11

Parto de Laura. Parto en hospital. Maternidad Acuario

La espera, un viaje con contracciones y un parto gozado. Ismael nació donde quisieron sus padres. Él eligió su día.

"Parir a mi hijo ha sido la experiencia más intensa y conmovedora de mi vida. Su dulce llegada al mundo, rodeado de sus padres, su hermana y unos profesionales cariñosos y respetuosos fue la mejor bienvenida que pudimos darle y que puedo imaginar...Sólo existía una verdad: vida y felicidad. Fue maravilloso poder vivir estos momentos todos juntos, y creo que para ella fue un regalo que nunca olvidará… tengo grabada a fuego una frase que dijo a su hermano y a mí : “Gracias “Mimael” por nacer y gracias a ti mami por haberlo nacido”.

Hacía tres días que había cumplido la semana 40, y aunque sabía perfectamente que mi niño aún podía tardar días o semanas en querer salir estaba un poco impaciente. Desde el principio del embarazo mi matrona me había dicho que ella apostaba a que no pasaba de la semana 38, y sin darme cuenta me lo había creído y tenía la sensación de que se estaba retrasando demasiado.

Ese día me levanté llena de energía, ¡había conseguido dormir bien después de tantas noches malas!. Y ahora pienso: ¿será mi cuerpo tan inteligente como para saber que ése iba a ser el día?. Seguro, nuestros cuerpos son tan sabios cuando les dejan…La mañana transcurrió normalmente y no noté nada fuera de lo común. Sobre las 4:30 de la tarde mi hija Paula me pidió teta y estuvo mamando bastante tiempo. Cuando terminó empecé a tener contracciones. Me había pasado otras veces, así que no le di importancia, pero al cabo de casi dos horas las contracciones no cesaban, así que cogí el reloj y empecé a estar más pendiente de ellas.

Nos pusimos Paula y yo a hacernos unas tobilleras con bolitas de colores que llevábamos días queriendo hacer. Al rato llegó mi marido de trabajar y se unió a nosotras. Así que allí estábamos, haciendo pulseritas tan felices y con contracciones cada diez minutos.

Al cabo de algo más de una hora cambiamos de actividad, nos fuimos al ordenador a seguir con un montaje que le estábamos haciendo a mi hermana como regalo de boda. Entonces ya contábamos con que seguramente estaba de parto. ¡Qué sensación tan maravillosa!, me sentía emocionada y feliz, pero muy tranquila. Las contracciones eran cada 7-8 minutos y nada dolorosas. Un par de veces que fui al baño expulsé algo de tapón mucoso. ¡Parece que ya viene!.

Pasamos en el ordenador unas dos horas, durante las cuales las contracciones seguían siendo más o menos regulares. Era el momento de ponerse en marcha. Me fui a terminar de preparar las cosas que teníamos que llevarnos, y entonces las contracciones aumentaron de intensidad. Eran perfectamente soportables, pero ya tenía que pararme cuando venía una hasta que pasara. Me duché y cuando ya lo teníamos todo a punto nos sentamos los tres en el comedor tranquilamente. Parecía que la cosa seguía en marcha y yo me sentía feliz, ilusionada y expectante.

Llamé a la matrona y quedamos en que íbamos para allá. A las 0:30 salíamos hacia Acuario. El viaje fue extraño, por la mezcla de todo supongo. Mi hija no se dormía, así que íbamos cantando las canciones del circo de Miliki como tres niños de excursión. Las contracciones eran más intensas y ya me costaba encajar alguna sentada en el coche. Y mi cabeza pensaba…Me sentía contenta y satisfecha, estaba llegando al final del camino, ¡estaba de parto!, pronto tendría a mi bebé en brazos. Pensaba en el parto: “¿cómo será?, ¿saldrá todo bien?, y si no sale como espero ¿seré capaz de aceptarlo bien?”. Fueron los únicos momentos en que sentí temor, ni siquiera era miedo, sólo temor. No volví a sentirlo, simplemente me abandoné a lo que estaba ocurriéndome sin pensar nada más que en cada segundo que vivía, y lo hice inconscientemente, sin esfuerzo, sin obligarme a ello. Todo fue tan natural, tan instintivo, que no hubo lugar para el temor o el miedo.

A lo largo del viaje las contracciones se fueron espaciando hasta ser cada 10-12 minutos. ¿Falsa alarma?, pensé, aunque en mi corazón sentía que había llegado el momento. A las 2:00 llegamos a Acuario. Allí nos recibió Agatha, la matrona que estaba de guardia y que sería quien me ayudaría a traer al mundo a mi hijo.

Fuimos al paritorio. Me sorprendió lo acogedor que resultaba, tan cálido, con las luces tan suaves, tan sereno. Sentada cómodamente en una mecedora Agatha me conectó el monitor. El corazón de Ismael latía con fuerza, y mi hija sonreía al oírlo. Siempre le ha encantado escucharlo. Así pasamos unos cuarenta minutos, charlando, conociéndonos, con el sonido suave del corazón de nuestro hijo de fondo. Durante ese tiempo sólo tuve dos o tres contracciones, y Agatha nos dijo que a casi todas las mujeres nos pasaba, que era llegar allí y ponernos el monitor y disminuir las contracciones de manera notable. Pero que no pasaba nada, que con el viaje y la llegada al hospital necesitaba mi período de adaptación.

Después del monitor me hizo un tacto: cuello borrado y dilatada de casi 2 cm, aunque aún estaba muy alto y la cabeza peloteaba. Entonces me dijo: “Mira, las contracciones están siendo efectivas, pero esto tiene pinta de preparto. Yo diría que esta noche la pasas así, que durante el día se parará la cosa y que mañana por la noche te pondrás de parto. Subid a la habitación, ya que las contracciones son suaves intenta descansar y dormir todo lo que puedas entre ellas, que lo necesitarás. Y mañana podéis aprovechar el día y hacer turismo por la zona”

Y así lo hicimos. Eran aproximadamente las 3 de la madrugada. Lo que ninguno sospechábamos era que en menos de siete horas Ismael estaría ya con nosotros.

Llegamos a la habitación y organizamos un poco nuestras cosas. Nos pusimos el pijama, juntamos las dos camas y nos acostamos los tres a dormir. Me quedé durmiendo enseguida, y al cabo de no sé cuánto tiempo las contracciones me despertaron. Me dolían bastante y en la cama estaba muy incómoda, así que me levanté. A partir de ahí empezó el trabajo duro. Un tiempo después las contracciones ya eran muy dolorosas y de riñones. Después me diría la matrona que esas eran más efectivas, pero ¡cómo dolían!, pensaba que iba a partirme por la mitad. Ya no estaba cómoda de ninguna forma, deambulaba por la habitación, me sentaba en la mecedora, en el váter o en la cama, me levantaba…Algunas veces, tras una contracción, me acosté en la cama, ¡me apetecía tanto acurrucarme y dormir!. Y me dormía, aunque sólo fueran unos minutos, pero cuando llegaba otra contracción era horrible, el dolor se hacía insoportable, quería saltar de la cama pero me era imposible hasta que terminara la contracción. Pensé en tantas y tantas mujeres obligadas a parir tumbadas en una cama… ¡me parecía una auténtica tortura!

Abandoné la idea de volver a acostarme, entre contracción y contracción andaba de un lado a otro de la habitación y cuando venía una la pasaba con los brazos apoyados en la mesa o en el lavabo mientras movía las caderas de un lado a otro y gemía. Eso era lo que me pedía el cuerpo.

Pasé unos momentos de debilidad, pensé “Dios mío, si esto es preparto cómo será el parto, no podré resistirlo”. Incluso confieso que, durante una contracción especialmente dura, pensé que al fin y al cabo la cesárea tampoco había sido tan penosa y que no estaría tan mal para acabar con este dolor tan horroroso. Afortunadamente, al momento pensé: “¿Pero qué estoy diciendo?, ¿para eso he llegado hasta aquí?, ¿me voy a acobardar AHORA?”. Me avergoncé de mis pensamientos, sentí como si me traicionara a mí misma y a todas las mujeres que, como yo, buscábamos otra manera de traer al mundo a nuestros hijos. Y todo ello me dio fuerza, y ya no volví a flaquear y pensé ¡¡ESTÁS PARIENDO, VÍVELO!!! Y así lo hice, era mi deseo, lo que llevaba tanto tiempo esperando poder vivir, poder sentir, y no iba a echarlo a perder ahora.

Mi marido y mi hija seguían durmiendo, mientras yo estaba cada vez más ida. Aquello no podía ser preparto, imposible. Llamé a la matrona, quería que viniera y me dijera cómo iba todo. Eran aproximadamente las 6:30. Al poco llegó Agatha con el sonicaid en la mano. Me pilló terminando de encajar una contracción apoyada en el lavabo. Me sonrió y me dijo dulcemente “Uy uy, esto parece que ha cambiado mucho”. En la siguiente contracción y todavía en el lavabo comprobó el latido de Ismael. Estaba perfectamente. Me dijo que nos bajábamos al paritorio para ver cómo estaba todo. Mi marido se había despertado y preguntó que qué hacía él. Agatha le dijo que si quería se quedara allí con Paula y ya le avisaría ella si me quedaba en el paritorio y no subía a la habitación. A mí me pareció bien y a él también.

De camino al paritorio me vino otra contracción. Tuve que pararme. “No pasa nada –me dijo Agatha-, paramos, no hay prisa”. Y allí, agarrada a la barandilla de la escalera, esperamos a que pasase.

Ya en el paritorio me puso el monitor. Todo iba bien. Sentada en la mecedora las piernas me temblaban. Agatha me dijo que eso significaba que necesitaba glucosa, así que me trajo zumo y me dijo que fuera bebiendo. Durante la monitorización tuve un par de contracciones, entonces saltaba de la mecedora y me agarraba al lavabo o a la bañera mientras movía mis caderas al son que marcaba mi cuerpo y gemía y gemía.

Cuando estuve preparada Agatha me hizo un tacto: ¡7 cm!, aunque aún estaba en primer plano. Respiré aliviada. Bueno, bueno, al menos no es preparto, ja ja ja, pensé. Entonces me preguntó si me apetecía meterme en la bañera. Le contesté que sí y me dijo que mientras ella la preparaba mejor esperaba en la habitación, porque el agua hacía mucho ruido y podía molestarme. Me acompañó hasta ella, con otra parada en lo alto de la escalera mientras pasaba una contracción. Llegamos y me dijo que vendría a por mí cuando estuviera todo preparado.

Las contracciones seguían llegando, cada vez más intensas, más dolorosas, y yo no podía dejar de moverme, de andar, de gemir. Mi hija seguía durmiendo y mi marido estaba ahí, acompañándome discretamente, siempre a mi lado pero a distancia, respetando mis deseos y mis necesidades sin que hiciera falta decirle cuáles eran, transmitiéndome tranquilidad y confianza en que todo iba bien.

Al final de una contracción sentí como si un globo estallara entre mis piernas, por las que resbaló hasta mis pies el precioso líquido en el que hasta entonces había estado inmerso mi hijo. Pensé “¡qué guay, he roto aguas, otra sensación más que estoy experimentando!”. A partir de entonces las contracciones se hicieron realmente dolorosas, me parecía que no iba a poder aguantarlo, pero cuando llegaba al límite, cuando pensaba que no podía más, la contracción iba cediendo y pasaba. Hasta la siguiente.

Creo que fue en estos momentos del parto cuando empecé a desconectarme de la realidad, cuando empezó mi auténtico viaje hacia el “planeta parto”. A partir de entonces me sentía como si estuviera en otro mundo, percibía las cosas y ahora las recuerdo, pero todo lo que estuviera fuera de mí, de mi cuerpo y de mi bebé formaban una especie de realidad paralela a la que yo estaba viviendo y sintiendo.

Cuando llegó la matrona nos bajamos los tres al paritorio. Paula se quedó durmiendo y dijeron a una enfermera que si se despertaba nos la trajera. De camino una contracción bestial me paralizó. Cuando me di cuenta estaba en cuclillas, colgada de la barandilla de la escalera y emitiendo unos sonidos que no podía creer que salieran de mí, al mismo tiempo que pensaba “anda, que bien estoy así”. Pero claro, no era plan de quedarme en la escalera, así que seguimos de camino.

Ya en el paritorio, cuando iba a entrar en la bañera, otra contracción impresionante me detuvo. Entonces, lloriqueando, decía “¡no puedo más, no puedo más! Me hizo mucha gracia porque había leído varias veces que esa frase es típica cuando las mujeres estamos en la fase final de la dilatación, y ahí estaba yo, diciéndolo sin realmente sentirlo, porque sí podía más, claro que podía, pero de mi boca salía esa frase como si no fuera yo quien la decía. Curioso. También sentía una fuerte presión en el ano y ganas de empujar, se lo dije a Agatha y ella me contestó “pues vamos allá que tu bebé está cerca”.

Por fin entré en la bañera y oh, qué placer, ¡me sentí tan bien! El agua tan calentita, música relajante y yo, boca arriba flotando, ingrávida, en mi mundo. Eran aproximadamente las 7:30. Las contracciones se sucedían, las pasaba a cuatro patas empujando y después volvía a ponerme boca arriba. En un momento dado Agatha me hizo un tacto y me dijo “estás casi completa, pero hay un pequeño reborde. Ahora cuando venga la contracción empuja pero poquito y sóplale al agua todo lo que puedas”. Y así hacía, soplarle al agua mientras jadeaba, un jadeo que nadie tuvo que enseñarme a hacer, igual que nadie tuvo que enseñarme a respirar, porque mi cuerpo supo cómo hacerlo cuando lo necesitó.

Pasado un tiempo me hizo otro tacto: la dilatación era completa y el reborde había desaparecido, así que a empujar cuanto quisiera. Me sugirió una postura en la que podría estar más cómoda para empujar: con la espalda apoyada en un lateral de la bañera y los pies en el lateral opuesto. Lo probé y me gustó.

Cuando notaba que llegaba una contracción gemía tímidamente, lloriqueaba como una niña y pensaba “no, otra no por favor”, y al momento me invadía su calor, su dolor, sin resistirme, sin miedo, y yo empujaba, y lo hacía con una necesidad y una fuerza que nunca en mi vida había sentido. Y mientras gritaba, sonidos que salían de lo más profundo de mi ser, yo misma me sorprendía al oírme, y me sentía más mujer que nunca, más hembra que nunca, más animal que nunca.

Entre contracciones prácticamente me dormía, jamás he estado tan relajada como en esos minutos que la naturaleza sabiamente nos concede. Supongo que estaría empapada de endorfinas maravillosas con las que mi cuerpo me recompensaba. Y Agatha, con su voz dulce y serena, me daba ánimos y me decía que lo estaba haciendo muy bien, que sabía que era difícil pero que era la única manera de que naciera mi hijo, y de vez en cuando escuchaba el corazón de Ismael. Mi marido estaba a mi lado y me acariciaba suavemente. Mª Carmen, la auxiliar, me daba agua fría o zumo y me ponía una gasa fresca en la frente.

Con un espejo y una linterna Agatha controlaba cómo iba todo. Yo seguía empujando y la presión que sentía era cada vez más fuerte. Con cada contracción notaba cómo mi hijo descendía por mi vagina y luego volvía a subir. De repente dejé de sentir esa presión y a cambio la entrada de mi vagina empezó a quemarme y noté que mi hijo ya no subía tras la contracción. Su cabecita estaba empezando a asomar.

La sensación de quemazón se mantenía incluso entre contracciones, y cada vez era más intensa, más dolorosa. Yo tocaba la cabeza de mi hijo y no podía creer que estuviera ahí, saliendo de mi cuerpo.

El tiempo transcurría, aunque yo había perdido toda noción de él. En algún momento Agatha me dijo: “Laura, intenta no empujar tan fuerte para poder darle un poco más de tiempo a tu periné”. En otro momento ví que Enrique, el gine, estaba también en el paritorio. Había entrado tan silenciosamente y había sido tan discreto que ni siquiera me había dado cuenta de que estaba. Le sonreí y le dije hola. Él me devolvió la sonrisa y me dijo “gracias por esperarme”. Yo, entre risas, le contesté que de nada.

Las contracciones eran muy seguidas, yo empujaba y empujaba, gritaba, bramía, gemía…De repente oí llorar a mi hija, se había despertado y la enfermera la traía con nosotros. Yo pensé “Dios mío, tal y como viene cuando me vea así se pondrá hecha una loca más aún”. Pero fue todo lo contrario, nada más entrar la tomó su padre en brazos, ella miró, entendió lo que estaba ocurriendo, se calmó al instante y se dedicó a observarlo todo sin perder detalle. Sólo quince minutos después nacería su hermano.

La entrada de mi vagina y mi periné me ardían, cada vez más y más y nunca cedía, creía que iba a reventar, “¿será esto el famoso círculo de fuego?”, me dije. Pensé “¿cuándo va a salir? ¡Por favor, QUE SALGA YA DE UNA VEZ!”. Y de repente, cuando menos lo esperaba, sentí algo deslizarse rápidamente por mi vagina y un alivio inmenso. En una misma contracción salió su cabecita y todo su cuerpo a la vez. ¡Ismael ya había nacido!

Miré entre mis piernas para ver cómo Agatha lo sacaba del agua y me lo daba. Eran las 9:27. Lo tomé entre mis brazos y en ese instante el mundo se detuvo. No había nadie más, no existía nada más que mi hijo y yo. Rompí a llorar, un llanto entrecortado por la tremenda emoción, lloraba y reía, y abrazaba, tocaba y miraba a mi niño mientras sus ojos abiertos y llenos de vida me miraban a mí. Aquí estaba, mi niño, mi pequeño, mi tesoro. Estaba tranquilo, precioso, divino…Ni siquiera llegó a llorar, su llegada al mundo fue tan dulce…

Enseguida busqué con la mirada a mi marido y mi hija. Nos besamos todos y llenos de emoción mirábamos embelesados al nuevo pequeño miembro de nuestra afortunada familia. Mi hija me sonreía mientras acariciaba a su hermano, mi marido me besaba. El corazón me estallaba de felicidad y una paz inmensa reinaba entre todos nosotros.

Estuvimos un rato en la bañera, disfrutando del momento, conociéndonos y encontrándonos. Cuando el cordón dejó de latir, unos diez minutos después, mi marido lo cortó. Un tiempo después salí de la bañera y me tumbé cómodamente en la cama-sillón que hay en el paritorio. Ismael estaba sobre mí con los ojos muy abiertos, atento, despierto. No se dormiría hasta tres horas después. Yo le daba mi calor y sentía el suyo, su piel suave, su olor, la vida que desprendía y el amor que fluía entre los dos. En algún momento encontró la teta, y de una manera tan natural como había nacido, comenzó a mamar.

Agatha me dijo que empujara, lo hice, un empujón pequeñito y suave y noté como algo caliente y grande salía de mi vagina. Me pareció una sensación muy placentera, y así, sin ni siquiera notar una contracción, alumbré la placenta. Le pedí a MªCarmen que me la enseñara y la miré atentamente y con curiosidad: la placenta, el cordón, la bolsa, todo aquello que había formado parte de mi hijo dentro de mí. La matrona me revisó y comenzó a coserme un pequeño desgarro en el periné que necesitó cuatro puntos y algún desgarro interno que no llegó a decirme cuántos. Ni me había dado cuenta de que me había desgarrado ni me ha molestado en ningún momento. Enrique se acercó sonriendo, me besó, me dio la enhorabuena y salió tan discretamente como había entrado.

Mi marido tuvo que ir un momento a arreglar los papeles de mi ingreso y mi hija estaba a mi lado, mirándome a mí y a su hermano. Yo la veía radiante, disfrutando de todo lo que estaba ocurriendo. ¡Me alegro tanto de que estuviera presente!. Fue maravilloso poder vivir estos momentos todos juntos, y creo que para ella fue un regalo que nunca olvidará. En mi corazón y en mi mente tengo grabada a fuego una frase que dijo a su hermano y a mí : “Gracias “Mimael” por nacer y gracias a ti mami por haberlo nacido”.

Cuando terminó subimos todos a la habitación con Ismael en mis brazos. Me metí en la cama con él, abrazados. Seguía con los ojos muy abiertos, atento, mirándome, mamando. Mi hija también quiso acostarse con nosotros, así que al final terminamos los cuatro en la cama, descansando y asimilando la experiencia tan maravillosa que acabábamos de vivir. Entonces pensé “lo he conseguido, ¡HE PARIDO A MI HIJO!”. Había soñado tantas veces con ese momento que no podía creer que hubiera llegado. Mi cuerpo había parido a mi niño y lo había hecho solo, perfectamente, de principio a fin. Y fue impresionante, intenso, extraordinario, y al mismo tiempo natural y sereno. El milagro de la vida en estado puro.

Quiero dedicar este relato a mi hijo Ismael, porque gracias a él he vivido mi parto soñado, a mi marido, por apoyarme incondicionalmente en esta aventura a pesar de que nunca llegó a comprenderme del todo, y especialmente a mi hija Paula, a la que no supe dar el nacimiento que ambas merecíamos, lo que me llevó a buscar algo mejor.

No puedo terminar sin dar las gracias a todas esas mujeres y profesionales de la lista apoyocesáreas, donde tanto he aprendido y tanto apoyo he encontrado. Sin ellos seguramente no hubiera llegado hasta aquí. También quiero dar las gracias a los maravillosos profesionales de Acuario, especialmente a Agatha y a Enrique, que en todo momento me hicieron sentir segura, apoyada y confiada. Muchas gracias en mi nombre, en el de mi hijo y en el de mi familia. Ojala todos los niños pudieran venir al mundo como tuvo la suerte de hacerlo Ismael.