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NACIMIENTO DE MIKEL. PARTO NATURAL Y MARAVILLOSO

Ayer cumplió 4 años mi chato mayor. Súper mayor ya. Pasé todo el día recordando el día en que nació, y pensé que qué pena no haber escrito ninguno de mis dos partos justo el día después de que sucedieran, con la oxitocina a chorro y los recuerdos bien fresquitos. Pero bueno, más vale tarde que nunca, así que allá voy, a escribir lo que recuerde. Me apetece compartirlo con vosotras, perdón por la longitud y un abrazo a todas.

3 DE MAYO DE 2014. NACIMIENTO DE MIKEL. PARTO NATURAL Y MARAVILLOSO

El embarazo había sido perfecto, con alguna molestia habitual, claro, pero perfecto. Deseado, querido, disfrutado, soñado. En el año 2011 tuve una trombosis venosa profunda, de la que me quedó un síndrome postrombótico. Ello hacía que durante el tercer trimestre del embarazo tuviera que llevar unos pantys de compresión tipo II bastante incómodos y tuviera que pincharme heparina diariamente. La consecuencia, además de la molestia, era que, llegado el momento del parto, si no habían pasado 12 horas desde que me hubiese pinchado la última dosis, no podrían ponerme epidural. Si hubiera que hacer una cesárea, sería con anestesia general. Y el parto vaginal, pues sin nada.

Yo nunca había pensado mucho sobre el tema. Siempre había pensado que las drogas son unas amigas estupendas y que parir con epidural estaba genial. Sin más. Pero a raíz de esto comencé a leer sobre parto con o sin epi, riesgos, ventajas, consecuencias, gestión del dolor en el parto… y me convencí de que quería un parto natural, sin nada, con independencia de cuando me hubiera pinchado la heparina.

Soy una chica con suerte, porque antes de quedarme embarazada estuve en el parto de mi hermana, de mi sobrinita querida, y me quedé absolutamente enamorada de ese momento y tuve oportunidad de vencer el miedo que puede provocar no saber a qué te enfrentas. Además, he contado muy cerquita con una grandísima amiga, matrona respetuosa y enamorada de su profesión, que me ha contagiado su amor por el proceso de embarazo, parto, postparto, que ha resuelto siempre mis dudas y ha puesto muchos recursos interesantes a mi alcance. Por último, de casualidad encontré un ginecólogo tremendamente respetuoso, informado, humanizado, al que desde el primer día le dije que no pensaba parir en el hospital donde él atendía, porque sus protocolos son del pleistoceno, y siempre le pareció bien (en mi segundo embarazo me recomendó parir en casa, no digo más), y durante todo el embarazo me proporcionó siempre la más completa información sobre todo lo que le pregunté.

En fin, embarazo genial, mamá informadísima y con las cosas claras, me preparé para un parto natural, sin epi, en movimiento, convencida de lo que quería y lo que no. Escogí un hospital que no tenía demasiada buena fama, la Fundación Jiménez Díaz. Lo escogí por su cercanía a mi hogar, por sus instalaciones, por su monitorización inalámbrica, sus camas adaptables y porque mi seguro profesional me cubría una habitación privada allí, aunque me tranquilizaba que el personal y el hospital también pertenecen a la sanidad pública (cada una con sus manías ¡!). Pero sabiendo que tiene fama de intervencionista, tenía claro que esperaría al máximo en casa y que iría con el cuchillo entre los dientes si era necesario.

De hecho, fui a ese hospital en las últimas revisiones y me comí un tacto sin consentimiento y no sé si una Hamilton (por dolor y sangrado creo que sí, aunque ni provocó parto ni nada), en las dos ultimas citas me negué literalmente a quitarme las bragas.

Total, que mi FPP era el 8 de mayo, pero el 30 de abril cerré todo lo que tenía pendiente en un trabajo hasta entonces extenuante, recogí mis cosas y me fui a pasar el puente de mayo convencida de que yo iba a parir ya y que por ahí no volvía hasta dentro de unos meses. Mi marido no iba a poder cogerse la baja por razones varias, pero tenía vacaciones desde el 1 al 10 de mayo, y lo ideal era parir cuanto antes.

Pero, oh, sorpresa, Mikel no pensaba lo mismo y decidió no nacer el 1 de mayo. Bueno, no pasa nada, pensé yo, será mañana. Pero no, sorprendentemente mi hijo decidió desobedecer a su santa madre y no nacer tampoco el día 2. Ese día ya me llevaban los demonios. Ya ves tú. Es ridículo, pero mi pillé un cabreo de no te menees y pasé el día fatal.

El día 3 habíamos quedado a comer con un grupo de amigos. Quique, mi marido, me propuso salir a dar un paseo desde primera hora. Yo me resigné a pensar en otras cosas y asumí que me había chiflado un poco y seguro que me quedaban días aún para parir. Caminamos un par de horas y nos encaminamos a la comida. Nos reímos mucho. Había otra amiga embarazada que salía de cuentas en las mismas fechas que yo y ahí estábamos las dos, engullendo como si no hubiera un mañana (¿0 esa era solo yo? Una hamburguesa que me supo a gloria en la Plaza de las Comendadoras, mmm) y haciendo cábalas a ver quién pariría antes. Hasta un sorbito de pacharán y un sorbito de gintonic me tomé, desatada como estaba. Sentí algún pinchacito de vez en cuando, tuve que cambiar de postura un par de veces, pero nada más. Mikel estaba a gustito disfrutando la hamburguesa, me temía yo.

Acabamos de comer y fuimos dando un paseo hasta Quevedo a tomar un helado. Yo me tomé una horchata en mi sitio favorito de Madrid, que luego cerraron (snif). Y estando allí, a eso de las 16:15 Quique me dijo que tenía mala cara. Es verdad que empezaba a estar algo incómoda, un poco cansada, pero tampoco me sentía mal. Él insistió en que nos fueramos a casa.

Empezamos a caminar y una manzana después sentí que no podía. Un pinchazo tremendo en la cadera, la sensación de hacerme pis a cada paso. Pero no notaba la tripa dura ni nada. Me inquietaba. Me apoyé en una pared y llamé a Naza, mi super amiga matrona. No me cogió la llamada. Un taxi y a casa. El pinchazo en las caderas se repetía cada pocos minutos, y decidí que eso debían ser las contracciones. Bueno, esto empieza, tranquilidad.

Llegamos a casa y me meto en la ducha. Sabemos que va para largo. Relax, círculos de cadera, delante y detrás en la ducha, respirar. Practico lo que he aprendido en mis clases de pilates y de dilatación en movimiento. Abrir la pelvis, seguir el dolor, abrir paso a mi bebé. Vamos, Mikel, tú dime qué necesitas. Agua calentita en la ducha. Quique conmigo, con la aplicación para contar las contracciones que nos recomendó Naza. Son cortas, pero seguidas, cada tres minutos. ¿lo estaremos contando bien?

Suena el teléfono, es Naza, le cuento y me dice que las contracciones son cortas pero que efectivamente muy seguidas, así que ella cree que va a ir rápido. Como aún no tiene mucha experiencia, va a consultar, luego me llama. No sé cuánto tiempo pasa, me vuelve a llamar. Contracciones cada dos minutos o tres. Me cuesta hablar. Recuerdo las palabras de Naza: “Pal, si la contracción te impide hablar, estás de parto. Escucha qué te pide el cuerpo, pero yo pensaría en ir al hospital dentro de un rato”. Sé que llamó más veces, pero creo que habló con Quique, porque yo no lo recuerdo.

Salgo de la ducha, cojo la pelota de pilates, a veces alivia pero a veces es mucho peor. Me subo en mi cama a cuatro patas. Esto empieza a doler de verdad. Me cuelgo de Quique a ratos. Le digo que haga su bolsa porque, desobedeciendo mis expresas instrucciones, ha pasado de tenerla preparada (luego sería genial comprobar que con los nervios metió un solo calzoncillo y siete camisetas). Necesito irme, quiero irme. Esto se está poniendo intenso. Llama a un taxi.

Bajamos al portal, Quique va a por el taxi y yo me agarro a la barandilla de las escaleras y grito, gruño como un animal. Avisamos al taxista de que quizá grite un poco porque estoy de parto, pero en vez de eso le discuto el camino que ha elegido para ir al hospital (la madre que me parió). Le digo a Quique que si me dicen que estoy de menos de 5 cm que me pongan la epidural a chorro, porque esto no hay quien lo soporte.

A las 18:30 llegamos al hospital, mientras Quique va a admisión me apoyo gruñendo en un mostrador. Recuerdo con amor al guardia de seguridad que se me acercó y me dio ánimos: “ánimo, mi mujer ha tenido cuatro; duele, pero puedes hacerlo, las mujeres sois increíbles” Algo así me dijo. Un celador me conduce andando por el camino, tengo que parar cada poco, el dolor me dobla. Un médico le indica que me lleve en silla, el celador le dice que en obstetricia no se puede y el médico le dice que en este caso sí, que yo claramente no puedo andar. Lo agradezco, porque solo quiero ponerme a cuatro patas, andar no.

En lo que traen la silla rompo aguas. Me suben, la mujer que me recibe (no se presentó, creo que era matrona) me regaña por ir en silla, me dice que me desnude y que me suba a la camilla, le digo que no puedo sola. Me tumban, me examinan, estoy en completa. Me regaña por haber esperado tanto a ir, le digo que mi primera contracción fue hace dos horas.

Empieza a entrar gente corriendo y agobiada, explicándose unos a otros que es un “parto precipitado” y que no hay tiempo de llamar a mi ginecólogo. Le dicen a Quique que entre, que se lo pierde, me dicen que empuje, gruño, les digo que así no puedo, les pido que me cambien de posición, expresamente que suban el respaldo, que me dejen sentarme y apoyar los talones. Me hacen caso. Digo que nada de episiotomía.

Un pujo, dos. Una matrona se pone a mi lado y me ayuda, me da ánimos. Me da instrucciones pero verdaderamente me son útiles. Tercer pujo, cuarto. Son las 18:45 y tengo a Mikel encima de mí, es precioso, me mira con unos ojos abiertísimos. Quique se sienta en el suelo y rompe a llorar. Lloro también. Mikel se engancha a la teta. Nos abrazamos los tres y estamos así, juntos, solos y en éxtasis, más de una hora hasta que nos llevaron a la habitación.

Con el tiempo, me quedaron algunas pegas, como que le pinzaran inmediatamente el cordón, que nadie del personal se presentase antes ni después del parto, que interrumpieran el contacto piel con piel en la primera hora para pesar a Mikel, o haber controlado más la dilatación y el expulsivo, haberlo disfrutado más. Pero todas esas espinitas las quité después, con mi segundo parto. Mikel me regaló el primer parto que necesitaba. Rápido, intenso, sin oportunidad de repensar las cosas, de dudar, ni de dejarme convencer para nada. Sin darles a los otros la oportunidad de intervenir y jorobar el proceso. Y lleva cuatro años regalándome cosas y enseñándome a ser mejor persona. Me ha cambiado la vida, en todos los sentidos. Gracias, horChato mío.