Los peligros de querer decidir por una misma
Los peligros de querer decidir por una misma.
En un principio iba a titular este artículo “Los peligros de querer parir en casa” pero, a medida que iba escribiendo, me fui dando cuenta de que no se trataba sólo del hecho de que quisiera parir en casa y, al acabar en el hospital, la ginecóloga “se cebara” conmigo. Era algo mucho más grande... Era que había tomado decisiones (conscientes, informadas, coherentes...) y eso no está bien visto. Menos aún si se trata de cómo querer parir.
Nueve meses tardé en poder sentarme a escribir esto. Ahora, tres meses más tarde (mi hija acaba de cumplir un año), lo retoco y le doy algo de forma. El primer borrador supuso haber pasado el duelo suficiente para poder “vomitar” lo que ha sido para mí la forma de nacer de mi hija. Esta nueva versión está pasada por el tamiz de la corrección... No de una corrección política, sino de foco, de objetivo. No quiero contar los detalles escabrosos de mi experiencia hospitalaria. Quiero poner énfasis en cómo este sistema sanitario castiga y oprime la voluntad de la mujer que da a luz.
Yo quería un parto en casa, pero no en una casa cualquiera, en MI casa, en la casa donde crecí. Un parto en casa con mis matronas, mis doulas, mi pareja, mi piscina, mi pelota de Pilates, mi música, mi yoga y mis posturas. Todo el pack. De hecho, las más de 24 horas que estuve en la casa dilatando fueron las más bonitas de todo el proceso. Ni dolor ni leches, ¡yo estaba drogada de amor! Además, yo sabía que el parto de una primeriza podía ser largo, así que me conciencié (o, al menos, creía estarlo) para aguantar mucho, no sólo físicamente, sino mental y emocionalmente. Pero después de casi 5 horas de expulsivo, en las que la borrachera de amor se había disipado por completo y ahora el dolor ya era insoportable, habiéndose roto la bolsa y ver que se me había cerrado un poco el cuello del útero, me bloqueé.
Yo sólo quería dormir, “Ya mañana sigo”, decía mi neurona parturienta. Pero tumbada en la cama, el dolor de las contracciones era intensísimo, rozando el sufrimiento. Así que decidí ir al hospital para que me ayudaran en el expulsivo, ya que mi bebé venía de cara.
He dicho “decidí”. ¿Qué palabra, no? Porque si de una cosa me he dado cuenta es de que las mujeres, y más aún, las madres paridoras, no solemos hacer uso de ella.
Eran las 3 de la madrugada cuando llegué al hospital, con el cuello del útero dilatado en 8 centímetros, la bolsa rota tres horas antes y con bastante líquido amniótico aún. Si no fuera porque mi maravillosa y profesional matrona nos acompañaba, nadie habría sospechado que veníamos de un parto en casa... ¿Y por qué lo expreso así? Pues porque me topé con algunas personas a las que ese dato les molestó muchísimo, al parecer, y no trabajaron con el respeto (ya no digo “amor” ni “delicadeza”) que ese trance, y yo misma, merecía. Hablando en plata, que se cebaron conmigo, vaya.
Menos mal que mi pareja estuvo todo el tiempo al pie del cañón, percatándose de todas las negligencias que se cometían y tratando de subsanarlas en la medida de sus posibilidades. Entre esas negligencias están el ponerme un nombre completamente diferente al mío en la pulsera que me identificaba, tardar más de 5 horas en ponerme la epidural (debido a los recortes presupuestarios en un protocolo de alergia), administrarme oxitocina sintética cuando aún no me había hecho efecto la epidural, y luego estar más de 2 horas solos en el paritorio, oyendo el vocerío que se formaba con el cambio de turno...
Total, que a las 10 de la mañana nos encienden las luces, entran muchas personas, entre ellas varias ginecólogas, me ponen las piernas sobre el “potro” y a empujar. Así, sin más. Lo cierto es que he de agradecer que la primera ginecóloga que apareció se presentó y me dio las instrucciones con relativo respeto. Al menos me miró a los ojos. Recuerdo que se quedó alucinada con lo bien que empujaba (y yo, para mis adentros, recordando las horas que estuve haciéndolo en casa). Eso sí, yo trataba de ayudar a la gravedad yendo a la contra de lo que ellas me hacían, pues tumbada y con las piernas en alto, no era capaz de empujar... La cosa se puso seria cuando apareció la otra ginecóloga. Directamente se subió encima de mi barriga (“maniobra de Kristeller”), haciéndome un daño insoportable puesto que la zona ya la tenía bastante dolorida después de haber llevado durante más de 5 horas las bandas de los monitores. La otra me echa la bronca porque “¡antes empujabas mejor!”, yo tratando de decir que me están haciendo mucho daño, la de encima aplastándome sin compasión y amasándome el vientre... ¡Un horror!
Pero no acabó ahí... La “ginecóloga respetuosa” se fue a atender una cesárea y se quedó conmigo la otra. En ese momento, echaron a mi pareja del paritorio. Ella se colocó entre mis piernas, me dijo que iban a sacar a mi bebé con un tipo de ventosa pequeñita (que llaman “kiwi”), me hizo una episiotomía, me metieron la ventosa y en seguida mi hija estaba fuera con un bollito en su cráneo.
Nuestra salvación fue una matrona estupenda, perteneciente al equipo de parto en casa que yo había contratado y que trabajada además en ese centro, que estuvo con nosotros todo el tiempo (la matrona que nos acompañó al hospital se fue cuando vio que estaba su compañera). Fue ella quien se llevó a mi bebé en cuanto nació, dejándome apenas unos segundos para que la tocara y la besara. Gracias a esta matrona estuve tranquila porque sabía que ella velaría por que se respetasen mis decisiones en cuanto a mi hija (otra vez esa palabrita que tanto rechina). Por supuesto, la ginecóloga no se cortó un pelo y en calidad de autoridad moral me espetó varios comentarios del tipo “Esas decisiones las tomas según tus conocimientos, ¿no?” (con bastante sorna), todo ello mientras me arrancaba la placenta –que ya estaba medio desprendida- y me suministraba antibióticos.
Cuando por fin tengo a mi pequeña entre mis brazos, me apresuro a quitarle el envoltorio y a pegarla contra mi pecho lo más fuerte y amorosamente que puedo, mientras le susurro todas las palabras bonitas que me salen y mi novio atina a hacer algunas fotos con el móvil gracias a que una enfermera le animara a ello. Esas fotos para mí son oro. Recuerdo esos momentos tan emocionantes, el olor de mi bebé, aún pringosilla de sangre y fluidos, sus ojitos intentando abrirse poco a poco, sus gemiditos, su primera mirada... Y de fondo, las enfermeras comentando “Hay que ver que este bebé aún no ha llorado”, mientras la ginecóloga cosía el corte vaginal que me había dado (recuerdo que pedía “¡Más hilo, más hilo!”... Nunca nos dijeron cuántos puntos me pusieron).
¿Y cuándo lloró mi bebé? Pues cuando se la llevaron de nuevo de mi pecho porque tenían que hacerle más mediciones y más historias... Entonces me permití decir “¿No queríais que llorase? Pues ahí está, llorando”.
Así recuerdo el parto de mi hija. Por fin he sido capaz de escribir algo de lo que pasó y de cómo lo viví. Todo es perfecto, lo sé. Todo pasa por algo, también lo sé. Pero es muy duro querer lo que yo considero lo mejor para ese momento tan importante de mi vida y encontrarme con maltratos, reproches y comentarios del tipo “Eso te pasa por tu mala cabeza”, “Claro, le tenías tanto miedo al hospital que al final acabaste en él” o “¡Anda!, ¿al final acabaste en el hospital? ¡Toma, lo sabía!”... ¿Por qué? ¿Es que acaso no tengo derecho a DECIDIR? A mis 34 años, ¿no soy lo suficientemente madura como para ELEGIR lo que quiero y cómo lo quiero?
De todas formas, si me dieran a elegir, volvería a pagar mi parto en casa, porque el asesoramiento, acompañamiento y seguimiento de esas matronas, no tiene precio. Me salvaron en el postparto. De no ser por ellas, la lactancia se habría ido al garete y el daño de la episiotomía habría sido mucho mayor. Siempre les estaré agradecida por tanto respeto y cariño.
¿Qué está pasando en este país, que parece ir a la cola en todo? Y ahora saco a colación toda la controversia sobre las doulas. Me entristeció mucho leer comentarios de mujeres que claramente desconocían la labor de este colectivo. Muchas decían “Estamos en el siglo XXI y estas mujeres pretenden que volvamos a parir en las casas”.
Las doulas no pretenden nada, ellas simplemente están al servicio de la familia, de lo que ésta necesita –sobre todo, la madre-, pero además yo digo “Sí, estamos en el siglo XXI, hay muchísima información al alcance de casi todo el mundo, ¿por qué, si no se comete ninguna imprudencia, no se puede parir de la forma en que una mujer quiera? ¿Por qué hay que irse a los extremos? ¿Por qué “en casa o en hospital”? ¿Por qué no aprendemos de una vez a tomar lo bueno que nos ofrece cada cosa, sin llenarnos de prejuicios y ensuciando nuestra labor?”.
¿POR QUÉ NO PUDE TENER UN PARTO RESPETADO EN EL HOSPITAL Y FUI VÍCTIMA DE VIOLENCIA OBSTÉTRICA?
Aún hoy, un año después, sigo sin encontrar las respuestas.