Nacimiento de mi primer hijo en el hospital universitario Dexeus de Barcelona
Durante toda la tarde me sentí extraña. Me dolían los riñones, como cuando me dolían con la regla. Pensé que era por la barriga, que ya era muy grande, estaba ya de 39+1. Durante toda la tarde sólo estaba cómoda sentada en la pelota de pilates, con las piernas bien abiertas. Al llegar mi marido, le comenté: ‘Hoy casi no he paseado a nuestra perrita, que estoy muy cansada y me siento rara’. Antes de cenar, como cada noche desde hacía 2 semanas, mi marido me hizo el masaje perineal, no me dijo nada para no asustarme, pero notó que estaba más abierto y elástico que normalmente.
Era jueves santo, al día siguiente teníamos fiesta, así que cenamos tarde y nos relajamos viendo una serie. Desde la hora de cenar, el dolor en los riñones se fue intensificando, y se fue volviendo intermitente. Al haber leído muchos relatos de partos, deduje que eran los pródromos. A lo mejor tenía para unos cuantos días. Era primeriza, tendríamos que tener paciencia.
Finalmente decidí ir a dormir, eran casi las 2 de la noche y aunque el dolor iba y venía quería intentar dormir algo. Me tumbé en la cama y noté un dolor mucho más fuerte, ¡esto sí era una contracción! Acto seguido noté como salía un chorro de agua caliente que me mojó las piernas y las sábanas. Vale, ¡ahora sí estoy de parto!
Siguiendo las indicaciones que habíamos recibido en las clases de preparación al parto, sabíamos que al romper aguas teníamos que ir al hospital pero sin prisa, ya que eran aguas limpias. Así que tranquilamente nos duchamos. La ducha me calmó, me relajó, pero las contracciones se volvieron más fuertes, más dolorosas y más seguidas.
Al salir de la ducha, mientras intentaba vestirme, las contracciones eran muy seguidas. No me dejaban ni un momento de descanso entre una y otra. Grité: ¡Tan seguidas no! ¡No puede ser! ¡Acabo de empezar! ¡No no no! ¡Esto no lo soportaré durante muchas horas! Viendo lo seguidas que iban, mi marido llamó al taxi y cogimos las bolsas, estaba tranquila pero nerviosa. Tranquila porqué me sentía fuerte, nerviosa porqué con las contracciones perdía el control de mi cuerpo. Finalmente decidí no enfrentarme a la contracción y dejarla fluir. Después de todas las posturas que había ido probando, la única manera de sobrellevarlas era cogiendo a mi marido de los hombros, apoyarme a él y balancearme. ¡Así sí! ¡Mucho más llevadera!
Subimos al taxi, por suerte vivimos a unos 15 min del hospital. Las contracciones que tuve en el taxi fueron las peores por qué no podía moverme y tener que mantenerme sentada con la contracción era una tortura. Por fin llegamos al hospital y subimos a las salas de partos. Eran las 4 de la madrugada. Cuando llegó la comadrona, le expliqué que había roto aguas y al hacerme el tacto dijo: ‘¡Ui! Qué raro, esto es muy raro’ me asusté pero en seguida dijo: ‘¡Ya estás dilatada de 9! Tú al segundo lo tendrás en casa’, bromeó. No lo podía creer, y yo que me esperaba una larga jornada de dilatación, y resulta que ya casi estaba. Me comentaron que al bebé le quedaba un piso por bajar. En el plan de parto había pedido la ‘walking epidural’, y como aún quedaba un poco para que el peque bajara, vino la anestesista y me puso la epidural. Otra vez contracciones horribles, no poder estar de pie ni moverme durante la contracción me mataba. Tener que quedarme quieta era una tortura.
Después de ponerme una dosis baja de la epidural me hicieron quedarme tumbada para que hiciera efecto, me costaba estar quieta pero poco a poco fue haciendo efecto y las contracciones eran menos dolorosas. Nos dejaron una hora y pico los dos solos en la sala de partos, yo iba notando las contracciones pero ya no eran tan fuertes y dolorosas. Tenía un botón para poder subir la dosis, sólo la subí una vez, por impaciencia a que hiciera efecto, supongo. En todo momento podía mover las piernas, a cada contracción, las balanceaba para que fuera más llevadera. En el monitor oía los latidos del corazón de mi pequeño, un sonido que me tranquilizaba: ‘aguanta un poco peque, que pronto nos veremos’.
Noté un peso entre las piernas, como si su cabeza hiciera fuerza hacia el perineo. Tenía frío, el papel que tenía debajo estaba empapado. Llamamos a la comadrona para que lo cambiara y de paso le comenté que ya me notaba mucho peso. Me dijo que empezaríamos a empujar, ¡no me podía creer que en breve iba a conocer a mi pequeño! La comadrona me indicó que empujara, al principio no sabía cómo hacerlo, había perdido sensibilidad con la epidural, ahora ya casi no notaba las contracciones. A cada pujo iba mejorando. La comadrona le mostró a mi marido la cabecita que ya se asomaba. Como ya no notaba las contracciones la comadrona me indicaba cuando empujar. Otro pujo, y otro más. Vamos que tú puedes. Venga un poquito más que ya está saliendo. Notaba el peso de su cabecita. Venga, vas muy bien, unos cuantos más. Me notaba agotada, no sé si podré más. Venga otro más, ya casi está. En algún momento entró la ginecóloga, pero no recuerdo cuando. No sé si aguantaré mucho más, me dolían los brazos de hacer fuerza para empujar. Otro más, no, ¡para ya! Que ya tenemos la cabeza fuera, noté como salía completamente, pero sin dolor. Escuché un llanto y vi una carita llena de sangre y de mocos. La comadrona le pasó un pañuelo por la cara y me lo puso encima del pecho e inmediatamente dejó de llorar. Ya vuelves a estar conmigo. Lo abracé, mi marido y yo nos miramos, lo miramos ¡Ya está aquí! Durante ese momento se me olvidó completamente la placenta y que la ginecóloga me estaba cosiendo. Ya no tenía nada de sensibilidad. Cuando me informaron que me habían cosido, pregunté cuántos puntos y me dijeron que sólo me habían puesto 1 punto, ¡increíble!
Eran las 6:30 de la mañana y tenía en mis brazos a un pequeño ser de 3,2 kg que acaba de salir de dentro de mí, rojo, hinchado y con la nariz chafada por estar encajado en mi pelvis durante semanas.
Nos felicitaron y se fueron todos, nos dejaron un buen rato a los 3 solos. Mi marido y yo miramos a ese nuevo ser que habíamos traído al mundo y aún no nos lo podíamos creer. Le hicimos fotos y lo enviamos a la familia. Al cabo de un rato nos llevaron a la habitación, yo no me podía creer lo bien que me encontraba, hasta tenía más energía que al llegar. El pequeño se fue deshinchado y su nariz volvió a la normalidad y ya podíamos ver mejor sus preciosas y pequeñas facciones. Durante el día sólo recibimos visita de la família más cercana (padres y hermanos) que habían vuelto antes de sus vacaciones. Es lo bueno de parir un viernes santo, que todos están fuera. Por la noche, aun no me sentía cansada, seguía con una energía que no podía explicar, y menos después de todo el esfuerzo que había hecho, ¡menudo subidón de hormonas! Fue en ese momento, medio a oscuras, en silencio, con todos durmiendo, cuando miré su carita dormida y supe que cada día me enamoraría más de él.