Parir por cesárea en tiempos de pandemia
9 meses he necesitado para gestar este relato. Mi hijo nació en junio de 2020. Aunque tengo que dar gracias a que no me tocó parir en el pico más alto de la pandemia, cuando los hospitales en Madrid estaban completamente saturados, la situación causada por el COVID19 me afectó enormemente durante el embarazo, el parto y, sobre todo, el posparto.
Cuando se declaró el estado de alarma en marzo de 2020 yo estaba embarazada de unos 6 meses y medio. Lo que más recuerdo del embarazo fue el cambio emocional. Todo me afectaba más de lo normal, estaba mucho más sensible y lloraba por cosas por las que normalmente no lloraría. Recuerdo el confinamiento con mucha ansiedad. Estaba muy atenta a lo que sucedía en los colapsados hospitales de Madrid, cruzando los dedos para que cuando le tocara nacer a mi hijo la situación estuviera más tranquila, que no tuviera que parir sola, que no me separaran de mi hijo al nacer.
En la revisión de la semana 35 me dijeron que mi hijo estaba de nalgas, que me daban cita para la semana 37 y que si seguía de nalgas me programarían una cesárea para la semana 39. Yo, que había ido sola a la consulta porque ya no dejaban ir con acompañantes, me derrumbé y me eché a llorar nada más salir del hospital. Durante todo el embarazo me había estado informando y preparando para tener un parto lo más natural posible y la idea de una cesárea me aterraba. Sabes que todo puede ocurrir y que hay veces que las cesáreas son completamente necesarias, pero no concebía la idea de una cesárea programada.
Cuando llegué a casa me puse a investigar y a buscar opciones. Descubrí que en muchos hospitales públicos de la Comunidad de Madrid hacían versiones cefálicas externas (VCE) para intentar girar al bebé y evitar la cesárea. También que en un par de hospitales atendían partos de nalgas si cumplías ciertas condiciones. Escribí a mi hospital, el Hospital Universitario General de Villalba, preguntando si hacían VCEs y por qué no me habían ofrecido esa opción. Me contestaron diciendo que normalmente sí las hacían pero que debido a la pandemia habían suspendido toda actividad quirúrgica programada. Aquí empieza mi indignación. ¿Por qué suspenden las VCEs, que no son un procedimiento quirúrgico, y las cesáreas programadas no? ¿Por qué mi obstetra no me dijo en la propia consulta que existía esa opción aunque en esos momentos no me la podían ofrecer?
Negada a cruzarme de brazos empecé a escribir a otros hospitales preguntando si seguían haciendo VCEs. La opción del parto de nalgas la descarté. Por un lado siendo primeriza es más complicado que si ya has parido alguna vez. Por otro lado me daba mucho miedo que se complicara y acabara en un parto instrumental que podía ser igual de malo o peor que la cesárea. Finalmente pedí el traslado de expediente al Hospital Universitario Puerta de Hierro donde me hicieron la VCE. En mi caso parece que se alinearon los astros (una buena colocación del bebé y un buen ginecólogo) y le dieron la vuelta en un abrir y cerrar de ojos, aunque la cabecita no quedó colocada del todo y creo que esa fue la causa de lo que me pasó después.
Después de haber pasado unos meses de infierno entre la pandemia, el estrés de cerrar proyectos en el trabajo antes de cogerme la baja y la preocupación de tener que parir por cesárea, tras ese día pude por fin relajarme y disfrutar. Las semanas 38 y 39 fueron para mí las mejores de todo el embarazo. Me las tomé como unas auténticas vacaciones. Pero llegó la semana 40 y volvió la preocupación. Yo tenía el presentimiento de que se iba a retrasar (por lo visto es algo habitual en mi familia), pero según iban pasando los días, la posibilidad de una inducción, algo que también me aterraba, se iba haciendo cada vez más real.
Decidí trasladar el expediente de nuevo a mi hospital, ya que su protocolo de atención al parto me convencía más y el vivir cerca también me daba mucha tranquilidad. En la semana 40 me programaron una inducción para la 41+2 sin darme ninguna justificación más allá de la fecha. De primeras, y no sé por qué, me pareció razonable y lo acepté, pero una vez en casa me enfadé conmigo misma por haberlo aceptado tan fácilmente sin preguntar y sin intentar esperar un poco más. Después de algunas llamadas y correos al hospital sin respuesta satisfactoria acabé yendo allí y conseguí que me viera un obstetra. Me explicó que normalmente las inducciones las programaban para la 41+4, para que el bebé naciera antes de cumplir la 42, pero por la pandemia las estaban adelantando. De nuevo la pandemia lo justificaba todo una vez más cuando no hay justificación ninguna. Como no tenía ningún factor de riesgo me dio la opción de retrasarla dos días más y me la reprogramaron para la 41+4.
Entre la semana 40 y la 41 estuve varias noches con pródromos que cesaban después de unas horas. Ni siquiera eran noches consecutivas. Una de esas noches las contracciones duraron hasta la mañana y empezaron a ser bastante intensas y regulares, hasta el punto de tener que pararme y apoyarme contra la pared hasta que pasara la contracción. Pensé que era el momento de ir al hospital, me di una ducha, me vestí y a la vez fui sintiendo como las contracciones iban cesando. Nos quedamos de nuevo en casa. ¡Qué desesperación! No acababa de ponerme de parto.
Justo la noche antes de ingresar para la inducción rompí la bolsa y fuimos al hospital. Me dejaron toda la noche para ver si me ponía de parto, pero no dilaté nada. Estuve un día entero de pre-inducción con prostaglandinas. Me las ponían vía vaginal cada cuatro horas, en total cuatro dosis. Cada dosis incrementaba la frecuencia de las contracciones y la intensidad y tenía que quedarme una hora conectada al monitor para comprobar que todo iba bien. Aunque se supone que en ese hospital utilizan monitores inalámbricos yo no vi ninguno en todo el tiempo que estuve allí. Me dejaban moverme libremente pero me parecía imposible porque cuando me movía los sensores del monitor se movían. Aparte, el cable estorba y no te deja mucho radio de acción. Luego me subían a una habitación y allí estaba hasta la siguiente dosis. Me dejaron también una pelota de pilates, algo deshinchada, que algo me sirvió pero al final me acababa resultando incómoda. Por la tarde las contracciones se me hacían ya insoportables y la desesperación iba en aumento porque el cuello no se borraba y apenas dilataba. Cuando me iban a poner la cuarta dosis recuerdo pedirle entre lágrimas a la matrona que no me la pusiera. Me parecía completamente inútil. Apenas había conseguido algo con las tres dosis anteriores y el dolor se había multiplicado por 10. La matrona me dijo que me la tenía que poner, había que avanzar y no tenía otra opción. Cuatro horas más completamente desesperada. Llegó la noche y me dieron un calmante para que pudiera descansar hasta la mañana siguiente.
Al día siguiente me llevaron al paritorio y empezaron a administrarme oxitocina. El espacio era más grande, más luminoso y más agradable, pero la libertad de movimiento se vio aún más reducida al tener que estar conectada al monitor de forma continua y conectada al gotero con la oxitocina por el otro lado. Yo tenía la intención de parir sin epidural, pero con la inducción sabía que iba a ser muy difícil. Aguanté toda la mañana sin ponérmela para no ralentizar la dilatación, pero al comienzo de la tarde ya no podía más y la pedí. Tuve mala suerte y la epidural no me hizo todo el efecto que me tenía que hacer. Me redujo un poco el dolor, pero las contracciones seguían siendo muy fuertes y estaba completamente agotada.
Llegó la noche y el cuello del útero solo se había borrado al 80% y no había dilatado más de 4 cm. Por lo que me habían dicho la cabeza no estaba encajada y por eso no dilataba. A esas altura me dijeron que habría que hacer una cesárea de urgencia y para mí incluso supuso un alivio porque veía que el parto no avanzaba y estaba tan cansada que me veía completamente incapaz de llegar hasta el final. Mi pareja había estado conmigo en todo momento durante esos dos días. Sin embargo, a pesar de ser un hospital donde dicen hacer cesáreas humanizadas, en las que dejan entrar al acompañante a quirófano y hacer el piel con piel con la madre si la situación clínica de ambos lo permiten, por el protocolo COVID no dejaron entrar a mi pareja en el quirófano ni quedarse conmigo las dos horas que estuve en reanimación después de la operación.
Cuando entré en quirófano yo estaba muy nerviosa. Recordaba relatos de parto que había leído de mujeres a las que la epidural no les había hecho efecto y notaron cuando las rajaban. Estaba aterrada pensando en que me podía pasar lo mismo. Insistí al anestesista que no me había hecho efecto la epidural, comprobó que así era y me pusieron anestesia raquídea. No tardaron ni diez minutos en sacar a mi hijo desde que me pusieron la anestesia y me ataron a la camilla. Al nacer se lo llevaron unos minutos a una esquina de la sala donde yo no veía que hacían pero le escuchaba llorar. Luego casi se lo llevan sin dejarme verlo si no es por la matrona que estaba allí, siempre me acordaré de su nombre, que lo cogió y me lo acercó a la cara para que le viera y le diera un beso, ya que no podía tocarle porque tenía los brazos atados en cruz. Estaba tan cerca que casi no podía verle. Lo que más recuerdo son sus pies alargados y muy arrugados. No recuerdo qué sentía. Estaba demasiado aturdida para sentir algo. Estupefacción quizás. Mi hijo había nacido pero no sentía alegría. Luego se lo llevaron con su padre para hacer el piel con piel con él.
En quirófano estuve aún un rato largo hasta que me cerraron y me llevaron a reanimación. Una vez allí estuve temblando todo el rato. No entendía por qué y llamé unas cuantas veces a las enfermeras para preguntarles si era normal. Me sentí un poco ignorada porque no le daban importancia y me decían que sería por la anestesia. Tiempo después una persona me explicó que esos temblores eran un mecanismo que tiene el cuerpo para liberar la tensión acumulada ante una situación que ha podido resultar traumática o muy estresante. Dos matronas vinieron a sacarme calostro que luego dieron a mi hijo con una jeringuilla mientras yo seguía en reanimación. Entre unas cosas y otras estuve casi tres horas sin mi hijo hasta que me llevaron con ellos a la habitación. Fueron tres horas larguísimas.
En la habitación ya por fin pude coger a mi hijo, pero no recuerdo tener sentimientos de alegría. Seguía en shock. Los tres días que estuve ingresada fueron duros. Por un lado, la cicatriz me dolía y me costaba mucho moverme. Mi pareja se encargaba de todo: cambiarle el pañal, bañarle, cogerle e incluso dormir con él en brazos. Por otro lado, el inicio de la lactancia fue muy difícil y doloroso. Le costaba mucho engancharse y enseguida me salieron grietas. Si no hubiésemos tenido la ayuda de las enfermeras creo que no hubiese sido capaz de instaurar la lactancia materna con éxito.
Cuando volvimos a casa le dije a mi madre que se quedara con nosotros unos días para que nos echara una mano. Yo me veía completamente sobrepasada por la situación. Menos mal que era junio, ya no estábamos confinados y podía venir a ayudarnos. Poco a poco fui recuperándome y fue mejorando la lactancia, aunque estuve unas dos semanas con grietas y mucho dolor.
Aunque la recuperación se me hizo muy dura, después de dos días de inducción, con unas contracciones muy dolorosas, y con una epidural que no hizo su efecto, la cesárea fue un alivio. No era lo que yo deseaba, pero sé que en mi caso intenté todo lo que estaba a mi alcance, la VCE y retrasar la inducción, y que mi hijo nació cuando tenía que nacer. Psicológicamente sé que lo hubiese aceptado mucho peor si no hubiera hecho la VCE y me hubieran programado la cesárea.
Lo que peor he llevado es que nos separaran casi tres horas al nacer, no haber podido hacer el piel con piel con mi hijo y no haber visto la cara de su padre al verle por primera vez. Creo que es una espinita que siempre se me quedará clavada.
A las tres semanas a mi hijo le diagnosticaron una cardiopatía congénita y volvió a ingresar tres días en el mismo hospital. Justo cuando empezaba a ver la luz volví a derrumbarme. Fueron tres días horribles. Ingresó en neonatos. Su padre y yo podíamos estar con él las 24 h del día pero en neonatos estás en un box y tienes que dormir en una butaca reclinable. Las noches fueron horribles. Yo en la butaca intentando dormir con mi hijo en brazos porque en la cuna se despertaba en cuanto le dejabas. Y todo ello rememorando el calvario que había pasado tres semanas atrás.
Al cumplir el mes volvió a ingresar en el Hospital de La Paz para operarle. Estuvo casi un mes ingresado. Fue también muy duro pero la operación salió muy bien, y aunque el postoperatorio fue lento, se recuperó completamente. Es curioso como tengo un buen recuerdo de este hospital, aun habiendo pasado momentos muy duros, y sin embargo, cada vez que tengo que ir al hospital en el que nació me entra una enorme ansiedad. Para mí la diferencia está en cómo nos atendieron en uno y en otro.
Mis dos primeros meses como madre fueron puro sufrimiento, pero mi hijo volvió a nacer después de la operación. Fue nuestra oportunidad para volver a empezar. Por fin sentí alegría y empecé a disfrutar de él. Ahora es un niño de 9 meses sano y feliz, seguimos con la lactancia materna y mi amor hacía él es el más profundo que he conocido.