Pablo llegó plácidamente al mundo un claro día de verano
Pablo llegó plácidamente al mundo un claro día de verano, cuando el sol asomaba en el horizonte
La noche, de abrumadora luna llena, había sido ventosa y algo fría pero el amanecer se tornó tranquilo como envuelto en un velo suave, de pelusa de melocotón, que acaricia. Fue, entonces, al disiparse la oscuridad y quedar todo como en suspenso cuando él se decidió a salir.
El embarazo había sido hermoso. Mi segundo hijo se benefició, indudablemente, por ser eso, el segundo. Mi primer hijo, me había enseñado el significado de quererlos en toda su dimensión.
Aún recuerdo mis diálogos, aunque más bien debiera decir monólogos, con el doctor que impartía las clases de preparación al parto, hablándole de este sentimiento. Desde el primer momento, dentro de mí, se estableció ese nexo de unión real, con la vida que se gestaba. Porque no imaginaba quererlo, sabía lo que realmente significaba. No se conoce un sentimiento, profundamente, si antes no se ha experimentado.
Durante los nueve meses del embarazo, de noviembre a julio, la vida siguió su curso, no cambió ni un ápice, solo aumenté unos kilos. No me gustan los tópicos, así que todo siguió entre trabajo, ocupaciones, actividades y por supuesto los juegos con mi primer hijo, activo, travieso, curioso, tan hablador que nunca se cansaba de preguntar, era insaciable y tenía tres años.
Pablo debía nacer el cinco de julio pero se lo tomó con calma y yo respeté su decisión. La tarde del día nueve consulté con el médico que me reconoció y me dijo que podía irme tranquilamente al hospital pues había comenzado la dinámica del parto pero podía hacerlo sin prisas, que tuviese calma.
Y así lo hice exactamente, al anochecer.
Durante toda la noche esperé y esperé, hablándole calladamente, susurrándole despacito. Estábamos solos él y yo en una habitación en penumbras. En un par de ocasiones vinieron a controlar qué caminos iba recorriendo, por dónde se encontraba o tal vez lo divisasen pero todo hacía suponer que venía como de paseo, tranquilo, como si calculase el mejor momento para su aparición.
Por supuesto que, en ocasiones, se dejaba notar ostensiblemente que seguía su recorrido pero no se hicieron para mí los lamentos, los juncos se doblan con el viento, no oponen resistencia, no se rompen y mi tranquilidad y la ausencia de tensiones favorecían la elasticidad del cuerpo haciendo más sencilla la travesía de quien iba a nacer.
Yo, por si acaso, abrí la puerta de par en par para cuando estuviera listo.
Con las brumas del amanecer lo vieron aparecer en el último recodo y me dijeron que me preparase que ya llegaba. Yo estaba lista desde tiempo atrás.
Nos llevaron a una sala “agradable”, no había luces estridentes ni personal bullicioso. Ventanales de cristal traslúcido dejaban pasar una luz lechosa, envolvente.
Todo estaba en calma, nos atendió una matrona enorme, tranquila, cercana y cariñosa que ayudó con ternura y paciencia a que Pablo llegase cuando quisiese. Decía que debía encontrarse tan a gusto que se resistía a dejar el entorno que conocía.
A intervalos, nos llegaba algún quejido, algún improperio desde paritorios cercanos. Hubo muchos nacimientos esa jornada, la luna llena trae consigo esa fuerza y los médicos no podían multiplicarse ante tanto “advenimiento”.
Mientras tanto, ella, con caricias y consejos me inducía a facilitarle a Pablo su llegada, nos escuchábamos. Finalmente apareció un doctor que dentro de la misma tónica de calma y dulzura contribuyó, incorporándome, a que el niño se deslizase suavemente en las manos de la matrona... que sin dilación lo puso sobre mi pecho mientras cortaba el cordón y extraía la placenta.
Ese tránsito final de mi hijo y los instantes que sucedieron quedaron grabados en mi alma y mi piel como el más pletórico y lleno de placer de mi vida.
Nunca he sentido ese culmen, seguidos de una gran paz, una tibieza envolvente y total placidez, una alegría y un llanto, tanta ternura y tanta fuerza.
Pablo, tras una espera de quince horas, nació al amanecer del 10 de julio de 1983, en el Hospital Público de la Paz (Madrid) en un entorno tranquilo y silencioso y con el mimo y los consejos de una matrona a la que llamaban Casey.
Hoy, Pablo, tiene 28 años y toda su vida, hasta ahora, es un reflejo de su llegada.
-----------------Isabel