Nacer antes de tiempo
1946. Ana tenía solo 18 años y su bebé, que acababa de nacer, no había llegado a los siete meses de gestación. En la pequeña posta que hacía de hospital en aquel pueblo remoto no le dieron esperanzas. Llévese a este niño que se muere enseguida. Es muy pequeño y no vivirá.
La madre salió de allí con el bebé en su pecho, metido dentro de su ropa, como había hecho alguna vez en su finca con los perrillos que nacían sin posibilidades. Al llegar a casa lo puso sobre rudimentarios algodones y de nuevo al regazo caliente a esperar que se muriese.
Pasó un día, y luego otro. El bebé, que no tenía cejas ni pestañas y que no abría casi los ojos, no se moría. Cogido del pezón de su madre, tampoco se movía mucho ni emitía grandes sonidos. Ana, sorprendida por la situación no decía nada. Toda la familia siguió esperando el desenlace fatal que no llegaba y mientras tanto, el bebé transparente iba ganando color y fuerza. No tenía intención de morirse.
Pasó el tiempo y el bebé, aunque era pequeño, parecía un bebé de verdad. Y creció. Pasó su infancia con la sombra de "ser frágil" y cuando entró al colegio no dejó de ser nunca el primero de la fila. Alcanzó el bachillerato, pequeño pero entero, montando una bici enorme sin tocar el suelo con los pies. Al llegar el momento de abandonar el pueblo para estudiar en la gran ciudad, las voces agoreras que habían hecho predicciones de muerte volvieron al ataque. Es frágil, es pequeño... no lo logrará. Pero él era un superviviente y no escuchó.
Más de setenta años después mi padre sigue aquí: aquel niño de viento que llegó a ser médico. Y a través de su vida, la mía.
Escuché esta historia mil veces de boca de mi abuela que no se cansaba de contarla, sin entender el milagro. La atesoré en mi corazón y hoy, día del prematuro, la escribo y la comparto.