Lluvia de sol
Todo empezó alrededor de la una de la madrugada del 24 de Noviembre, en casa, en nuestra cama. Empezaron despertándome con mas fuerza de la que me esperaba que lo hicieran las primeras veces. Intenté seguir durmiendo. Me sentía tranquila y sabía que de no ser una falsa alarma, aún teníamos margen para actuar. Al principio pude dormir unos 15/20 minutos entre contracción y contracción; pero el ritmo bajó rápidamente a lo largo de la noche llegando a los 5/10 minutos entre cada una, a las seis de la mañana.
Entonces desperté a Martín y rápidamente empezó a preparar la bolsa mientras yo aprovechaba para ducharme y almorzar. ¡Tenía un hambre de lobo! Y cómo en la cena anterior había terminado con mi chocolate negro, me zampé (atragantándome en cada contracción) un montón de tostadas con la Nocilla de Martín.
Estaba contenta y me sentía bien. Las contracciones eran intensas desde el principio, pero aún no duraban ni dos minutos seguidos. Subimos al coche a media mañana, era un día muy frío pero con un Sol espléndido. Dejamos a nuestra perrita en casa de mi padre y ya teníamos el pequeño equipaje preparado, pero nos faltaba la comida que nos teníamos que llevar. ¡Al ser lunes teníamos la nevera vacía! Decidimos pararnos a medio camino, en Manresa, si mi estado lo permitía. Durante el viaje las contracciones se volvieron más suaves y yo me sentía soñar plácidamente, cómo si todo fuese una fantasía o estuviera “borracha” de calma y de paz. Dejamos el Sol alegre de nuestro pueblo para cruzar la densísima niebla de Vic. Observaba a Martín entrecerrando los ojos… No sabría deciros que pensaba, pero le recuerdo sereno y con la mirada perdida hacia lo lejos. Durante el trayecto hablamos poco, lo miraba entre despierta y dormida sintiéndome llevada hacia algún paraje muy deseado.
Al llegar a Manresa nos saludó de nuevo un Sol radiante, y al seguir estando tan bien; Martín fue a comprar provisiones. Yo le esperaba observando el traqueteo de la gente, e imagino que fueron las hormonas, porqué me pareció ver a todo el mundo con una sonrisa muy poco común una helada mañana de lunes. Estuvimos poco tiempo allí. Martín regresó enseguida y pronto llegamos a Sant Vicenç de Castellet, el pueblo dónde está la casita de partos Migjorn. Allí nos esperaba Montse, la ginecóloga que nos atendería durante el parto. Cálidamente nos invitó a instalarnos allí y nos dejó hacer. Ella y Ana (La comadrona) nos visitaban de vez en cuando para evaluar el avance de las contracciones, escuchar el corazón de la niña y asegurarse de que estábamos bien y no nos faltaba de nada. Las teníamos cerca para venir enseguida si lo necesitábamos entre visita y visita.
A lo largo del día pudimos comer, dormir y leer entre contracciones; que al igual que olas, iban y venían cada pocos minutos, alargando la duración y la intensidad de las mismas una detrás de otra. En aquella casita de cuento de hadas, protegida por la presencia atenta pero no invasiva de las comadronas y sobretodo, acurrucada entre los brazos de mi compañero; sentí una paz difícil de explicar. A media tarde, cuando el día empezaba a huir detrás de los cristales y la frecuencia y fuerza de las contracciones ya no nos permitía pensar en nada más; seguí con la mirada la luz que filtrándose por la ventana, me mostró la imagen que siempre acompañará el recuerdo del nacimiento de mi hija:
“La silueta mas dentada y oscura de la sierra, mordía el horizonte de un azul puro, eléctrico; extrañamente inundado de Sol y lluvia. Donde el agua, cómo una finísima cortina de gotitas de luz, parecía mojar de Sol la bella sierra de Montserrat”
No recuerdo el rato que estuve mirando a través de aquella ventana, quizás no mucho, porqué el Sol se apagó deprisa y el parto empezó a acelerarse. Montse y Anna venían con mayor frecuencia. Las contracciones eran más fuertes e intensas de lo que podíamos esperar tan pronto. Sentí la eficacia de mi cuerpo liberando su fruto. El dolor, que obviamente estaba allí, lo viví cómo un duro sendero que nos conducía hacia la anhelada cima de una montaña. Y que no subía sola. Durante las 23 horas que duró la dilatación, Martín no se separó de nosotras ni un instante: Abrazándonos, besándonos, acompañándonos… el dolor se diluyó en su calor.
Era negra noche. El tiempo desapareció con el día y el único reloj de allí era vivo y marcaba hacia atrás. Las contracciones cuál campanadas, indicaban que avanzábamos deprisa aunque el camino se endurecía con la misma rapidez. Empecé a sentirme agotada, llevábamos muchas horas desde que emprendimos el camino. Las contracciones ya eran tan intensas y prolongadas que creía imposible que la siguiente pudiera superar la anterior. No chillaba: aullaba. Jamás hubiera creído que se pudiese gritar tanto. Pero era en esos gemidos que sentí una fuerza tan poderosa que parecía no proceder de mí. Tenía una sed terrible, quizás porque todo lo que ingería se evaporaba en forma de sudor y lágrimas. Afortunadamente, Ana o Montse (que ya no se separaban de nosotros ni un instante) me ofrecían leche de almendras para aplacar mi sed. Estuve en todas las posturas que me permitió mi cuerpo: sentada en la cama, a la pelota de goma, a la almohada cuadrada, cogida de la cuerda, apoyándome con Martín…
El cuerpo me indicaba en cada momento cómo debía colocarme. No sentí la necesidad de meterme en la piscina ni de tumbarme en ningún momento. La pequeña comitiva me acompañaba en la penumbra de un rincón a otro (me sentía cómoda con una luz muy tenue, casi a oscuras). Únicamente me realizaron tres tactos para comprobar el grado de dilatación y en todos escogí yo el momento. El instinto mandaba allí. Sólo había de abandonarse, empaparse de vida y de fuerza.
Era tan humano, carnal, sexual y violento, cómo espiritual y tierno. Creo que aún no se han inventado las palabras que describen lo que sentí.
En el último tacto la dilatación ya era completa. Pero la pequeña aún no había empezado a bajar y sabía que este proceso puede alargarse bastante en un primer parto. Montse llamó a otra comadrona, Àngels, para ayudarnos en el momento culminante. Y fue entonces cuando todo se aceleró de nuevo. Cada contracción parecía que me partiría en dos, igual que un relámpago atravesándome las entrañas. Las mismas eran tan seguidas, que apenas podía descansar entre una y otra. Sentada en la habitación, mi espalda llevaba horas quejándose y no me permitió moverme tanto cómo hubiese querido (estoy operada de la columna). Repentinamente, empecé a zarandearme instintivamente de una forma suave y rápida. Entonces sentí por primera vez la presión de la pequeña viniendo hacia nosotros. No recuerdo cómo, pero me levanté.
Martín me aguantaba con toda sus fuerzas mientras se originaba mucho movimiento a nuestro alrededor. Estábamos de pie al lado de la cama, me hablaban bajito mientras yo seguía aullando cómo una loba…
Rompí aguas espontáneamente y me mojé los pies. Alguien acercó rápidamente la sillita de partos y la colocó detrás de mí. Sentía bajar la pequeña mientras endulzábamos las últimas contracciones mirándonos fijamente con Martín. Pasamos los últimos minutos así, hasta que Montse dio la única instrucción de la noche:
-Ahora intentad agacharos lentamente…
Justo en ese instante tuve miedo por primera y última vez en todo el proceso. La presión era tan fuerte, que creí rasgarme toda cuando la pequeña cayó cual manzana madura, a los brazos de la comadrona. El resto sucedió en cuestión de segundos: La cogí en brazos y nos tumbaron en la cama. La pequeña lanzó un breve pero intenso bramido y se aferró con fuerza a mi pecho. No la miré aún, seguía mirando fijamente los ojos brillantes y húmedos de Martín, que estaba inclinado al borde de la cama. Entonces un temblor y un frío incontrolable se adueñó de mí, nos taparon a las dos y en una última contracción, salió la placenta entera y casi sin darme cuenta, sin dolor. Las comadronas no paraban de moverse y yo no entendía el motivo. Entonces, con voz tranquila pero sin perder ni un instante, me explicaron que tenía una hemorragia y que debían aturarla de inmediato. Afortunadamente, las inyecciones para contraer el útero hicieron efecto enseguida. La pequeña (que seguía con el cordón latiendo) subió reptando por mi tórax y al llegar frente a mí rostro, levantó la cabecita y empezó a entrelazar sonidos y palabras contándonos quién sabe qué.
Cuando Martín cortó el cordón eran las 00’43h del 25 de Noviembre. La fase de expulsión únicamente había durado una hora, la niña estaba preciosa, yo no me había rasgado y por ende, no me pusieron puntos. Las comadronas acabaron pronto de limpiar el dormitorio y nos dejaron solos. Abrazados en aquella cama espaciosa, ella descansaba plácidamente entre nosotros.
Allí, un único pensamiento se deslizó entre mis labios: “-Agua-luz; eres Agua-luz”.
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