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PARTO EN EL HOSPITAL GENERAL DE ELCHE. "CON VENTOSAS Y A LO LOCO"


PARTO EN EL HOSPITAL GENERAL DE ELCHE. "CON VENTOSAS Y A LO LOCO"

A las tres de la tarde rompí la bolsa de manera espontánea, no por fisura sino a lo grande. Empecé a notar como goteaba y me mojaba entera, chorreando y manchando todo el suelo de un líquido caliente y transparente. Recogimos los bártulos, me di una ducha y nos fuimos al hospital. Allí nos atendieron enseguida y nos mandaron a una sala de dilatación con el famoso monitor soltando ruiditos y papeles. Al cabo de unas horas la ginecóloga de turno me hizo el primer tacto vaginal, dolor, dolor y dolor. No había tenido ni una sola contracción y estaba dilatada de 0 cm. Nos dijo que me ingresaban en planta e iban a esperar a ver si me ponía de parto de manera espontánea, de lo contrario, a las 08 de la mañana me inducirían el parto con oxitocina. Dicho y hecho, me subieron a la habitación, que por suerte estaba vacía, y a esperar a ver cómo avanzaba la cosa. Decidí que tenía que concentrarme, quitar cualquier miedo o mal pensamiento de mi cabeza, fluir, relajar, conectar con mi cuerpo y mi fuerza. Llevaba meses de preparación al parto y confiaba mucho en mi, en mi cuerpo, mi intuición y en mi bebé, pues ella también tenía un papel activo en todo esto. 

Pasadas las nueve, mi novio y yo cenamos juntos y nos fuimos a dormir. Para entonces las ligeras molestias de regla se habían convertido en dolores menstruales. Eso que sentía tenía nombre propio, eran contracciones. El cuerpo me pedía movimiento, no podía pasar la contracción tumbada, tenía que levantarme y echar el cuerpo hacia delante. Mi novio me había traído la pelota de pilates de casa, pues en el hospital solo tenían una pelota y ya la estaba usando otra chica. En cada contracción recurría a la pelota, soltaba la mandíbula y cantaba vocales del estilo iiiiii aaaaaa oooooo, aaaaa iiii uuuuu, iiiii ooooo aaaa. Vomité del dolor, me abracé a la taza del váter. Mi novio empezó a cronometrar las contracciones, cada vez me daban más fuertes y más seguidas. Hasta que llegó un punto en el que ya noté algo diferente, como si hubiese subido de nivel. Eran las tres de la mañana y llamé al enfermero para que me bajaran a la sala de dilatación. Allí conocí a una matrona llamada N, dulce y respetuosa a partes iguales. Me encantó su voz, su manera de hablarme, fue como un ángel de la guarda, una pieza clave en mi parto. Sin duda, sin ella todo habría sido diferente. 
En la sala de dilatación seguí haciendo lo que me había funcionado hasta entonces, moverme, ponerme a cuatro patas, echarme hacia delante, soltar mandíbula, seguir con el canto de vocales. Una matrona de cuyo nombre ni puedo ni quiero acordarme me dijo que me iban a monitorizar vía vaginal porque como no paraba de moverme, perdían la señal. Ese fue mi primer zasca teoría versus realidad. En las clases de preparación al parto me habían repetido una y mil veces que “el parto es movimiento” y ahora, la matrona me echaba en cara que con tanto trote de arriba para abajo se perdía la señal del monitor. Otra matrona me propuso que en vez de cantar y hablar pasara las contracciones en silencio, que si no al día siguiente iba a estar afónica. Una manera muy sutil de mandarme callar. 

Yo seguía a lo mío, centrada en lo que le estaba pasando a mi cuerpo repitiendo una y otra vez tranquila, eres fuerte, eres valiente, cada contracción es una contracción menos. En una de esas entró una tal M. y me preguntó si me iba a poner la epidural, aprovecha que está aquí el anestesista. No me gustó el tono ni las prisas. Le pregunté si el dolor de las contracciones me iría a más, a lo que me respondió no lo sé yo no tengo hijos. A día de hoy sigo pensando que esa respuesta no es nada apropiada para una mujer que se encuentra en tal estado de fragilidad. Puedo entender que mi pregunta fue algo absurda, pero esa respuesta y el tono frío y deshumanizado con el que me respondió no me ayudaron en absoluto. Desconecté de esa señora y seguí con lo mío, si me preguntó o me dijo algo más no lo recuerdo, pues la ignoré por completo. Cuando llegó N, la matrona que me daba plena confianza, le confesé que no sabía qué hacer respecto a la epidural, que no sabía si ponérmela o no. Ella me dijo que lo que yo quisiese, que iban a respetar mi decisión, me dijo que llevaba un buen ritmo de parto, que estaba dilatando bien, que ya faltaba menos. Esas palabras me ayudaron a decidir que podría ponerla luego, que no pasaba nada si esperaba un poco más. En vez de la epidural me inyectaron un fármaco para ayudar a ablandar el cuello del útero, que me aceleró el pulso a mil por hora y me dejó la boca completamente seca. Mi novio iba dándome agua de vez en cuando mientras yo seguía con mi ritual de contracciones que, por cierto, ahora habían mutado, ya que sentía la necesidad de empujar. Me cagué. Mi novio y las matronas me limpiaron. Ya estaba dilatada de 10 cm y sentía unas ganas locas de empujar con cada contracción. M. me dijo que el fármaco me había ido súper bien y me animaba a empujar. Esa señora ya no me parecía tan terrible como al principio, ahora sí me estaba ayudando. Vamos, que empujas muy bien me decía. 
Al final no había tiempo para la epidural, ya eran las 08 de la mañana y las chicas que me habían acompañado por la noche se marchaban ya para dar paso a las del nuevo turno. N. se despidió de mí y le di las gracias de corazón por su trato. M. también se despidió, dijo que le daba pena perderse mi parto, que había sido una campeona. Me pareció curioso cómo una persona que de buenas a primeras me había causado un gran rechazo, con el paso de las horas se había terminado convirtiendo en una aliada. Gracias a ella y a sus comentarios entré en el paritorio como una leona, sintiéndome fuerte y poderosa. También a ella le di las gracias por todo. 
A partir de este punto la historia cambia radicalmente, el planeta parto de conexión con una misma se fue al garete en dos segundos. Me sentaron en aquella especie de silla, con las piernas en alto y muy abiertas. Empezaron a meterme prisa, tu hija tiene que salir ya, que está muy cansada, llevas muchas horas de parto. Por lo visto le habían perdido la monitorización. 
Yo seguía modo guerrera y centrada en empujar, en dar todo de mi porque la niña saliera cuanto antes y en el mejor estado posible. Pero mi novio… Él fue consciente de todo, de los cuchicheos de los profesionales, de que no paraba de entrar gente al paritorio. Él sintió el miedo en sus carnes al ver que los médicos se hablaban y miraban entre ellos, sin decirnos nada en claro. Me decían venga empuja, tiene que salir en esta contracción. Yo con todas mis fuerzas y ellas abriéndome la vagina, usando ventosas. Vamos a tener que hacer episiotomía. Y yo pensando venga que tú puedes y mi novio pálido a punto de desplomarse, asustado y consciente de todo lo que estaba pasando. Recuerdo que le preguntaron, ¿quieres salirte? Y el dijo que no con la cabeza, supongo que no le salía la voz. Volví a empujar y no salía. Un ginecólogo se subió encima de mi barriga para apretar, haciendo la famosa maniobra de Kristeller, pero no sirvió de nada, sólo para hacerme daño y agobiarme aún más. Pedí agua porque tenía la boca seca como el cemento, me dieron una gasa mojada que me bebí sin pestañear, me supo a gloria. Cuando notes la siguiente contracción avisa, ahora ya si o si tiene que salir. Y salió. 

Sentí un alivio tremendo, pero no lloré, algo que nunca hubiese imaginado ya que soy una absoluta llorona desde siempre. Me la pusieron piel con piel. La encontré preciosa (qué voy a decir yo), aunque estaba morada y no paraba de llorar. Les pregunté, ¿está bien? Y me dijeron que sí, que perfectamente, que estaba mejor de lo que se habían imaginado. Miré a mi novio y le sonreí, aún seguía pálido. No sentí un baile de mariposas ni un flechazo ni un amor a primera vista. Me sentí aturdida y con mucho dolor. Miraba al bebé y sentía un gran alivio, pero estaba deseando salir del paritorio. El ginecólogo que se había subido en mi barriga para empujar me dijo que había hecho muy bien de no ponerme la epidural porque había podido sentir las contracciones y saber cuándo empujar a tope. Yo le respondí, ¿en serio? 
Tardaron más de una hora en coserme y me dolía a fuego. Quería irme de allí, salir de esa sala con ese foco en mi cara deslumbrándome. 

Han pasado casi tres meses desde el parto y la instrumentalización que me hicieron ha tenido consecuencias en mi cuerpo y en mi mente. He tardado mucho en poder pensar en cómo fue mi parto, qué sentí, cómo lo viví y he tardado mucho en ver el lado positivo de todo lo que pasó, más allá, evidentemente, del hecho de que mi hija salió sana y salva. 
Toda la preparación previa que hice del parto, las conversaciones con mi pareja sobre qué parto nos imaginábamos me ayudaron, aunque después, a la hora de la verdad, no tuvieron nada que ver con la realidad. No me imaginé un parto con episiotomía y ventosas, con el personal médico asustado porque no le escuchan los latidos al bebé. Nadie se imagina un parto así, pero a veces pasa. Y creo que esta es la primera de las muchas lecciones que he aprendido con la maternidad, que no siempre las cosas salen como una espera, que la realidad supera la ficción, pero que la actitud cuenta, y mucho. 

Me siento orgullosa de mi actitud, de mi fuerza y valentía. Es un día que se quedará para siempre marcado en mi cuerpo y en mi cabeza. 
 

Fichero