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Separación madre-bebé Sevilla

Cuando me ataron una de las manos dije que tenía ganas de vomitar. Tuve que repetirlo varias veces hasta que una chica colocó una gasa al lado derecho de mi cabeza y me respondió:


-No te preocupes, giras la cabeza y vomitas aquí.


Por un momento sentí alivio y giré la cabeza todo a la derecha que pude pero no llegaba con el cachete a tocar la gasa. “Voy a vomitar boca arriba y me voy a asfixiar, no voy a poder contenerme”, pensé.


Desde aquella perspectiva, solo veía fragmentos y escuchaba voces. Eran sobre una decena de personas. Algunas hablaban sobre lo que harían al salir del tajo mientras otros se colocaban los guantes, calibraban el gotero o desinfectaban el bisturí. Estaban tan perfectamente sincronizados que es como si yo no estuviera allí, salvo por un chaval, de unos cuarenta y pocos que hablaba muy rápido, con el tono simpático de un presentador de show televisivo nocturno, y estaba colocado junto a mi brazo derecho.


-Venga cielo, que no te vas a enterar, se te va a quedar una rajita que no se ve con el bikini, tranquila.


El chico acerca a uno de sus compañeros la sábana blanca que colocan perpendicular a la altura de mi pecho y divide la visión de mi cuerpo en dos. Sus movimientos eran mecánicos como los del resto, pero no dejaba de hablarme. Creo que pensaba que si cubría el espacio con palabras aquella sala se haría menos distante. Y creo que serían las mismas frases, colándose entre los mismos movimientos, para todas las chicas que pasamos aquella noche por allí.


-Estarás despierta. ¿Sientes esto? - me dice una mujer mayor.
- ¿El qué?
- ¿Si sientes que te estoy tocando la barriga?
- ¿Qué?... pero… ¿estaré despierta?
-Sí. Solo vas a sentir los movimientos del desgarro, no vas a sentir dolor. ¿Sientes esto? - Y vuelve a tocarme la barriga, aunque yo no siento la barriga.


Hay una imagen que recuerdo desde que la vi por primera vez en el cine. Es de la escena de Braveheart, aquella famosa en la que Mel Gibson, interpretando al revolucionario William Wallace, es torturado sobre una mesa de madera a la vista de toda una plaza de pueblo y lo abren en canal. El verdugo mete un enorme cuchillo en su barriga y lo desliza de la lado a lado. ¿Cómo podía permanecer alguien en silencio sin chillar? En la película acaba abriendo la boca para gritar “Libertad” y el pueblo lo convierte en un mito. Como yo no he salido de ninguna película de Hollywood, me entran ganas de llorar y busco con la mirada al chico que habla rápido, pero no lo veo, y luego miro que están atándome la otra mano.


El vómito asoma. Mi madre horas antes sabiendo que aquello podía pasar me avisó, “no comas, aunque te digan que comas, no comas, ni bebas agua”. Veo el rostro de mi madre. “Si comes o bebes y tienes que entrar, puede pasarte algo, te has enterado, prométemelo”. En ese momento, en mi mente estoy pidiéndole perdón a mi madre. “Mamá, no he comido, pero he bebido agua porque me dijeron que tenía que beber agua”. Y me pongo a llorar.


- “He bebido agua, he bebido agua”. Repito la cantinela a la mujer mayor que antes me había tocado la barriga y que ahora no veo.
- ¿Cuánta?. Me pregunta una de las dos chicas que están a mi izquierda con el gotero.
-No sé, dos vasos, me dijeron que tenía…
-Vale.


Escucho la voz de la mujer mayor decir “empezamos”. Miro las luces del techo. Miro al frente, solo la imagen de la sábana blanca que sale de mi pecho y divide mi cuerpo en dos. No veo la mitad de mi cuerpo. Tengo muchas ganas de vomitar. No voy a poder contenerme. No puedo mover las manos. Busco al chico que habla rápido.


-Por favor… ¿cómo te llamas?
El chico que habla rápido aparta su mirada al otro lado de mi cuerpo y me mira a la cara.
-Fran, me llamo Fran.
-Fran, por favor, ¿me puedes dar la mano?


Fran me coge la mano que muevo como puedo entre la correa y comienzo a respirar…. Aquel tenía que ser uno de los días más bonitos de mi vida.

Escuché a la criatura que durante ocho meses estuvo creciendo en mi cuerpo. Cuando me la acercaron, yo aún continuaba atada, y solo pude sentir su mejilla con la mía, tan caliente, tan pura y milagrosa. “Bienvenido al mundo cariño mío”. Me seguían cociendo, y se lo llevaron. Me sentí como una vaca, o una cerda. No hice el piel con piel, tan solo el contacto de aquellos segundos, y las primeras 24 horas de vida de mi hijo aunque él estaba perfectamente y yo me recuperaba bien, estuvimos separados. Ni recomendaciones sobre el apego Madre-Hijo según la Organización Mundial de la Salud, ni teorías fantásticas de este occidente desarrollado. Yo era un puto número en un puto hospital donde trabajaba gente muy cansada y muy violenta.

Lloré las 24 horas porque no había visto la cara de mi hijo, y porque sentía que me habían robado el derecho biológico a albergarlo en sus primeras horas fuera del confort del útero materno. La primera noche miraba desde la cama donde estaba inmovilizada la luz que entraba por una ventana pequeña. Una enfermera sucia y delgada cuchicheaba con toda la que entraba en aquella especie de pasillo.

Me ha costado más de nueve meses hablar o escribir sobre ello sin parar de llorar. Y en todo este tiempo he sentido que la culpa era mía.