Nacimiento de Emma
La historia de Piedad II
“La casualidad es la manera que tiene Dios de mantenerse en el anonimato”.
Por casualidad llegué a vosotras. Aún no sé cómo, cuando la herida que el parto de Noé había dejado en mí estaba más abierta que nunca, en algún sitio leí sobre vosotras, de alguna manera llegué a estos relatos. Esa fue la primera cura, la de saberme acompañada, la de reconocer que no era locura lo que yo sentía, que el recordar mi parto en llanto no era normal, que no fue normal cómo Noé vino al mundo. Que tantas mujeres no podíamos estar equivocadas en algo tan nuestro. Escribirlo también me ayudó mucho: https://www.elpartoesnuestro.es/relatos/la-historia-de-piedad?field_centro_value=12&sort_by=field_count_value&sort_order=ASC
Con ilusión y gozo me volví a quedar embarazada. También con miedo. Y con un halo de esperanza que me empujó a buscar otra manera, siempre con mi marido al lado, con nuestro hijo, recorriendo juntos el camino. Así empezaron las siguientes curas: Cada una de las reuniones de EPEN en las que lloraba mis recuerdos y recibía valiosísimas palabras: experiencias como la mía, otras muy diferentes (¿sería posible…?), ánimo, comprension, información.
Leí y leí. Hablaba de lo que leía a todo el mundo, con convencimiento. Necesitaba creer, necesitaba empoderarme. Y aunque toda mi razón me empujaba a ello, no me lo creía, tenía dudas sobre mí; “yo no sé si puedo”.
Nacimiento de Emma.
Llevaba ya varias noches teniendo contracciones, pródromos que me encendían la ilusión y me abandonaban insomne. Así que cuando esa mañana noté alguna contracción entre sueños, mientras Noé mamaba, no le di importancia. La primera vez que miré el reloj eran las 7:20, al rato otra contracción, 7:29 “¿solo han pasado 9 minutos?”, 10 para la siguiente.
Noé me suelta el pecho, ya me he desvelado, voy a levantarme a ver qué pasa. Salgo de la habitación, me pongo música, desayuno, recojo, limpio… parece que esto no para (entre una cosa y otra me siento en la pelota, me ayuda). Me doy un baño a ver, en el agua caliente canto, te hablo… Y seguimos.
Me asomo a la habitación, los dos duermen plácidamente. Es raro que tu papá no se haya levantado aún, con lo madrugador que es. Mejor así, que descanse, que nos espera un largo día, y así aprovechamos las dos solas para seguir a lo nuestro. Pelota otra vez. Música. “Ooooooooooohhhhhhh, aaaaaaaaahhhhhh”. Seguimos.
Las 10:00. “Cariño, estoy teniendo contracciones desde hace unas horas” (no le hubiera despertado más eficazmente ni tirándote un vaso de agua helada a la cara). “Diles a tus padres que no se alejen mucho del barrio por si tienen que venir a quedarse con Noé”. Tengo contracciones cada 5 minutos.
Se pone a preparar las cosas, la ropita para Emma, para mí, nuestro neceser, algo de comer, las bebidas isotónicas que habíamos comprado… ¿la música? Teníamos alguna canción pendiente de añadir, se pone a ello.
Yo sigo con la pelota, 3 contracciones cada 10 minutos… “Llama a tu madre, dile que se venga ya”. Me duele, en la pelota lo sobrellevo, pero me da miedo el coche sin poder moverme, y son 30 kms.
10:45. Nos vamos. Noé está feliz, desayunando con su “mamie”. ¡Qué alivio! Ojalá pueda dormir esta noche con nosotros, como siempre. Cuánto me he preocupado estos últimos meses por eso, porque no le faltase su tetita para dormir, porque no se sintiese abandonado.
Llegamos al hospital y, ciegos al cartel “Urgencias”, aparcamos frente a la puerta principal. Camino unos pasos y “plaff”. “Cariño, acabo de romper aguas, ahora va a ser peor”- gimo. Se queda blanco, me apoyo en su hombro y pasamos a un hall vacío (domingo de elecciones). La recepcionista, tras decirnos nerviosa que esa no es la entrada de urgencias (y que está en la otra punta), nos da una silla de ruedas en la que yo soy escéptica de poderme sentar, a cambio le dejamos la pelota (un trueque de los de toda la vida).
Empezamos nuestra carrera de pasillos vacíos y carteles borrosos, con los nervios ni veíamos… Urgencias, ¿dónde está? Hasta que aparece la palabra “Paritorios” y para allá que vamos. Entramos como un elefante en una chatarrería. Al sonido de mis gemidos salen dos mujeres (matrona y residente supongo), que nos indican que entremos en el primer paritorio que había.
Lejos de alterarse por la situación, la matrona, Ángela, nos transmitió seguridad y tranquilidad desde el primer momento. No habíamos pasado por admisión, no habían visto mi historial del embarazo, el paritorio no estaba “preparado”… Ellas fueron haciéndose cargo de todo, haciendo su trabajo con un gran respeto por nosotros y por el acontecimiento que estaba teniendo lugar, lo demás era secundario, al menos para nosotros, así que no dejaron que nada nos influyera.
Me desnudé de cintura para abajo en cuanto traspasé la puerta, diciéndoles que no habíamos hecho la admisión y que tenía el estreptococo positivo. Quitaron la colcha de la cama (la misma colcha de IKEA que tenemos en nuestra cama, qué cosas) y me dijo la matrona que si podía que me subiera un momento para que me hiciera un tacto. Mis rodillas se clavaron en el suelo en una contracción y allí me quedé, apoyada en el pie de la cama. La matrona me preguntó si estaba bien ahí, y que si lo estaba me quedase así. Entre dos contracciones me ayudó a desnudarme entera (no quise el camisón), en otra de las pausas me puso una colchoneta debajo. Siempre hablándome, preguntándome. Me pidió permiso para hacerme un tacto y dijo que ya estaba la cabeza ahí. Al principio hablaron de ponerme la vía para el antibiótico por lo del estreptococo, pero claro, ya no me la pusieron. Mathieu estaba a mi lado, me masajeaba la pelvis por los lados, en un momento quiso cambiar de movimientos y le dije “sigue por los lados, me va bien”.
Y de repente empujé. Ahora sí que tenía ganas de empujar, yo que creía haberlas sentido en mi primer parto con la epidural. No. Aquello no eran ganas de empujar, no era esta fuerza que no podía dominar, con la que no podía revelarme, con la que solo podía dejarme llevar. Ángela observaba desde la distancia, me animaba, me decía que lo estaba haciendo muy bien. Sus palabras me daban fuerza, recordaba los “No sabes empujar” de mi primer parto. Tras cada pujo venía a controlar las constantes de Emma, y yo preguntaba siempre “¿está bien?”, sí, estaba perfectamente, me llenaba de alegría.
“¡Venga! Si ya está aquí la cabeza, ¡cuánto pelo!”. Meto los dedos en mi vagina y toco tu cabecita, “¡qué blandita!”. Otra contracción, otra vez esa fuerza imparable. Empujo, noto toda la tensión y la tirantez de mi piel en la entrada de la vagina, siento tu cabeza abriéndome, y a la vez un alivio enorme. “Emma, qué ganas tengo de tenerte en mis brazos” te digo. Otra vez. Ya está fuera la cabeza. Mi cuerpo nos da un descanso. La matrona tranquiliza a papá, “aunque la veas así sin respirar, sigue con el cordón”. Otra vez. Grito de nuevo y te siento salir. Son las 11:49. “Cógela, va para delante”. Te cojo entre mis piernas y te pongo en mi pecho. No me lo puedo creer. Miro a Mathieu, está feliz, está orgulloso, está tan incrédulo como yo.
Así viniste al mundo, con prisas, tus prisas. Luego nos reímos con tu padre de la pelota, la música y todo lo que habíamos preparado… También me confesó que no había dejado de llorar durante todo el parto (bueno, en media hora tampoco le dio tiempo a deshidratarse). Estuvimos juntos los tres, en aquella habitación dónde habías nacido, tus primeras horas de vida. Allí llorabas por primera vez y yo aprendía a calmarte, allí te prendiste de mi pecho, y yo me sentía la mujer más feliz y poderosa del mundo, y tu padre me miraba como si me estuviera descubriendo de nuevo “Es increíble cómo estás”. Así viniste al mundo, rápidamente. Como quisiste. Sin dar tiempo a que mamá dudara de sí misma o de ti. Sin dejar que tu hermano nos echase de menos. Esa noche dormimos los 4 juntos.
Y aquí os tengo a los dos, vuestras manos enlazadas, prendidos a mis pechos a ritmo de succión, de palpitaciones, de amor. Nacisteis de forma tan diferente, nos habéis enseñado tanto…