RELATO DE PARTO DE BELÉN H. J.
RELATO DE PARTO DE BELÉN H. J.
Hoy por fin me siento para hacer algo que tenía pendiente desde hace 20 meses, porque os lo debo a todas las personas que me ayudasteis a abrir los ojos, a saltar, a fluir y a confiar en la vida y en el nacimiento respetado, sin intervenciones innecesarias. Y también se lo debo a las personas que confiaron en mi y que me animaron a conseguirlo:
• A mi matrona M., mujer sabia y poderosa donde las haya.
• A mi amiga y hermana Merchi, que me acompañó en esta aventura y que nunca dudó de que lo conseguiría.
• Y, cómo no, a Miguel, mi compañero de la vida, el que me decía que no estaba dispuesto a asumir un parto en casa y que finalmente lo compró todo (plásticos para cubrir sofá y cama, palanganas, tomillo, cola de caballo, ...) y me animó en mis momentos de duda.
Sin vosotros no lo hubiera conseguido.
No se me olvida la persona más importante, la que me regaló esta experiencia y que le brindó a su hermano la posibilidad de un nacimiento respetado. Ese eres tú, mi hijo mayor Miguel, el niño más sensible y especial que conozco. Miguel, al que se le robó la posibilidad de elegir el día de su nacimiento, la forma de llegar a este mundo y los brazos de su madre y su leche llena de amor para alimentarle.
Todo esto ocurrió por confiar en un Sistema Sanitario y en un profesional -sin duda y gracias a Dios no todos son así- que no respetan el proceso sagrado del nacimiento. Y me dejé realizar una inducción bestial, con rotura de bolsa, oxitocina “a chorro” prácticamente sin preparar antes el cuello del útero con prostaglandinas y tan solo justificada por estar en la semana 41 +1. Así se me condenó a una cesárea, según reza en el informe, por falta de progresión. Y es que, efectivamente, solo dilaté unos 5 cm, aunque claro, es que era mayor, tenía 39 años y ya los tejidos … tú sabes.
La cesárea fue una experiencia horrorosa como todo lo anterior, me arrancaron a mi hijo de mi vientre, me lo arrebataron. Por suerte mi marido estaba en el quirófano -ambos somos médicos cogió al niño y me lo enseñó un segundo casi de lejos, y se fue con mi pequeño. Yo me quedé rota mientras me ponían algo de sedación para suturarme.
Luego, cuando desperté y me pasaron a reanimación, noté como una catarata de sangre corría por mis piernas. Grité y rápidamente me llevaron de nuevo a quirófano. Entré muerta de miedo, pensando que nunca más vería a mi hijo ni a mi marido. ¡Qué tristeza más grande sentí! No puedo describirla con palabras. El niño que tanto añoraba abrazar, amamantar, … Me iba y ni siquiera había podido cogerlo para besarlo.
En el quirófano, muy asustada, pregunté si me iban a realizar una histerectomía. De pronto me intubaron y cuando desperté sentí mucho dolor en el vientre. Llamé a alguien que pasaba por reanimación -luego supe que era el anestesista que me asistió en la urgencia por hemorragia masiva- y me dijo que era la presión de un balón intrauterino para cohibir la hemorragia. Me quedé alucinando. Hacía pocas horas tenía aquí a mi bebé, el que me habían arrebatado, y me lo habían cambiado por un balón. Me quería morir.
Después mi marido se coló literalmente con el niño en reanimación. Lo vi entrar llorando. Me puso a mi pequeño para que se agarrará al pecho de una madre moribunda que tuvo que luchar toda la cuarentena y siete meses más con la herida de un drenaje que no cerraba y con una lactancia con relactador.
En todo momento sabía que había sido una negligencia médica, aunque perfectamente cubierta por los informes oficiales como atonía uterina. Meses después me enteré de forma extraoficial que no se suturó debidamente el ángulo izquierdo de la incisión en el útero. Si hubiese sido una atonía me hubieran realizado una histerectomía sin dudarlo.
Actualmente, el ginecólogo que nos robó a mi hijo y a mi nuestro encuentro está internado en un Centro de Desintoxicación. Al menos sé que no va a hacer daño a otra madre.
Me culpabilicé mucho por no haberme informado antes del parto y por no haber confiado en mi misma. Me culpabilicé por no haberle ofrecido a mi hijo el nacimiento que se merecía. Y juré que si alguna vez volvía a estar embarazada no me volvería a ocurrir. Leí mucho y, gracias a los relatos de “El parto es nuestro”, descubrí los partos vaginales tras cesárea. El primer año tras el nacimiento de Miguel hice un gran trabajo de investigación. Tenía una mezcla de sensaciones, quería volver a ser madre, pero me daba mucho miedo el parto y no sabía si sería capaz.
Cuál fue mi sorpresa cuando, tres años más tarde, ya con 42 años, me faltó la regla. Me daba miedo pensar que pudiera estar embarazada y pensé que podía tratarse de unos “desarreglos”, aunque algo dentro de mi me decía que la vida me brindaba otra vez la oportunidad de ser madre. Me hice la prueba y salió positiva. Sentí mucho nerviosismo, ansiedad y también una enorme felicidad. La vida me ofrecía otra vez la oportunidad de parir, de traer un hijo a este mundo tal como deben venir, de forma respetada.
Contacté enseguida con M., la persona que me guiaría en esta aventura. Di con ella gracias a un relato de “El parto es nuestro”, donde Cristina, tras dos cesáreas, conseguía un tener un parto en casa en Sevilla. Como vivo en Huelva me parecía la más idónea. Comencé las clases de preparación al parto con ella, esas clases tan bonitas y llenas de amor, en Vidar, un sitio maravilloso donde te envuelve una energía positiva.
Al tiempo que me preparaba para el parto, estudiaba las oposiciones para mi plaza. ¡Imaginad qué meses más intensos! Pero lo más importante para mí era conseguir el parto soñado, respetado y, si podía ser, en casa. De antemano sabía que con mis antecedentes y con mi edad (43 años en el momento del parto) era carne de cañón para una cesárea programada. Pero M. hizo un gran trabajo conmigo y reseteó muchas ideas que me habían ido metiendo en mi subconsciente, como que yo no era capaz de dilatar,…
En la semana 35 el niño estaba de nalgas. Estuve unas semanas realizando ejercicios específicos para que se colocara en cefálica, condición indispensable para un parto en casa. M., con su sabiduría, me animaba siempre para que no me preocupara, diciéndome que hasta el último momento se podía dar la vuelta. Y el niño se dio la vuelta por mi.
En la revisión con monitores de la semana 39 y 3 días, a la que fui sola, el bebé estaba otra vez sentado. Al ver mi cara, la ginecóloga que me atendía que aunque no sabía de mi intención de parir en casa sí conocía mi voluntad de tener un parto vaginal, me realizó, con mucha delicadeza, una versión externa.
El niño volvía a estar correctamente presentado, pero imaginaros la confianza que tenía en que no se fuera a mover de nuevo. Claro que para eso tenía a M., que me tranquilizaba y que, cuando me veía en Vidar, sólo tocándome la barriga notaba la cabecita y me transmitía la confianza de que todo iba bien. ¡M., no sabes cuánto te agradezco tu profesionalidad y confianza!
Llegó la semana 41 y no me ponía de parto. El fantasma de la inducción revoloteaba dentro de mi cabeza, necesitaba ponerme de parto. Y así fue. La tarde de un jueves, un día antes de las vacaciones de Navidad en los colegios, recogimos a Miguel y le explicamos que no volvería hasta después de las vacaciones. Se quedaría con mis padres para que yo pudiera ir a la revisión con M. sin tener que correr para recogerlo del colegio.
Me encontraba fenomenal. A diferencia de los días anteriores en los cuales había tenido continuas contracciones, ese día no tuve ninguna. Pero por la noche, sobre las 00:30, empezaron de nuevo y ya no pararon. A las 06:30 de la mañana ya no podía estar en una cama y me fui al salón, sobre mi pelota de Pilates. Llamé a mi marido y le dije que creía que estaba de parto. Me duché, llevamos a Miguel a casa de mis padres y nos fuimos a Vidar, la casa de partos de M..
Cuando llegué vi como bajaba por las escaleras con otra chica más joven llamada M., también matrona, que venía de Barcelona a su Almería natal pasando por Vidar para saludar a M.. Tras examinarme, M. me dijo que estaba de parto y que tenía que ser allí, en Vidar, porque otra chica del grupo también estaba de parto y no podía desplazarse a Huelva. M. me pidió permiso para estar y le dije que sí por educación. En aquel momento no me hacía gracia, pero después me alegré enormemente.
Me recomendó caminar, así que eso hicimos mi marido y yo por el campo. Estuvimos andando al menos una hora en un día soleado y frío de invierno. Las contracciones iban y venían. Después de comer solo quería estar en la habitación apoyada en un foulard colgado del techo y moviendo las caderas de un lado al otro.
De pronto noté como expulsaba algo gelatinoso, me fui al baño y se trataba del tapón mucoso. ¡Era enorme! Esta vez conseguí verlo. Luego me senté en la pelota de Pilates. Al rato entró M. porque había escuchado un ruido más fuerte en mi respiración y me dijo que algo había pasado. “¡Déjame que vea!” – dijo. Efectivamente, había roto aguas, aguas claras. Todo iba sobre ruedas.
En ese momento llegó Merchi. para estar con nosotras, ya estábamos al completo. Y seguí en la habitación a oscuras, con mi marido, dilatando hasta que llegó el momento en que quise meterme en la bañera, ya preparada por M., Merchi. y M. con mucho cariño. Allí dilaté hasta completar los 10 centímetros con el reflejo de la luna llena en el agua, según me dijo Merchi, porque yo estaba en lo mío.
Cuando llegó el momento del expulsivo, mi cuerpo me pedía estar fuera del agua y volví a la misma habitación a colgarme del foulard. M. me puso una silla de parto para que me sintiese más cómoda y me guiaba en los pujos para que fueran más efectivos. M. me sonreía para que estuviese tranquila, Merchi. me abanicaba y Miguel, mi marido, me sujetaba por la espalda. Éramos un equipo.
Y en ese escenario de amor y respeto apareció la cabecita de mi segundo hijo y luego, rápidamente, su cuerpecito deslizándose hasta las manos de M. que estaba en el suelo delante de mi. Me lo dio y me lo puse al pecho, unido a mi todavía por el cordón umbilical. Alumbré la placenta enterita y me ayudaron a tumbarme en la cama con mi hijo encima y la placenta a nuestro lado, como siempre. Se hizo pinzamiento tardío del cordón, cuando dejó de latir. Entre todos decidimos llamarle Alberto.
Alberto llegó a este mundo con amor y respeto, nadie lo separó de mi para lavarle ni pesarle, nadie le hizo nada. Allí estuvimos unas 36 horas, pegaditos hasta que Miguel, su padre, lo tomó para darle su primer baño. M. lo pesó y nos fuimos a casa pasando antes a recoger a Miguel, nuestro otro hijo.
Espero que este relato sea de ayuda para otra mujer que se encuentre en mi misma situación.