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Parto de Paloma. Nacimiento de Elena. Clínica La Milagrosa- Nacentia, 2007.

EL NACIMIENTO DE ELENA, 24 de septiembre del 2007. Historia de Paloma, Parto con Regina Cárdenas en la Clínica La Milagrosa, Madrid.

EL EMBARAZO

El 31 de diciembre de 2006 tuve unos dolores realmente fuertes que yo interpreté como menstruales. No era el momento pero pensé que se iba a adelantar, como tantas otras veces. Aquella tarde había corrido por primera vez la San Silvestre Vallecana, que fue mi único rato sin molestias. Durante la cena en casa de mis padres lo pasé realmente mal y por ello decidimos no salir a celebrar el fin de año.

Unos días más tarde seguía sin tener la regla y pensé que quizá me habría quedado encinta. El 14 de enero de 2007 me hice un test de embarazo que había comprado en la farmacia y dio positivo. Llorando de contento, se lo comuniqué a mi marido, que se alegró muchísimo.

Tuve un embarazo realmente fabuloso, sin apenas molestias. Pude seguir corriendo hasta los 4 meses y medio, momento en que lo dejé porque la tripa empezaba a sobresalir y resultaba molesto. Desde los 3 meses y hasta 6 días antes del parto practiqué yoga para embarazadas 2 veces por semana, creo sinceramente que me ayudó mucho a seguir en forma y a evitar que unos pequeños episodios de ciática fueran a más. No asistí a una preparación al parto “tradicional”, no me parecía necesario. En lugar de ello, me informé todo lo que pude respecto al proceso natural del parto y el que habitualmente se lleva a cabo en las clínicas españolas, lamentablemente modificado de manera artificial, y proporcioné a mi marido las lecturas más significativas, comentándolas luego con él. Pensé en acompañarme de una doula en el parto, pero él insistió en que con lo que sabía me podría ayudar mucho; desde luego no me decepcionó.

Yo ya había encontrado un ginecólogo respetuoso, pero cuando empecé el seguimiento del embarazo, me dijo que estaría de vacaciones todo el mes de septiembre, así que tuve que buscar otro. Visité a un segundo obstetra, que me gustó pero no me convencía el procedimiento de su hospital con el recién nacido; también quería que la llegada al mundo de mi niña fuera respetuosa y estuviera exenta de manipulaciones innecesarias. Al final encontré a Regina Cárdenas, que acababa de montar una unidad de partos naturales en la clínica de La Milagrosa. Además de ser encantadora y explicar claramente sus métodos, proporcionaba la posibilidad de hablar con el pediatra y discutir previamente cada uno de los controles habituales al recién nacido, pudiendo descartar aquellas prácticas que no parecieran bien a los padres.


LOS PRÓDROMOS

El nacimiento de mi primera hija se anunció quizá demasiado pronto. El 27 de agosto comencé a tener contracciones nocturnas que no me dejaban dormir. Casi como un reloj, comenzaban a las 10 de la noche y paraban de madrugada, sobre las 6. Según fueron pasando los días iba teniendo también en otros momentos, a partir de media tarde y cada noche pensaba que ya estaría de parto. Pero Elena se hacía esperar. Estas contracciones preparatorias me ayudaron a familiarizarme con las sensaciones que tendría en el parto y si bien al principio me asustaban, me sentía sin aire y muy incómoda, al final era capaz de andar y hasta de practicar yoga durante las mismas (que no dolían, claro, las de parto sí que fueron realmente molestas).

Cuando estaba de 39+1, el viernes 14 de septiembre, mi ginecóloga me hizo un tacto porque yo había notado un cambio en la pelvis al andar y me explicó que tenía la cabeza de la niña muy encajada, el cuello del útero medio borrado y casi 2 cm de dilatación. La monitorización había mostrado que no tenía casi contracciones, así que no estaba de parto, pero ella pensaba que seguramente se desencadenaría en unos pocos días. Mi familia estaba encantada con la cercanía del nacimiento, y pensábamos que iba a ser inminente, ese mismo fin de semana. Pero no fue así.

El jueves de la semana siguiente, justo de 40 semanas, tenía nuevamente consulta. Seguía sin estar de parto, pero me exploró y vio que tenía ya 3 cm, el cuello borrado y muy blando. Me despidió segura de que en pocos días me podría de parto yo solita. Y así fue. A lo largo del viernes y sábado expulsé el tapón mucoso, ya quedaba poco.

Entre mi familia y amigos mucha gente no entendía cómo no estaba ya ingresada con un gotero y dando a luz… Algunos estaban anonadados, otros pensaban que era imprudente seguir “suelta” por la calle con el cuello borrado y algo de dilatación. A pesar de que había dicho mil veces que mi ginecóloga no provocaba los partos, parecía que muchos no se lo creían. Tuve la suerte de que mis padres y mi marido me apoyaban en mi decisión de tener un parto con la menor cantidad de intervenciones posible, sabíamos que era lo mejor para la madre y el bebé cuando las cosas se desarrollan sin problemas.

EL PARTO

La tarde del domingo 23 de septiembre, tras pasar toda la mañana en casa, tenía ganas de pasear. Le dije a mi marido que si íbamos al parque del Oeste, pero le pareció excesivo y sólo me dejó ir primero hasta Quevedo y luego ya veríamos. Me encontraba fenomenal, pero ya con ganas de ver a mi niña y pensaba que un buen paseo estimularía las contracciones (aunque lo cierto es que llevaba cientos de ellas en el último mes). De camino merendamos y tomamos una horchata, vimos escaparates, entramos en la Casa del Libro y me llamaron dos amigas para ver qué tal estaba. Aquel día casi no había tenido contracciones, así que les dije que aquello iba para largo. Tras casi hora y media de paseo, me entró un sueño atroz y volvimos a casa, mi marido empujándome y riéndose por mi empeño anterior en ir mucho más lejos. Me acosté a las 9, y empecé a tener contracciones flojitas, que me sacaron de la cama varias veces para ir al baño, tenía un poco de diarrea y ganas frecuentes de orinar. A medianoche llamé al teléfono de la matrona para ver si nos acercábamos al hospital. Hacia allí nos dirigimos (menos mal que estaba a tres manzanas andando), y por el camino, como podía andar perfectamente con las contracciones, mi marido se burlaba de mi, convencido de que eso no era estar de parto.

La matrona me hizo una monitorización para ver cómo eran mis contracciones y me exploró: Estaba de 3 cm y con el cuello blando, borrado, exactamente igual que el jueves en la consulta. Las contracciones no eran fuertes, así que volvimos a casa.

Según llegué y me metí en la cama, empecé a tener más contracciones, y éstas me molestaban mucho en el sacro; pensé que los 20 minutos tumbada boca arriba durante la monitorización me habían fastidiado la espalda. Probé a sentarme en la pelota de pilates, a tumbarme en el sofá sin apoyar el trasero, a recostarme sobre un lado, pero nada, eran mucho más molestas y sólo las soportaba sentada en la taza del inodoro. Mientras mi marido dormía me pasé casi toda la noche a oscuras en el baño. El rato que intenté dormir en la cama tuve que volver corriendo, no podía estar tumbada.

A las 8 de la mañana llamé de nuevo a la matrona; le dije que me daba vergüenza volver si era para nada, pero que las contracciones que tenía ahora me molestaban mucho. Regresamos a la clínica y el camino esta vez fue mucho más dificultoso. Tenía que andar muy despacio, encogiendo la pelvis y con las piernas abiertas durante las contracciones. Era lunes por la mañana y la calle estaba llena de gente yendo al trabajo, ¡a saber qué pensarían!

Me volvió a reconocer la misma matrona; esta vez estaba de 4 cm y las contracciones eran más fuertes. Me quedaba, ¡por fin estaba de parto! Ingresé a las 9:30 el día en que cumplía 40+4 y mientras mi marido hacía el papeleo, yo me quedé en la zona preparada para partos naturales. Aquello era como una suite de hotel, muy agradable y acogedora: Constaba de una salita con sofá, sillón de orejas, mesita y lámparas, un dormitorio en el que la cama era paritorio con múltiples posiciones posibles y al lado una cuna térmica con todo el instrumental necesario para las pruebas y una eventual reanimación al recién nacido. Había estores para tapar las ventanas, un equipo de música y un par de silloncitos. El baño era grande con amplia ducha y una bañera inmensa aparte.

Decidí bajar todos los estores para que no entrara tanta luz (estaba en un 4º piso y la mañana era muy soleada) y meterme en la bañera con agua templadita. Aquello me vino muy bien, las contracciones eran mucho más soportables dentro del agua, podía estirar las piernas y encontrar una postura bastante cómoda. A las 10 se presentó la matrona que comenzaba su turno, y que me acompañaría en el parto, Alejandra. Era muy agradable y fue una suerte tenerla a mi lado durante el parto. Me dijo que si necesitábamos cualquier cosa, la llamáramos, que se pasaría dentro de un rato para reconocerme.

Sobre las 10 y media salí de la bañera y me fui a sentar a la sala. Estaba muy cómoda en el sillón de orejas. Como música de fondo teníamos la Misa de la Coronación de Mozart, una obra que había escuchado mucho durante el embarazo y que me parece especialmente hermosa. Al rato llegó mi madre, que sabía que ya me habían ingresado y yo quería que también me acompañara. También vino a saludarme mi suegra, había venido con su marido, querían saber qué tal estaba, pero ellos se quedaron fuera esperando hasta que nació su nieta, aunque yo no lo supe hasta después.

A las 11 regresó la matrona y me hizo una monitorización y un tacto. Estaba de 7 cm; yo pensaba que se había equivocado, porque aunque las contracciones eran regulares, cada 3-4 minutos, sólo me dolían en el pico de las mismas y no imaginaba que fueran tan efectivas. Los latidos de Elena seguían siendo fuertes y no se veían afectados por las contracciones, aunque la matrona me instó a seguir bebiendo Acuarius para que le llegara alimento a la niña (al fin y al cabo, no había desayunado, pero tampoco tenía hambre, sólo sed).

Como estaba acompañada por mi madre y parecía que todavía faltaban unas horas, mi marido regresó a casa para desayunar, ducharse y cambiarse de ropa, quedándome con ella y la matrona. Ésta estaba muy sorprendida por lo bien que me encontraba: podía andar, subir y bajar yo sola de la camilla y las contracciones no me dolían demasiado. Mi madre dijo que en la familia éramos todas muy buenas paridoras y que yo lo había heredado; la verdad es que la dilatación la pasé estupendamente: charlando con mi madre y mi marido, haciendo bromas, me encontraba a gusto y con ganas de que naciera Elena.

Sobre el mediodía llegó la pediatra de guardia para hablar de las pruebas que queríamos que se le hiciesen al bebé. No queríamos que le introdujesen sonda alguna: ni anal, ni nasal, ni oral; no la vacunamos de hepatitis B y queríamos suministrarle oralmente la vitamina K, pero en este punto al final nos convenció para ponérsela inyectada por peligro de no coagular en caso de hemorragia (y menos mal que se la pusieron, porque a los dos días de nacer se la llevaron para un análisis en un descuido y como la enfermera no le presionó las manitas, éstas se le hincharon con sendos derrames).

Al rato regresó mi marido y vino a verme la ginecóloga, que esperó a que la matrona me realizara otro tacto, era casi la una de la tarde, estaba de 9 cm ya y la bolsa a punto de romperse. Efectivamente, la bolsa se rompió en ese mismo instante y noté una gran cantidad de líquido caliente salir de entre mis piernas. Me pusieron un empapador enorme y me levanté de la camilla. Mojé varios empapadores mientras andaba por el cuarto de baño y la habitación. Me senté en el inodoro, pero tuve que levantarme inmediatamente porque tuve un par de contracciones que me dolieron bastante; las pasé agarrada del cuello de mi marido. Aunque tardé aproximadamente una hora en dilatar el último centímetro, este último periodo se me pasó volando. Las contracciones con la bolsa rota dolían mucho más, tenía que aguantarlas de pie, pero entre una y otra me encontraba relajada.

Me hicieron subirme otra vez a la cama-paritorio para asegurarse de que mi niña había rotado la cabeza correctamente y que seguía bien, y así era; de hecho el parto comenzó con Elena mirando hacia la derecha, yo sabía que llevaba en esta posición al menos un par de meses.

No me acuerdo bien en qué momento entró la ginecóloga de nuevo, pero allí estaba delante de mí diciéndome que me hallaba en dilatación completa, que tenía que empujar ya, que mi niña nacería en poco tiempo. Mi marido estuvo todo el tiempo a mi lado y mi madre se encontraba también allí pero un poco alejada. Me preguntó que cómo quería colocar la camilla para empujar. Le contesté que tumbada no podía, que lo más parecido a estar de pie. En un momento la desmontaron y me pusieron unos estribos para apoyar los pies abajo y unas barras para las manos. Regina me dijo “empuja, ahora” y yo dije que no quería, que me dolía (en mi fuero interno pensaba que no hacía falta empujar aún, porque en ningún momento sentí la necesidad de la que tanto había leído; al contrario, el cuerpo me pedía cerrar las piernas y aguantar el dolor). Ella insistió en que tendría que empujar fuerte para sacar a mi niña, que quizá en un tercer parto el útero hiciera que el bebé saliera solo, pero no así en un primer parto… Pensé que si no tenía ganas no era el momento, e hice un pequeño amago. Me dijo que eso no era suficiente, que tenía pocas contracciones y que había que aprovecharlas. En aquel momento me sentí desfallecer, aquello dolía horrores y no era capaz de empujar, ¿quizá tendría que haber ido a una preparación al parto “tradicional”? Porque yo no sabía empujar, no había querido aprenderlo… Me invadió el miedo, si no lo hacía me tendrían que abrir para sacar a mi hija, usar ventosa, fórceps, quién sabe. Pero entonces vi detrás de la ginecóloga y la matrona el inodoro en el cuarto de baño y pensé en cómo había empujado para purgarme la noche anterior durante las contracciones. Le dije a Regina que sólo podría hacerlo sentada en la taza. Me contestó “de acuerdo” y allí fuimos los 4: Yo sobre la taza con los pies levantados sobre sendas palanganas para empujar mejor, Regina y Alejandra tiradas en el suelo para ver bien, mi marido sentado a mi derecha sobre el borde de la bañera. Me masajeaban la tripa para estimular las contracciones, Alejandra con el monitor inalámbrico comprobaba que los latidos de la niña seguían bien y mi marido me animaba. Para poder empujar tuve que gritar a todo pulmón. Era un “aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa” que a mi me parecía horrible, me moría de vergüenza, pensaba en mi familia escuchando, en qué oirían en el resto de la clínica, en si lo oirían los vecinos por la ventana abierta del patio, en que estaba dejando sordos a Regina, Alejandra y mi marido, pero era la única manera de empujar a pesar del dolor. Regina me animaba, me decía que era como un tenista que tiene que focalizar la fuerza, pero yo cuando terminaba la contracción pedía perdón a todos por el volumen (más tarde me dijeron que fue graciosísimo ver cómo pasaba de un alarido desgarrador a la disculpa apacible). Entre una y otra, la relajación era máxima, veía mi rostro en el espejo del baño con una placidez increíble y realmente no me dolía, ni tenía la sensación de estar pariendo. Regina le dijo a mi marido que no había mayor relax que entre contracciones en el expulsivo; era verdad, pensé en que esto debía de ser la sensación de “estar drogada” que había leído en otros partos. Más tarde me comentaría la ginecóloga que mi buen estado físico y estas pausas entre contracciones, en las que yo respiraba profundamente, le daban a ella la tranquilidad de que la niña seguía bien oxigenada y no se preocupó porque el expulsivo durara tanto (más de 1 hora).

Mis esfuerzos habían dado resultado, la cabeza de Elena se empezaba a ver entre mis piernas; Regina me invitó a tocarla, pero yo no podía, me daba mucho miedo lo que pudiera notar ahí abajo. Tuvimos que volver a la camilla, Regina no quería que el pediatra viera que la niña nacía en el inodoro y además me dijo que allí no podía asegurarse de que no me rasgaba. Me ofrecieron llevarme entre dos pero yo dije que no, que podía andar, ¡y me subí yo sola a la camilla, con la cabeza casi asomando! (esto me lo recordó mi marido, estaba realmente bien entre las contracciones).

Sentada en la camilla, aunque era exactamente la misma postura que en el baño, tenía que volver a empujar y me dolía muchísimo, por un breve instante pensé en lo estupendo que sería una cesárea; pero Regina y Alejandra me animaban: “venga, Paloma, empuja, tu niña ya está aquí”. Regina me manipulaba la vulva y me hacía mucho daño, pero confiaba en ella. Empujé un par de veces más y le dije a mi marido: “me rompo”. El me contestó que ya salía la cabeza, y vio como salía ésta y después, inmediatamente, el cuerpo, como un pescadito. Eran las 15:05. Me la colocaron sobre el vientre, piel con piel, pero yo ya no veía nada; sólo notaba que el cordón umbilical me tiraba. Elena nació morada, pero como el cordón seguía suministrándole oxígeno, fue poniéndose rosa sobre mi cuerpo y no lloró. La ginecóloga comentaba esto con nosotros y mi marido pudo comprobar como seguía latiendo; hasta que no dejó de pulsar no se cortó. Entonces pusieron a Elena en la cuna térmica a mi lado, comprobando que estaba bien. Era una niña muy grande, pesó 3.900 gr y midió 53 cm. Regina se sorprendió al sacarla, mi tripa no era tan voluminosa y hacía un mes que no se calculaba el peso mediante ecografía. Unas cuantas contracciones después salió la placenta, era también muy grande; a mi me parecía como un hígado cuando Regina la sostuvo por el cordón. “Claro, para alimentar a una niña tan grande”, me dijo. Estaba completa y en buen estado. Entonces me comprimieron la tripa para sacar un coágulo de sangre y me lavaron para ver si me había rasgado; por supuesto que no me habían hecho episiotomía, pero tuve una laceración que Regina pensó en coserme. Esperaron a ver si dejaba de sangrar sola y como así fue no hubo que darme ningún punto.

Mi madre cogió a su nieta mientras me tapaban y me estiraban las piernas (que estaban muy rígidas y tensas) para pasarme a otra camilla sobre la que me trasladarían a mi habitación. Yo estaba absolutamente derrotada, no tenía fuerzas para nada más, no me imaginaba que fuera tan duro el posparto, con lo bien que había pasado el embarazo. Pasaron unas horas hasta que pude ir acompañada al baño, no pude ducharme hasta 24 horas más tarde y no quise abandonar el hospital hasta 3 días después… Sin embargo, no me he sentido triste tras el parto, sino muy orgullosa por haber podido parir a mi hija yo sola, y exultante por tener una niña tan hermosa que nació tan despierta y con mucha hambre, en seguida se enganchó al pecho de su madre...