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Relato de un parto y una aberración jurídica

No se muy bien por qué estoy haciendo esto, no se si podré acabarlo, no se si aún me hundiré más; pero necesito recuperar mi alma y con ella mi paz interior, no la perdí, me la robaron, tampoco sé qué habrán hecho con ella, ni si la volveré a ver, quizá no la tuve nunca, pero sí se como duele.

El alma duele y duele más que la vida misma.

Sólo busco una respuesta, una explicación, un trocito de lógica que me devuelva la cordura y las ganas de volver a creer.

Creer en Dios, creer en la Justicia, creer en mi misma.

Arrinconar esta historia en un hueco del pasado con algo aunque sea minúsculo que me de un por qué.

En el momento en que supimos que íbamos a ser padres, busqué en el cuadro médico de Adeslas un ginecólogo que me llevara y asistiera el parto. Llamé a uno y estaba de vacaciones, así que contacté con un segundo; no sé si ahí empezó a fraguarse todo, tal vez todo esto sucediera porque un médico estaba de vacaciones, ¡qué simple!.

Salía de cuentas el 5 de Marzo de 2.004, mi niño estaba perfectamente y yo también, con la ilusión de que llegase el momento de ponerme de parto.

Ese momento realmente no llegó, no me puse de parto, me pusieron de parto; el ginecólogo decidió que mi hijo nacería el 28 de Febrero, solo porque sí o tal vez porque era sábado y para Marzo le coincidían varios partos; ese mismo día me indicó que ingresara en la Cruz Roja, delante nuestro llamó a la matrona indicándole que ingresaríamos a las cuatro de la tarde. La suerte estaba echada.

Cuando ingresé no tenía una sola contracción, lo cierto es que no entendía muy bien eso de que a la noche mi hijo estaría en mis brazos, supuse que el ginecólogo tenía más experiencia que yo en estos casos, así que me dispuse emocionada a esperar cómo se desarrollaría aquello que iba a ser el momento más feliz e intenso de nuestras vidas, aquello que por arte de magia se transformó en un infierno absurdo y surrealista.

La matrona que debía haber llegado a las cuatro, llegó a las siete, literalmente cabreada porque no la avisamos que habíamos ingresado, -pero si la llamó el Doctor...- -Ya, pero me lo teniáis que haber confirmado.

No era la simpatía en persona y además tenía prisa, era como si entre todos tuvieran claro que mi hijo iba a nacer antes de las doce de la noche, por narices.

Su prisa y su enfado ante la falta de tiempo según lo previsto, hizo que me pusiera la oxitocina, el enema, rasurara y rompiera la bolsa en un abrir y cerrar de ojos, asegurándome que allí lo que importaba era el bebé, así que la epidural no se ponía hasta los ocho centímetros de dilatación y no a los cuatro como en el hospital General Yagüe; cerró la puerta sin darme opción a abrir la boca, allí me quedé con esa sacudida de intervenciones y palabras.

Pasé de no tener una sola contracción a tenerlas de caballo en espacios de un minuto.

Eran las nueve y media o diez de la noche cuando regresó la matrona para llevarme al paritorio, ya había dilatado lo establecido, en seguida llegaría el anestesista.

Y llegó, acelerado pero llegó y comenzó a hacer su trabajo, mientras la matrona hablaba sobre la goma de sus pantalones.

Pinchó cinco veces, -Qué raro- decía, -con lo delgada que es y no encuentro el sitio; finalmente consiguió meter el catéter e inyectó la anestesia, aquello no hacía efecto ni el más mínimo, según él era imposible, introdujo el máximo de anestesia y en ese mismo momento le dije a la matrona: me estoy mareando y os oigo muy lejos con voz metálica... a lo que me respondió, -eso es normal, túmbate; lo hice y aquella extraña sensación desapareció, pero la anestesia seguía sin hacer ningún efecto.

Mientras, me colocaron electrodos y tensiómetro, todos aquellos cables se desprendían de mi cuerpo, mientras el anestesista aclaraba con voz nerviosa: -Cuidado, vigilad eso o estoy vendido-.

De aquél caos, me empecé a poner muy nerviosa, los dolores eran insoportables; cuando apareció el ginecólogo yo pedía a gritos algo contra ese dolor a lo que el anestesista me dijo: -No te preocupes no voy a dejar que te duela..., su intención era poner la raqui, el ginecólogo se negaba: -Si le pones algo, nos pasamos aquí la noche entera-. Vociferó. Le aseguré que yo sabía empujar, que por Dios no podía más, aquel desbarajuste había minado mi concentración y mi aguante.

Finalmente me la puso para el expulsivo. Mi hijo vino al mundo en aquellas variopintas circunstancias en un tiempo record desde que comenzó el parto inducido: tres horas y media, exactamente a las 10:35.

Pasé la noche en vela, contemplando la carita de mi niño que dormía plácidamente y a mi marido que hacía otro tanto de lo mismo en la cama de al lado.

A la mañana siguiente, me duché, me sentía muy bien; sobre las once (con anterioridad el anestesista había pasado a ver qué tal como unas tres veces), empezó un dolor de cabeza que crecía por segundos y que iba de oreja a oreja a la altura de la nuca, como un frenético partido de tenis; volvió el anestesista y me dijo que pidiera un analgésico; empezó a subir la fiebre y el dolor era mucho peor que el de las contracciones, paracetamol, más paracetamol y antibiótico (éste camufló el tipo de bacteria, eso lo supe después); a esas alturas solo pedía que por favor se marcharan las visitas, las últimas palabras que recuerdo fueron de una tía mía, que aseguraba que eso era puro cansancio; a partir de ahí sufrimiento, confusión y un grito a media noche que no oí: “¡No oigo nada!, después caras que gesticulaban encima mío, caras asustadas de médicos, luego noche, mucho frío y un traslado en ambulancia, y más frío y más dolor y soledad mucha soledad (aunque me acompañaban mi madre y mi marido). No recuerdo haber pensado en mi hijo, ni estar asustada, solo terminar con el dolor como fuera.

Ingresé en el Yagüe de madrugada, algo me inyectan que me quita el dolor, ¡Dios! Bendita mano, pruebas, más pruebas, dos días en blanco; lo siguiente fueron médicos gesticulando y escribiendo en una pizarra, que aquella sordera duraría veinte días; me eché a llorar, me axfisiaba ese zumbido en los oidos, el ruido del silencio más absoluto es insoportable.

Pruebas, análisis, diurnos y nocturnos, punciones en la médula, tumbada sin poder moverme, más dolor de cabeza por las punciones, más análisis y vías que me destrozan las venas.

Pasaban los días, administración de medicación que consiguió que recuperara algo de audición, una audición rara, extraña y angustiosa, voces lejanas y metálicas, distorsionadas e iguales, como un coro de pitufos locos.

Cuando llegó el día de darme el alta, habían pasado 20 días, pregunté por el diagnóstico: hipoacusia bilateral brusca severa; para ese día ya el otorrino me había dicho a bocajarro que aquello era de por vida, no temporal como seguían asegurando el resto; pregunté por qué, qué había sucedido. No saben, no contestan, bueno sí infección bacteriana; -pero ¿qué ha pasado?... se oyó un lánguido: busca fuera.

Y busqué, busqué recuperarme, busqué una solución que no existía y terminé comprendiendo que alguien no había hecho bien su trabajo, que muchos me habían mentido y que el resto callaba.

Viendo claro que me habían mutilado, abandonado y burlado, busqué un abogado que me habló claro: -Esto no es fácil, las negligencias médicas son casi imposibles de ganar; si encuentro una causa-efecto clara tenemos caso, sino, lo siento tienes que aprender a vivir con tus audífonos por y con tu familia.

La causa-efecto era clara y demostrable; denunciamos al anestesista y subsidiariamente a Adeslas; luego gira de consultas fuera de Burgos, peritajes, algunas humillaciones, terapia psicológica y las palabras de mi otorrino en mi primera consulta con él: -¡Qué putada te han hecho!... A los quince días me dijo que a veces pasan estas cosas, quizá mi cóclea no tenía buena permeabilidad, que en cualquier caso y por mi salud mental no siguiera con esto...

¡Sí Señor!, todo un aviso, pura y dura clarividencia.

Llegar al juicio casi dos años después fue tan duro como volver a trabajar, a sonreir, a hacerme cargo de mi propio hijo o a conformarme con la sensación de asfixia que aún me perseguía por las noches al quitarme los audífonos, aquellos a los que me acostumbré a marchas forzadas, sí o sí.

En todo este proceso no solo sufrí yo, sino también toda mi familia, amigos y compañeros, las secuelas se repartieron entre todos y aguantamos el tipo lo mejor que pudimos o supimos.

Mi niño era capaz de irme hilvanando los desgarros de la mente y me daba la fuerza para conseguir lo que por derecho me debían.

Y llegó el día del juicio, al frente de aquella especie de representación estaba un jueza, madre de tres hijos creo.

Todas las pruebas fueron presentadas por mi abogado, añadiendo la inexistencia del consentimiento informado.

Diagnóstico pericial de nuestra parte: Meningitis bacteriana aguda con resultado de hipoacusia bilateral brusca severa que a los dos años se había quedado en moderada, todo ello expuesto y analizado por un neurólogo del Consejo General de neurología, que concluyó se había producido, por la mala praxis en la administración de la anestesia, una deficiente esterilización de la zona provocó la introducción en la médula, de una bacteria proviniente de mi propia dermis o de la orofaringe del anestesista.

El neurólogo nombrado por el juzgado se limitó a no saber cómo se había producido la sepsis (sin ni siquiera haberme reconocido previamente).

Según Adeslas, yo había contratado privadamente al anestesista; se basaban en que a la hora de efectuar el pago, Adeslas nos entregó la cantidad y nosotros a su vez hicimos el pago, de tal forma que la factura de los especialistas venía a nuestro nombre. Esto se hizo así porque así lo indicó la compañía.

La matrona declaró que aquella forma de pago era la habitual en aquella época.

Mi abogado demostró con la guía médica, así como con los extractos del copago, que tanto el ginecólogo como el anestesista figuraban en el cuadro médico de la compañía a la fecha de autos.

Finalizada la intervención de la otorrina nombrada por el juzgado y que no supo precisar la causa de la deficiencia auditiva, se acercó al anestesista y le dio unas palmaditas en la espalda, acompañadas de esa sonrisa cómplice que lo dice todo.

Y llegó el turno de mi otorrino, que argumentó no se qué de mi cóclea y no saber tampoco a ciencia cierta la causa; cuando la jueza le preguntó su vinculación con las partes, declaró ser muy amigo del anestesista. Más sonrisas de la parte derecha del banquillo, tal vez si lo denomino Circo me quedo corta.

El resultado fue un juicio con todas las pruebas presentadas a mi favor con todas las de la Ley y con jurisprudencia anterior, pero esta vez la Ley, sentenció darme un escarmiento por mi desfachatez y me condenó a pagar las costas de todas aquellas sonrientes caras.

Es en ese momento cuando mi alma desaparece, solo me quedan vísceras.

Visceralmente desee volver al Juzgado y clavarle mis audífonos a la persona que dictó semejante Sentencia.

Recurrimos y nos dieron ese tipo de palmadita en la espalda que viene a ser: una pequeña indemnización y el pago de audífonos cada cinco años, así como el pago de sus correspondientes pilas; pero solo condenó a Adeslas, el anestesista se fue de rositas, supongo lo celebró por todo lo alto como si hubiera ganado un partido de fútbol o una partida de mus.

Adeslas lo elevó al Supremo.

Han transcurrido seis años y la Sentencia del Supremo, no solo anula la anterior sino que me condena a las costas de las partes denunciadas, incluidas las del anestesista, recientemente fallecido (q.e.p.d. su conciencia lo dudo)

En su día percibí 30.000 € ahora debo pagar unos 120.000.

No es un chiste, es real, puedo definirlo sopena me denuncien, como aberración jurídica fuera de toda jurisprudencia y lo que es peor, esta sentencia así dictada y por primera vez, sienta esa misma jurisprudencia para los venideros.

Me han mutilado, vejado, violado, burlado y robado, solo me gustaría saber por qué, quién demonios tiene los hilos para arruinar así la vida a alguien que lo único que hizo fue parir.

Busco un por qué, no recuperaré mi alma, pero así ordenaré mis vísceras para seguir no creyendo en nada. Esta es la ética y la Justicia de un País que no reconozco.

Mi niño es el que sigue hoy en día poniendo cordura a esta historia, es el que me ve llorar a escondidas y me dice: -Mamá no llores, lo más importante son la familia y los amigos además ¿quién te puso la inyección, tu o el señor? Luego tu no tienes la culpa, y los otros señores que han dicho que tu tienes la culpa, es que no han pensado-

Que fácil y simple es la vida vista a través de la inocencia de una criatura de seis años y que ingrato quererle dar una explicación y no tenerla.

Que la gente lo sepa, ojo con las pólizas de reembolso (yo la tenía completa), en esas pólizas es seguro que si pasa algo la Compañía se desentienda totalmente.