penas habían pasado unos minutos pero recuerdo suplicarle que por favor necesitaba algo, la anestesia que me habían dicho, pero vino la enfermera y me dijeron que no, que era la epidural... no se podía usar el gas entonox porque al ser algo respiratorio por protocolo (acabé odiando esta palabra) del covid no se podía usar. Vale, entonces le pedí a Santi la epidural, por favor la epidural... pidiéndole absurdamente perdón (porque habíamos hablado mucho del tema) y que no podía más. En otra habitación, me pincharon la anestesia muy bien y muy rápido y en seguida se calmó mi dolor (aunque recuerdo preguntar cuánto tardaba en hacer efecto y al decirme cuánto (que ni lo recuerdo) pensé: uff tanto??? Me tumbé en una camilla y allí pasamos el resto de la noche. Me puse la música relajante de nuevo y estuve creando la lista de difusión de whatsapp para enviar la foto de la nena cuando naciera. El monitor que tenía en la barriga pitaba constantemente, cada cinco minutos... Santi estaba tumbado en un butacón medio dormido y se levantaba cada vez a apagar ese pitido (como nos habían dicho que hiciéramos). En un momento dado vinieron la ginecóloga y el matrón y nos dijeron que parecía que faltaba algo de oxígeno en el cordón umbilical y que había que hacerle la prueba del PH. Le harían una punción en la cabecita a través de mi vagina, que sería indoloro para ella y así nos aseguraríamos de que todo está bien. Fuimos al paritorio e hicieron la prueba. En ese momento yo tenía las piernas completamente dormidas. Sabía que allí tenían la famosa walking epidural pero me dolía tanto que ni caí en preguntar (aunque probablemente no hubieran podido ponérmela "por protocolo covid"...) . En paritorio la primera prueba salió dudosa, por lo que tuvieron que pinchar de nuevo y repetírsela. Al fin, a los veinte minutos salieron los resultados y estaba todo bien, podíamos continuar con el parto. Volvimos a la habitación y empecé a sentir molestia en la zona de la pelvis y notaba a Júlia moverse más. El matrón me dijo que intentara ir empujando poquito a poco, a ratitos. Lo hice pero estaba tan agotada que no me daba mucho el cuerpo... Al rato me dolía un poco más la pelvis y el matrón me subió un poco la dosis de la epidural (Santi recuerda los números de las cantidades, yo no). En mi opinión, creo que se pasó porque me quedé frita, no profundamente dormida pero muy grogui, ya eran las seis de la mañana. Quiero pensar que lo hizo porque mi parto era un parto en seco y, como he sabido después, es más doloroso aún que de normal. Al momento (Santi dice que una hora después), vino el matrón y me dijo que era el momento de ir a paritorio. Pasé allí sin Santi y en la típica silla con las piernas hacia arriba (potro) de toda la vida, con la luz blanca y brillante de aquella sala (nada que ver con el paritorio con luz tenue que yo había pedido en mi plan de parto. Al ser un parto instrumentalizado (dicen) no es posible mantener estas condiciones. No entiendo por qué). Y delante de unas seis personas me pedían que empujara como si fuera a hacer caca. Así lo hice unas tres o cuatro veces, cogida de las "asas" de aquella silla. Una de las ginecólogas me decía que lo estaba haciendo muy bien, y le decía por lo bajini a la otra ginecóloga que no haría falta no sé qué, que yo empujaba muy bien. Recuerdo mirar a los lados y no ver a Santi y después verlo ahí asomado, retenido por un celador. Finalmente pudo entrar y vio cómo utilizaban la ventosa y me hacían la maniobra Kristeller (que está prohibida): el matrón (altísimo) empujaba desde encima de mi barriga con sus brazos para empujar a la niña hacia fuera. Y por fin nació Júlia, que tenía una vuelta de cordón (no recuerdo cuándo me dieron esta información, pero durante el parto no. Tengo entendido que no es necesario comunicarlo ya que no es relevante para la madre (ni tranquilizador) ni supone un riesgo para el bebé per se. Los bebés están envueltos en el cordón como un ovillo y si hay vuelta, al salir simplemente se le quita o se le corta... Eso tengo entendido. Supongo que el uso de la ventosa aquí sería por la falta de líquido, que a la nen. le costaba bajar por el canal del parto...) Se la llevaron corriendo a una mesa delante de mí (aunque yo solo veía la espalda de la pediatra) y recuerdo querer preguntar si estaba bien pero no me salía la voz. En seguida la pusieron sobre mí y lloraba mirándome con sus ojitos de chinita. Y su papá y yo lloramos también. Me suturaron los tres puntos de la episiotomía y me enseñaron la placenta (que no recuerdo en absoluto). Aquí llegó una de las cosas más horribles que recuerdo de toda la experiencia: los temblores. Me temblaba todo el cuerpo exageradamente por la epidural. Pregunté varias veces que qué me estaba pasando, que cuándo se me iba a pasar eso. No me sentí muy escuchada, sinceramente, y me dijeron de mala gana que en unos minutos. Me sentía tan fuera de control que pedí a Santi que cogiera a Júlia porque me parecía que se me iba a caer. En la habitación, vomité y la volví a coger.
Segundo capítulo: la lactancia. Me dijeron que me la pusiera al pecho y se fueron, y yo, que tenía muy poca idea, no lo supe hacer bien y Júlia se agarró de la punta de mi pezón, haciéndome por supuesto unas grietas muy dolorosas que tardarían en irse unas semanas.
No voy a mentir. El primer día de vida de Júlia fue un infierno mentalmente y físicamente para mí, tratando de asimilar el miedo y la incertidumbre que había pasado en el parto y ofreciéndole el pecho a la bebé con muchísimo dolor, gritos y lágrimas. Busqué información en Internet y hablé con amigas mamás que me intentaron tranquilizar y aconsejar, pero pasé la noche en vela (la segunda, con la del parto). Ningún miembro del equipo médico vino a supervisar mi lactancia hasta que, una de las enfermas me vio llorando y me preguntó: "¿qué te pasa, mami?" Y entonces me ayudó con el agarre, pero aún así seguía doliendo mucho. Júlia estaba muy adormilada y necesitaba comer y expulsar el meconio, así que me trajeron un par de biberones y nos enseñaron cómo hacer que saquen el aire… Ahora he sabido que el calostro es laxante y, si me hubieran ayudado con el pecho desde el principio, podría haber hecho caca sin ayuda (como al final sí hizo falta) y la historia hubiera terminado de forma muy distinta.
Le hicieron algunas pruebas y analíticas, vinieron a sacarle sangre los más inexpertos del hospital y le hicieron una escabechina; al final vinieron los "veteranos" y un poco lo mismo, cogiéndola entre varios en vez de dejarla en mis brazos, poniéndole el dedito en la boca (con sus guantes, que venían de tocar la puerta y otras cosas más) en vez de mi pecho o mi dedo… Y que le diera el sol un poquito nos dijeron.
Cuando ya estábamos casi preparándonos para irnos, llegó el pediatra con la peor noticia que me han dado en mi vida: por sufrimiento en el parto (o por una analítica posiblemente adulterada de la cantidad de vueltas que le habían dado) tenía la bilirrubina alta y debían darle fototerapia. "Pero será aquí en la habitación, no?". Pues no. Ingresaría en neonatos y, nosotros, ya que yo ya tenía el alta hospitalaria, debíamos abandonar la habitación. Insistimos en que preguntaran si era posible que nos quedáramos, pero no había nada que hacer, después de comer debíamos salir. La enfermera nos consolaba con que podíamos estar en la sala de espera, que al menos había unos butacones reclinables. Y el pediatra me intentaba animar diciéndome que en neonatos eran expertas en lactancia y me iban a ayudar muchísimo… Nos trajeron la comida y se llevaron a Júlia (no sé por qué no fuimos con ella, no sé por qué no nos lo ofrecieron ni nosotros lo hicimos directamente… yo estaba totalmente en shock). Comimos en silencio, los dos mirando al frente, llorando a turnos. Nos dijeron que en el hospital de Manises la unidad neonatal está abierta 24 horas a los papás pero que ahora, por protocolo covid, sólo podíamos entrar uno de los dos cada tres horas (menos mal que eran expertos en lactancia…). Entramos por turnos a ver a Júlia y daba muchísima lástima dentro de esa caja con tantos pitidos y cables y con esa especie de casco y gafas de tela… Bajamos a tomar el aire y nos sorprendieron mis padres, que ya sabían lo que pasaba, con comida y ánimos. Ahora lo recuerdan y dicen que estábamos totalmente idos, como en otro lugar. Yo nos recuerdo intentando no perder la compostura, racionalizando el momento y muy muy unidos, apoyándonos el uno al otro.
Aquella tarde entré un par de veces a darle el pecho a Júlia (seguía con dolor, pero menos, y pedía ayuda con el agarre en cada toma; me enseñaron a usar el sacaleches... después de cada una le daba un biberón, algo que tampoco entenderé jamás ya que Júlia no estaba allí por bajo peso, y yo no tenía la cabeza para cuestionar… Me daban el bibe y se lo daba, todo para que estuviera bien y poder irnos a casa pronto). Yo le contaba cómo era nuestra casa, con el nombre de todos nuestros animales, que la estaban esperando allí, todas los árboles y plantas que teníamos y lo que le iba a gustar… Pero que solo iríamos cuando ella estuviera preparada ya que mamá y papá estaban bien y estarían allí el tiempo que hiciera falta.
En una de estas visitas a neonatos ocurrió esta anécdota que recuerdo con mucha tristeza: las mamás entrábamos haciendo cola, a lavarnos las manos y ponernos gel, y con la mascarilla, por supuesto. Detrás de mí entró una mamá extranjera, muy joven, que al no ver a su bebé en la incubadora donde le había dejado, se puso muy nerviosa a llorar y a preguntar en su idioma, y me pareció que no entendía bien el español. Las enfermeras corrieron a tranquilizarla diciéndole que estaban bañándole (nunca entenderé por qué no esperan a las mamás para que al menos les acompañemos en su primer baño, tan importante para nosotras, o que les podamos tener al pecho para sacarles sangre, y otras muchas situaciones que allí no se cumplieron), y la pobre chica rompió a llorar más aún. Yo, que estaba viendo todo desde la puerta, instintivamente abracé a aquella chica, llorando con ella, por encima del protocolo, la mascarilla y toda la historia… Las enfermeras, muy desafortunadamente, comentaron “Uy las mamis cómo están con las hormonas…”.
Aquella tarde nos dijeron que, a pesar de lo que nos habían dicho previamente sobre pasar la noche en la sala de espera (en ningún momento pensamos en irnos a casa ya que tenemos 40 minutos de coche y entraba cada tres horas y estaba una hora dentro, así que era absurdo… Además de que por nada del mundo queríamos separarnos de Júlia. Solo con pensar en llegar a casa sin ella se me caía el mundo encima), “por protocolo covid” solo podía estar en aquella sala uno de los dos. Una sala de espera vacía, a excepción de otra mamá que llevaba días durmiendo en esos butacones, recién parida (sí, que me vuelvan a contar el cuento del parto humanizado y respetado del hospital de Manises. Allí la humanidad brillaba por su ausencia) y no puso ninguna objeción a que nos quedáramos, respetando la distancia, con la mascarilla y blablabla… Nos hicimos un poco los suecos y ya por la noche nos dispusimos a intentar dormir. A las tres de la mañana le tocaba otra toma y yo estaba medio dormitando como podía en aquellas butacas duras, y Santi también. Vino la enfermera a avisarnos y, al ver a Santi allí, llamó a un celador a ECHARNOS de la sala. Le expliqué que tenía dolor en el pecho, los puntos de la episiotomía, no podía levantarme ni ir al baño sola… Pues su respuesta fue: “Lo siento, es el protocolo”. Yo estaba tan agotada y saturada que le dije a Santi que le diera un biberón él, y cuando salió nos fuimos al coche. Intentamos no expresar toda la rabia que nos producía aquella situación, la sensación de injusticia y las continuas “bofetadas” de las últimas horas. Júlia nos necesitaba positivos y fuertes, y aquellas enfermeras estaban cuidando de ella así que no queríamos que nuestra actitud pudiera perjudicarla a ella también.
Una de las enfermeras nos dijo que las estancias en neonatos solían ser dos días, que no nos hiciéramos muchas ilusiones sobre la visita de la pediatra del día siguiente.
Durante esa noche (esas horas) en el coche estuve buscando habitación en alguno de los hoteles que hay muy cerca de allí, ya que está junto al aeropuerto, pero por las restricciones de ocupación aparecía todo lleno o sin disponibilidad.
Tras hablar mucho y reflexionar, le dije a Santi: “Si mañana Júlia no está a punto de morirse, si no está grave, nos la llevamos a casa, se lo explicaré a la pediatra”. Y las siguientes horas, lejos de dormir, mi mente recitaba los mil y un argumentos que le iba a dar, aunque también tenía miedo de que su reacción no fuera buena.
Esa larga noche, en la madrugada, vimos varias veces a las enfermeras de neonatos estar allí sin la mascarilla, cogiendo a los bebés sin ella (con olor a tabaco una de ellas, además) y algunos celadores y otro personal que entraba allí tampoco la llevaban. Flipando, hicimos algunas fotos de esto y decidimos callar, por salvar de nuevo las pocas fuerzas que nos quedaban para Júlia. Entretanto, el coche se quedó sin batería y tuvimos que llamar al seguro… No sabíamos si reír o llorar.
También los trabajadores del hospital que entraban o salían de turno, los de la ambulancia… hicieron corrillo en la entrada de urgencias sin las mascarillas y a poca distancia, fumando o viendo cosas en el teléfono… También hicimos fotos de ello y despotricamos para nosotros lo que pudimos.
Al día siguiente, la hora de la visita de la pediatra no llegaba jamás… Por fin a las 13.00 hablamos con ella; la niña estaba sana, la analítica había salido muy bien y estaba ganando peso rápido (claro, a base de fórmula), pero que, por precaución, era conveniente que estuviera 24 horas más en observación. Me puse a llorar por milésima vez allí y le expliqué nuestra situación, aunque a penas me dejó acabar para darme su respuesta y aliviarme rápido. “Estamos durmiendo en el coche porque vivimos lejos, no tengo ya ropa sin manchas de sangre y quiero darle el pecho pero me duele mucho (“Y yo quiero que le des el pecho”, dijo ella) y yo ya no puedo más, estoy al límite. Si un bebé necesita a su madre bien, yo no estoy bien. Podemos volver mañana a hacerle las pruebas que haga falta pero yo necesito irme a casa”. “Vale, podemos hacerlo así”). Y ahí empecé a llorar de alegría.
La sensación y el sentimiento que me quedó tras el parto ha sido y sigue siendo la pena, la indignación y la decepción. Pena de nosotros tres por el trato que recibimos, tan indefensos y frágiles; indignación por un puto protocolo que ha deshumanizado brutalmente los procedimientos con muchísimos pacientes, no solo en las maternidades sino en otros muchos ámbitos; y decepción por no haberse cumplido ninguna de mis expectativas.
Sigo luchando por sana esa experiencia y, aunque los primeros meses me volvía loca la idea de que tantas mujeres decidieran repetir una experiencia así y me negaba en rotundo a tener más hijos, gracias al empoderamiento que me ha brindado la tribu que he encontrado en Amamanta, a su apoyo incondicional y a tantas y tantas mamás que pasan por situaciones similares o peores a las nuestras, últimamente me replanteo la posibilidad de ser madre de nuevo con la información y el sostén que ahora sí tengo. O, al menos, si decido que Júlia sea nuestra única hija, no va a ser una decisión tomada bajo el miedo. Eso seguro.