Relato parto vaginal 12 de Julio 2019 Fuenlabrada, Madrid.
Eran las cinco y media de la mañana cuando abrí los ojos, un fuerte dolor me hizo estremecer en la cama. Debe de ser una contracción, -pensé-. Días atrás había experimentado leves dolores en la parte baja de mi tripa pero no los relacionaba con contracciones, o al menos yo no las recordaba así, se trataba de mi segundo embarazo y ya había sentido durante diecinueve largas horas lo que suponían las contracciones de parto. No me lo pensé dos veces, estaba en la semana cuarenta más tres, así que cogí mi teléfono y me puse a cronometrar cada cuanto tenía esos dolores. Durante una hora, los dolores llegaban cada cinco minutos, duraban apenas diez o quince segundos a lo sumo pero tras esa primera hora me decidí a despertar a papá. Eran las seis y media de la mañana, le sonaba el despertador en media hora para ir a trabajar, pasando primero por la escuela para dejar a nuestro hijo. En cuanto le desperté y le dije qué pasaba, nos pusimos en pie y comenzamos los dos a cronometrar, nos fuimos al salón, donde estaríamos más a gusto y sin molestar al pequeño que dormía en su habitación, justo en frente de la nuestra. Allí estuvimos cronometrando constantemente las contracciones, era aún de noche, pusimos la tele, yo no paraba quieta andando de un lado para otro del salón, necesitaba moverme, palabra que repetiré mucho a lo largo de este relato.
Papá llamó al trabajo para decir la situación y también a los abuelos maternos para que vinieran a quedarse con el pequeño en cuanto decidiéramos salir para el hospital, vivimos justo en frente, por lo que nos hacía estar bastante tranquilos y apurar lo máximo posible en casa. Mientras esperábamos la llegada de los abuelos, saqué el balón de Pilates, ese compañero de viaje que me acompañó a lo largo de estos meses de cocción. Mis padres llegaron alrededor de las ocho y media de la mañana, yo ya llevaba tres horas de contracciones cada cinco minutos y nada nos hacía movernos al hospital. Yo me encontraba tranquila en casa, realizando los trabajos de dilatación en mi ambiente, con mi pelota, con mi música de yoga... Los abuelos llegaron nerviosos pero papá estuvo al quite, sabía perfectamente que necesitaba vivir ese momento desde la tranquilidad y así fue. Mi padre se fue, mi madre se quedó en el salón esperando que el pequeño se despertara y papá y yo nos fuimos al cuarto de estar, pelota y youtube a mano para continuar los trabajos de parto.
La abuela paterna, llegó y se juntaron en el salón las dos yayas y el pequeño que se despertó casi a las 10. Mientras, llevábamos ya cinco horas con contracciones regulares cada cinco minutos y bajando. De vez en cuando eran cada tres, lo que nos hizo ponernos en marcha e irnos al hospital a eso de las 11 de la mañana. Me costó mucho montarme en el coche y al llegar a urgencias, de camino a la puerta me dio una contracción que me hizo parar. Al entrar a urgencias, me llevaron a ginecología y allí vieron que había dilatado dos centímetros nada más. Esto fue un jarro de agua fría para mi ya que llevaba con dolores desde las cinco de la mañana y aun solo había dilatado 2 míseros centímetros. Recordaba de nuevo toda aquella gente que me estuvo martirizando durante todo el embarazo diciéndome que el segundo parto es mucho más rápido, al igual que se adelantaría y mira tú: semana cuarenta más tres y tan solo dos míseros centímetros... No puedo llegar a explicar la decepción que sentí cuando nos mandaron para casa. Serían como las 13 horas y al llegar, decidimos papa y yo meternos en nuestra habitación, en parte para meternos en la cama y aprovechar a descansar de cara a lo que se nos venía encima y en parte para volver a desaparecer del gentío de casa. Papá se quedó dormido enseguida, yo parecía que iba a caer cuando, de repente me retorcí de dolor por una contracción, ahí comprendí que no era momento de dormir, debía ponerme en pie, volver a echar mano de mi compañero fiel, el balón, y continuar con mi baile encima de él. Papá aprovechó para ducharse, y aquellos ocho minutos aun los recuerdo eternos, me había quedado sola en la habitación, a la espera de una nueva contracción, ¿cómo la iba a afrontar yo sola?, y llegó, e irremediablemente, la superé.
Finalmente, no dormimos y tampoco pudimos descansar mucho. El papá sobretodo, tenía muy claro que quería estar al 100% para apoyarme y ayudarme en el trabajo de parto tal y como nos estuvimos preparando los dos, meses antes en un curso que hicimos. Lo malo, papá venía arrastrando un virus que le había pegado el pequeño, por lo que muy fuerte no se sentía. Qué curiosos son los sentimientos, como creía sentirse él y qué me transmitió a mi, ya que yo lo que sentía era que tenía al lado al mayor superhéroe de cualquier cómic.
Decidimos pasarnos al salón justo en el momento en que mi madre se llevó al pequeño a su cuarto a dormir la siesta. Una vez allí, pensamos que sería bueno alimentarnos. En cuanto papá trajo algo de comer al salón, comencé a sentir la necesidad de empujar, lo cual nos hizo ponernos en marcha enseguida de nuevo hacia el hospital. Eran alrededor de las tres de la tarde y debido a todo el tiempo que llevaba con contracciones y a la irrupción de las ganas de empujar, en el camino sentí miedo, al llegar, más miedo aun. Fue cuando noté la agilidad que se dieron los sanitarios en llevarme a valorar, cuando ese miedo comenzó a bajar, sentía que los que tenían que ayudarme en mi parto, se ponían en marcha. Mi niña llegaba.
Cuando me valoró la ginecóloga, estaba de tres centímetros. Nueva desilusión. ¿Cómo puede ser, si la niña pide paso a empujones? No obstante, decidieron ya subirnos a la sala de dilatación. Nunca olvidaré aquel cuarto, dónde estaba situada la cama, el monitor a un lado de ésta, el cuarto de baño con su puerta azul, etc. Y de repente, llegó ella. Se presentó como la matrona de nuestro parto y de lo primero que me dijo fue que iba a avisar ya al anestesista para que viniera con la epidural a lo que yo le contesté con una negación rotunda. ¡Cuantas ganas de que llegara ese momento y de poder sentirme fuerte y expresarlo! Recuerdo su cara de asombro, y a partir desde ese momento, escuchó todo lo que necesité decirla. Aprovechó para valorarme y en lo que tardaron en subirme, ya había subido a cuatro centímetros. Poco a poco, me dije "los segundos partos son más rápidos" me repetía constantemente. Momento en el que se fue de la habitación, nos quedamos papá y yo solos, con nuestro compañero el balón y yo sin parar de moverme, libertad de subir y bajar, andar, sentarme, subir una pierna o el brazo...
Eran alrededor de las cuatro de la tarde, no habíamos comido prácticamente nada y las contracciones se hacían cada vez más dolorosas. Hacía tiempo que habíamos dejado de cronometrar los tiempos y, simplemente, yo me había comenzado a "abandonar", dejé que mi cuerpo hablara solo, no me escuchaba porque no tenía nada en qué intervenir. En este trabajo solo estaban mi cuerpo y mi niña haciéndose paso.
Volvió a entrar la matrona para valorarme de nuevo, ¡ya iba por seis centímetros! Una alegría inmensa me recorrió el cuerpo, ya llevaba algo más de la mitad del trabajo hecho y sólo con el esfuerzo de ambas: mamá y nena. Me preguntó si necesitaba algo y yo le pedí que se quedara en la habitación conmigo. Papá estaba haciendo un trabajo extraordinario, pero también le había dado una gran importancia al trabajo de la matrona en este momento. Me encontraba en la cama cuando papá me recordó que tenía que bajar al coche a por el maletín para la recogida del cordón para las células madre, lo habíamos contratado de manera privada y durante la recta final del embarazo nos llegó el kit completo a casa, solo teníamos que llevarnos el maletín el día que me pusiera de parto y entregárselo a la ginecóloga. Cuando papá me dijo que tenía que bajar al coche a por el maletín, no pude razonar mucho lo que me decía pero sí recuerdo entre brisas su mensaje: "me voy”, a lo que el poco raciocinio que me quedaba me hacía contestar que "no". Papá insistía y la matrona le dijo que tuviera cuidado ya que al ser segundo parto, quizás dilataba tan rápido que al subir, ya la pequeña estaría en los brazos de mamá. Esa explicación y mis rotundos noes hicieron que papa se quedara a mi lado.
En algún momento, ella me propuso ir al baño, me lo comentó de una manera muy sutil, como si tuviera la oportunidad de elegir pero, a la vez, noté en ella una firmeza que me hizo hacerle caso. Justo en ese preciso momento, me dio una contracción y papá me ayudó a sujetarme. Finalmente pude hacerlo y al volver a la habitación fue cuando ya comencé a notar que no podía más, eran contracciones que me dejaban sin respiración, me rompía por dentro pero estaba llena de buenos pensamientos, yo iba a poder con esto ya que mi cuerpo estaba preparado para ello, estaba viviendo algo tremendamente bonito y el dolor lo que hacía era acercarme a mi niña.
En ese momento, pedí a la matrona que me volviera a valorar. Me dijo que podría ser pronto y que tampoco era bueno hacerlo muy constantemente, no obstante accedió sin insistirse más. En pocos minutos había llegado a los ocho centímetros y siento que jamás podré explicar la felicidad que recorrió todo mi cuerpo, el trabajo estaba casi hecho, no faltaba nada y ahora sí, sería un parto sin anestesia, había conseguido mi sueño. Ahora faltaba cumplir el otro, en ese momento me dispuse a contarle a mi matrona cómo quería realizar los trabajos de pujo. Me quedé tumbada en la cama tras ésta ultima exploración y le dije que necesitaba que me ayudara a dar a luz en cualquier otra posición que no fuera boca arriba, con las piernas abiertas y sujetas en aquel terrorífico cabestrillo que aprisionaba tus piernas, no te dejaba movilidad y sentías cómo tu parto no era del todo tuyo. Todo esto es lo que sentí en el parto de mi primer hijo. Recuerdo cómo me transmitió tranquilidad en aquel momento con aquella decisión, me agarraba las piernas fuertemente en señal de apoyo, me hablaba como si estuviéramos en el salón de su casa pasando la tarde y yo, me iba relajando. Hasta que llegaba una nueva contracción y yo me estremecía, tenía que moverme, moverme mucho: me subía a la cama, me bajaba, me agarraba de papá, me soltaba. En un momento determinado, necesité subirme a la cama y ponerme a cuatro patas y gritar, gritar muchísimo, a veces no sabía si me dolía más la garganta que el cuerpo entero. Ese fue el momento, aquello que me estuvieron explicando en aquel curso: notaría cómo mi cabeza no coordinaba pese a que recuerdo aquel momento perfectamente, necesitaba gritar, gritar muy alto, me dolía la garganta pero me aliviaba. Fue el momento más animal, sentía que en ese momento no había ninguna diferencia entre cualquier otra especie mamífera y yo.
Mi matrona me volvió a valorar y ya había llegado a los diez. Aquella alegría, con mezcla de temor por lo que venía a las bravas, por cómo lo haría yo sola, aquella necesidad de gritar y empujar por igual, esa necesidad de volver a tener a mi cachorro en mis brazos, caliente después de haber salido de mi. Recuerdo que si en ese momento me preguntan mi nombre, no tendría muy clara la respuesta, mi cabeza junto con mi cuerpo, estaban en otros menesteres. Es una sensación de abandono, de éxtasis. Me ayudaron a colocarme tumbada en la cama para llevarme a la sala de parto. Repetían constantemente que no empujara aunque tuviera ganas, recuerdo la cara de seriedad de todas ellas e incluso del celador que llevaba mi cama y me quedó claro: no debía empujar.
Al llegar a la sala de partos, a papá le hicieron quedarse fuera para vestirle adecuadamente para la ocasión: bata, gantes, gorro...Y yo, durante unos segundos tuve mucho miedo. Le necesitaba a mi lado. Al verle entrar y venir hacia mí para quedarse a mi lado, sentí una tranquilidad infinita. Me ayudaron entre todos a pasar a la camilla de parto y ésta vez, volví a dejar claro que quería dar a luz en una posición distinta a la establecida, y ésta sería de lado. Me sentía cómoda así, fuerte, segura y ¡con tantas ganas de empujar! Me ayudaron en todo momento con la postura, la enfermera me dijo qué tenía que hacer con mi pierna izquierda, que era la que había quedado hacia arriba, me ayudaba a acercármela al cuerpo en cada contracción para poder hacer más fuerza. Mientras, papá estaba a la altura de mi cabeza, sujetando mi mano derecha, animándome, susurrándome al oído palabras de aliento que no recuerdo en absoluto, dudo que ni siquiera en aquel momento, realmente fuera consciente de lo que me estaba diciendo, eso sí, notaba una energía que era la que me ayudaba. De repente, comencé a sentir aquél círculo de fuego, la pequeña ya estaba asomando su cabeza y yo estaba notando el dolor más intenso que había experimentado jamás. Sentía que me rompía literalmente por dentro, pero en todo momento me mantuve firme y pensaba que obviamente, eso no sería así, que mi pequeña saldría sin problemas porque yo y sobre todo ella, sabíamos hacerlo. Pero el dolor era tan grande que recuerdo como necesité durante un momento morder algo y me agarré a la cama con todas mis fuerzas. Días después, hablando con papá sobre este episodio, él me confesó que durante un momento creyó que le iba a morder.
¡Qué sensación la de aquel círculo de fuego! Y en dos o tres contracciones, la pequeña iba saliendo, notaba como se encajaba dentro de mi, como iba buscando su espacio para abrirse hueco y que todo su cuerpo terminara de salir. Creo notar salir su cabeza y parar, cómo empujaban sus hombros y parar y por ultimo lo más fácil, el último empujón, el resto del cuerpo y plof, un vacío. Enseguida me la pusieron encima de mi, volví a sentir cómo me ponían aquel cuerpecito encima de mi tripa y, al igual que con su hermano, me sentía la mujer más feliz de la tierra. Pero es cierto, que algo notaba distinto y no, no era para nada ninguna sensación de "esto ya lo he vivido" o, como el primero nada, no. Esta vez, quise echar a correr, coger a mi pequeña, acurrucarla contra mi y salir corriendo a refugiarnos ella y yo, solas las dos tras el duro trabajo realizado por ambas, aquel baile de la vida que había hecho que nos viéramos las caras por primera vez. Todo ello motivado por la falta de epidural ni anestésicos. Había dado a luz como se había hecho siempre y me sentía feliz, libre, inmensa, amada, reafirmada y tremendamente orgullosa.
Tuvimos que esperar unos minutos hasta que la placenta salió, fue una última pequeña contracción que, después del trabajo realizado hasta ese momento, resulto hasta gratificante. La depositaron encima de una mesa y nos animaron a asomarnos a verla, aunque al papá le advirtieron que podría ser algo desagradable y que no a todo el mundo les gustaba verlo. No obstante, decidió verla. Yo guardo un recuerdo bonito de aquella visión, era como un órgano muy grande, viscoso, rojo lleno de sangre. Había sido el hogar de mi pequeña y había estado dentro de mi, cuidándola y transmitiéndola todo lo bueno y por desgracia, también lo malo que yo tenía para darla. Por último, la enfermera empujo levemente mi tripa, por la zona del útero y noté cómo salía gran cantidad de sangre. Querían que me quedara lo más limpia posible por dentro antes de proceder a limpiar la zona y coser la herida.
Comenzaron a coserme, estaba completamente consciente y sentía todo. Noté perfectamente cómo pasaban la aguja o el instrumento que estuvieran utilizando. Le pregunté varias veces a mi matrona cuantos puntos iba a darme ya que era algo me preocupaba bastante tras mi primer parto y aquellos siete puntos que me impidieron sentarme con normalidad al menos durante el primer mes de vida del pequeño que ahora, se había convertido en el mayor. No sabía decirme, tenía que inspeccionar bien la zona antes de decirme algo, pero en seguida me dijo que daría los puntos por dentro, con lo que el desgarro, no se vería. Tras volver a preguntarla, ya me dio la cifra: cinco. Cinco serían los puntos que necesitaba y aquel número me puso triste, pensé si habría sido posible haber tenido aquel parto tan maravilloso sin haberme rajado. Le transmití mi preocupación a mi matrona y ésta me dijo, que tras un desgarro con el primer parto, en éste era casi imposible que no sufriera de nuevo. Aquellas palabras, viniendo de la persona que me había escuchado y apoyado en mis decisiones durante mi parto, me hicieron quedarme más tranquila.
Durante todos estos procesos, seguía teniendo a mi pequeña en brazos. Nos preguntaron cómo se llamaría, como se llamaba su hermano, qué edad tenía... Y papá y yo nos mirábamos con una gran complicidad y con unos ojos llenos de una ilusión infinita. Cuando acabaron de coserme me ayudaron a pasar a la primera camilla en la que me habían transportado de la sala de dilatación a aquella sala de parto. El trasvase lo hice con mi pequeña en brazos y ni el más tremendo terremoto iba a hacer en ese momento que yo soltara a mi pequeña.
Quiero terminar recordando cómo en aquella camilla, con mi pequeña en brazos, papá a mi lado, mi matrona frente a mi y dos pediatras de neonatos que acababan de volver a entrar en escena después de haber desaparecido al ver que el parto estaba siendo cómo debía, en manos de la matrona. Con toda aquella gente a mi alrededor, comencé a llorar y a apretar a mi pequeña contra mi. Esto hizo que estas tres mujeres que nos acompañaban terminaran también llorando y siempre recordaré la frase de una de ellas: "qué parto tan bonito"."