Hijas de Lilith
Hija, aprenderás muchas cosas con el tiempo. Aprenderás que el cielo está arriba y el suelo abajo. Aprenderás que las estrellas están mucho más lejos que la luna y que la vaca –pobre vaca-, al final, no puede saltar sobre ella. Aprenderás a caminar y a dejar que tus pasos te lleven lejos. Espero que también aprendas a dejar que sean tus deseos, y los de nadie más, los que guíen esos pasos. Y un día aprenderás, también, que tu madre es profundamente imperfecta. Que quiero estar mona, pero odio maquillarme. Que me encanta leer, pero nunca tengo tiempo. Que las canas, en realidad, no me quedan tan elegantes como creo. Que soy desordenada y caótica. Y que siempre tengo un “lo hago mañana sin falta” entre manos. Pero el relato de cómo llegaste al mundo, mi amor, ahora que faltan poquito más de veinticuatro horas para llegar a tu primer mes de vida entre mis brazos, ya no puede esperar otro mañana más. Lo compartiré con quien quiera leerlo… Pero te lo escribo a ti:
Hijas de Lilith
Así nació mi Reina de las Hadas.
“Génesis 3:16 – A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos.”
La última noche que viviste dentro de mí me desperté, como cada noche de los últimos meses, varias veces. Ahora no encuentro postura, ahora tengo sed, ahora me preocupo por Hugo porque ha estado malito, ahora me desvelo… Y sentada en la cama sentía cómo la pelvis quería abrirse. Sentía cómo un canal entre mis huesos buscaba su lugar. Llevabas un mes ahí abajo, muy encajada. Recuerdo perfectamente el día que te sentí descender, y cómo sentí desplazarse hacia atrás el sacro. Pero en la cama, esa noche, la sensación era diferente: sentía que mi pelvis se abría en horizontal como si unas manos imaginarias empujaran desde dentro. Pensé “Esto es la relaxina… Mañana me pondré de parto.” Desconozco si estaría en lo cierto o no con la relaxina, pero tú naciste horas después. Sabía que venías. Me dormí de nuevo sonriendo.
Al despertar por la mañana sentí la primera contracción. Puede que tuviera alguna antes, pero eran tan leves, tan cortas, ocupaban en mi útero un espacio tan pequeñito, que apenas molestaban. Pero sonreí. Sólo era la primera, pero la reconocí. Claro que la reconocí. Nos habíamos conocido cuando nació tu hermano, y a alguien así no se le olvida…
Me pasé el día esperando perder el bendito tapón. O aunque fuera un poquito de sangre. Esperando notar las contracciones más dolorosas, más intensas, pero seguían espaciadas como para anunciar un parto inminente, más molestas que dolorosas y haciéndose notar sólo en el bajo vientre, el tapón no aparecía y ni hablar de romper aguas. Eso sí: ¡qué sucio está el suelo de la cocina! “¡Papi, friega este suelo por dios!”. Aunque ya había hablado con nuestras matronas, con las bellas mujeres que nos ayudarían a recibirte en casa, las avisé finalmente a las cinco y cuarenta de la tarde. Venían desde Santander. Yo quería ducharme y echarme una siesta… Pero estaba muy inquieta, de pronto tenía un millón de cosas que hacer, así que se quedó en un baño tranquilo. Una, Cristina, llegó a las ocho y media y Esther, fisio obstétrica que ha acompañado muchos partos, ya estaba con nosotros. La otra matrona, María, llegó a las nueve. (Lo cierto es que el día se me pasó volando. Llegué a comentar en voz alta que había perdido la noción del tiempo). Yo le abrí la puerta con una gran sonrisa en la cara. Llevaba todo el día sonriendo. Sabía que faltaba poco para tenerte en mis brazos, pero ni en broma me imaginaba lo poco que faltaba.
Wasabi
Estuve con ellas en la cocina, hablando, riendo, enseñándoles las riquísimas cositas que las mamás de nuestra tribu habían hecho y nos habían regalado, comiendo un yogur (de los que hago yo) con mermelada de higos (de la que hace Tamara). Ya sé que todos estos nombres a ti no te dicen nada, mi cielo. Pero para mí tienen significado, porque todos ellos rodean el momento en que me enamoré perdidamente por segunda vez. Las contracciones venían cortas, pequeñas, dolorosas sí, pero dolorosas como un mordisco en un pezón, no como un dolor de muelas. Dolorosas como un impacto breve que deja un rastro de gusto, no como una tortura que sólo te martillea preguntándote cuándo va a acabar. Dolorosas como el wasabi, no como una guindilla. Mientras tanto pensaba que ya había avisado a tus tíos de que venías, pero debería avisar a los abuelos. El fotógrafo que iba a venir a inmortalizar el momento sabía que había empezado todo, pero aún no queríamos traerlo porque “iba para largo”. Había cargado la batería de la cámara porque me hacía muchísima ilusión grabar el momento en vídeo. Esther había traído unas preciosas velitas que ella misma había hecho y olían a miel y canela. Tenía preparado un cd de música mágica que desde Galicia nos envió Cris: nada menos que el mismo cd que la acompañó a ella sólo un par de meses atrás, cuando Yohualli vino a este mundo. Las mamás de nuestra tribu encendieron velas y nos llenaron de fotos de toda esa luz, que nos iba a acompañar en el camino. Teníamos el entorno más cargado de buena energía que nadie pueda querer. Yo estaba esperando algo, alguna señal: más dolor, más intensidad, sangre, tapón… ¡algo!
Escala en Planeta Parto
Algún punto entre las nueve y media y las diez. Fui al salón. Por más que lo he intentado no recuerdo a qué, ni recuerdo por qué me senté en el suelo y me apoyé en la mesa. Pero lo hice, y se hizo el sueño…
Algún día puede que también aprendas cómo te quedas después de fumar más hierba de la que tu yo consciente puede soportar. Así estaba yo. Incapaz de mantener los ojos abiertos, babeando de inconsciencia, absolutamente ida. Sin mover el culo del sitio, fue primero la mesa, luego la pelota y finalmente el sofá. Me ayudaron a estar cómoda poniéndome debajo una almohada y en algún momento cambiaron esa almohada por uno de los cojines grandes de nuestro mítico sofá azul (Dile a papá que te cuente cuánto tiempo tardó en elegir sofá. Ni que supiera lo importante que iba a ser su papel algún día). Tengo recuerdos muy confusos, desvanecidos. Como si viera las cosas desde el interior de una burbuja. Recuerdo ver dibujos de tu hermano, los Wonder Pets, en la tele, bailando algo hawaiano, coger el mando y poner The Walking Dead (estrenaban la cuarta temporada, que está resultando ser un petardo). Recuerdo decirle a Esther que tenía un sueño muy tonto. Recuerdo que Cris me ofreció agua y la acepté, pero aparté la pajita (odio beber agua por pajita…). Recuerdo ver a papá dándole la cena a Hugo –bicis de pasta, ¡acierto seguro!- en la mesa del ordenador. Recuerdo que de pronto ya no estaban allí. Recuerdo que despertaba cuando venía una contracción, apoyada en la pelota me echaba un poco hacia atrás, sujetándome en la mesa, respiraba, disfrutaba y volvía a dormir. Y recuerdo que me preguntaba cuánto duraría aquello, porque sentía cómo la pelvis se abría un poco con cada contracción, pero seguían siendo cortas, pequeñitas… Ninguna la llegaba a sentir a la altura del ombligo. Seguía sin siquiera sangrar un poquitín. Era el dolor más soportable, tranquilo y dulce del mundo. Y de repente tuve mucho frío.
Gabriel García Márquez dijo que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda”. A partir de aquí, cariño, te contaré lo que recuerdo yo:
Las crónicas de Aine: el salón, el baño y la ventana.
Estaba sola: las caricias no me aliviaban y no quería que nadie me tocase. Estaba perfectamente yo sola, así que sola me dejaron. Oía las voces de tres mujeres hablar en la cocina, animadas como en un café cosa que, no sabría decir por qué, me mantenía tranquila. Quizás porque la cotidianidad le otorgaba más naturalidad a todo. Hasta que oyeron llegar mi voz desde el salón: “¿Puede alguien cerrar esta ventana?”. Vino Esther. Cristina y María estaban cenando, para tener energías el tiempo que quedase por delante (aunque esto, claro, lo supe al día siguiente). Justo después, vino una contracción enorme, muy muy intensa. Tan intensa que me quitó el sueño de golpe. Le dije a Esther que sentía que me partía en dos y que, si aquello era sólo para borrar el cuello, no sabía si aguantaría hasta que nacieras. Me preocupaba de verdad: temía que después de todo, del esfuerzo, los disgustos, la ilusión… Después de que tantísima gente participara para ayudarnos a conseguirlo, al final no pudiera aguantar hasta que llegaras. También dije que quería que la siguiente contracción me cogiera sentada en el váter, así que me levanté y allí me fui.
Me acuerdo de papá mirándome desde la puerta. Al día siguiente le pregunté si de verdad había gritado como yo me oía o si habían sido imaginaciones mías. “Estabas orgásmica perdida”. Aunque en el momento creí que era una contracción, aquello fue el primer pujo. Ya venías, y ni siquiera me estaba dando cuenta. ¿Cómo iba a darme cuenta? ¡No podía ser tan rápido! Pero me retorcí sobre mí misma, me apoyé en la pared, y lo gocé como el dolor más pleno y salvaje que he experimentado en mi vida. No me preguntes por qué, pero me quité las bragas. Algo defraudada, además, porque seguían limpias. Al salir del baño, inocente de mí, le dije a papá que llamara al fotógrafo, pero ya no dio tiempo ni a coger el teléfono. Al llegar al salón quise volver a sentarme en el cojín del suelo… Pero mi cuerpo reaccionó, sentí llegar la ola y me obligó a girarme. Como si me estuvieras gritando desde dentro que ni de coña me dejarías tapar la salida. Así que me giré rápido, apoyé los brazos en el sofá, en el rinconcito del chaise longue, quedé en cuclillas, totalmente abierta al mundo, y aullé con el siguiente pujo. Vino María. Otra contracción más y yo me sentía partir en dos. “Sabía” que esa sensación tenías que ser tú. Pero también “sabía” que era imposible que fuera tan rápido. Así que esa parte consciente que me hablaba desde el fondo, la no salvaje, la no animal, la que no se estaba dejando llevar sino que era arrastrada me decía “o es el bebé, o aquí algo va muy pero que muy mal”. Me asusté, Aine. En ese momento me asusté mucho, pensando que podías no ser tú. Y así, asustada, sintiendo las contracciones recorrerme entera como un escalofrío, sintiendo cómo toda yo me desencajaba para abrirte camino, pregunté:
- ¡¿Pero qué pasa?! ¡¿Es el bebé?!
María sonrió, asintió tranquila y no sé si llegué a llorar, pero creo que lloré. Sonreí y un par de lágrimas asomaron a mis ojos, porque todo estaba bien. Porque tú estabas bien y venías a mis brazos, impetuosa y mágica como te había imaginado. “Este bebé está muy contento”. Era la voz de María. Llegó Cristina. Papá sostenía a Hugo en brazos, detrás de ellas. Las contracciones llegaban en cascada. En un momento dado nos faltó el aire, mi amor, y la voz tranquila pero segura de María me dijo que tendría que empujar en la siguiente contracción para ayudarte. Temía no estar a la altura. Recuerdo haber pedido ayuda, pero no: negaron sonriendo y nadie tiró de ti, porque sabían que tú y yo podíamos. Me llegó nítida, una sola vez, la voz de Esther diciéndome “Respira”. No hubo tiempo para encender velas, ni poner la música, ni coger la cámara. De repente llegaste, Aine. Naciste bajo tus reglas, no bajo las mías. Naciste única e increíble. Naciste tú. Naciste con la bolsa íntegra, haciéndote -haciéndonos- más fácil el camino. La bolsa que fue tu hogar llegó delante de ti y la rompiste con la cabecita, y toda el agua que nacía contigo te bañó nada más llegar. Antes de alcanzar a verte te oí llorar. Antes de alcanzar a verte oí a papá decirle a Hugo: “Mira cariño, es tu hermana.” Yo ya lo sabía. Eras mi reina de las hadas. Mi ninfa salvaje. Mi preciosa Aine. Te recogí cremosa sobre mi pecho. Y me enamoré de ti, de tu piel, de tu olor a sangre y calor. Me enamoré de cada centímetro nuestro, mi vida. A las once menos diez de la noche te tenía entre mis brazos. Y me dio pena no tenerte ya dentro de mí.
Mujeres
Todos los bebés del mundo deberían tener derecho a nacer así. Todas las madres del mundo deberían tener derecho a parir así. Por cómo naciste, y por todo lo que siguió.
Recuerdo que bromeé con las matronas. Les dije que habían llegado desde Santander a Gijón y que casi no llegan de la cocina al salón. También recuerdo que dije que había sido más fácil de lo que esperaba. ¡Claro! Esperaba estar toda la noche, y apenas había oscurecido ya te tenía conmigo.
Todo fue lento. Todo fue paciente. Esperamos al alumbramiento de la placenta y ¡qué grandes! Como si me hubieran leído la mente, las matronas grabaron nuestro árbol en papel. Papá cortó el cordón. Con infinita paciencia me explicaron pros y contras de coser un par de puntos, esperaron, me pusieron anestesia, otro poquito más, me sostuvieron las piernas, me cosieron sin prisas. No me hacía falta la noción del tiempo que ya había perdido: en el lugar en el que nos encontrábamos no existían los relojes.
Qué sensación, Aine, tan simple y tan perfecta. En aquel momento ya no fui la niña estúpida pendiente de recibir aprobación de los mayores; no fui la campeona que lo había hecho bien esperando la medalla; no fui la idiota que regaló su parto a “los que saben”. Ni grande ni pequeña. Ni sabia ni ignorante. Sólo era una mujer. Una mujer entre mujeres. Una mujer entre iguales. Tan simple. Tan perfecto.
Aine, nunca te conformes con menos de lo que quieres, ni con menos de lo que te mereces. Te miro a ti y miro a tu hermano, los momentos tranquilos y felices que pasamos, y la verdad se abre clara ante mí como se abrió mi cuerpo para vosotros: nacemos para ser amados, para ser besados, abrazados y cuidados. Nacemos para reír, para reír hasta que duela. Nacemos para emocionarnos y para llorar cuando queramos, si es que queremos. Si es que vale la pena. Nacemos para vivir como somos y no como esperan. Nacemos para ser auténticos. Nacemos, no para encontrar la felicidad, sino para disfrutar del camino.
Y ese es el primer regalo que puedo hacerte, Aine: nuestro parto, tuyo y mío. Vive, cariño, por favor, vive siempre igual que naciste. Ese ha sido tu primer paso. Nunca olvides que has nacido para disfrutar del camino.
Algunos escritos hebreos, no incluídos en La Biblia, cuentan que Eva no fue la primera mujer de Adán, sino que ese lugar le correspondió a Lilith, creada de la tierra, al igual que Adán, para ser igual a él. No aceptaba tener que ponerse bajo Adán para copular, y prefirió irse por su propio pie del Paraíso a verse sometida. Cuando Dios condenó, no fue a ella.
Siempre podremos elegir no ser hijas de Eva.