El punto de inflexión
La historia de Marga.
Hace cinco años y medio, en el Hospital de Son Dureta, nacieron por cesárea, necesaria, mis hijos mellizos.
Aunque necesaria, la vivencia me resultó un cúmulo de despropósitos y de mal trato del que aún me cuesta hablar sin llorar. Es terrible tener el recuerdo de que, el día que nacieron tus hijos, es uno de los peores de tu vida hasta la fecha.
Y a pesar de todo, a mí, lo que me sale del alma, es agradecimiento. Agradecimiento porque, aunque la experiencia fue francamente traumática, es gracias a ella que soy una mujer diferente. El nacimiento de mis hijos supuso un punto de inflexión en mi vida, un golpe “dulcemente duro”.
La maternidad y el acompañamiento sanitario de los procesos de embarazo y parto no eran algo idílico, es más, descubrí que había una enorme labor por hacer y que éramos, somos, las mujeres las encargadas de llevarla a buen puerto. Así que: gracias, sinceramente, porque estoy convencida de que, sin esas vivencias, no estaría donde estoy, luchando a través del teclado, asociada, implicada… reclamando un nacimiento mejor para nuestros hijos y una experiencia más respetuosa para nosotras, sus madres.
Mis hijos nacieron por cesárea debido a una preeclampsia más que evidente que diagnosticó “por casualidad” mi matrona del centro de salud.
Digo “por casualidad” porque ese día me tocaba ir, si no hubiera sido el caso, el desenlace habría sido, probablemente, aún peor. Dos días antes, en Vigilancia Fetal, al que vamos a parar antes de tiempo todas las embarazadas de gemelos, con una tensión de 150/94, habiendo “engordado” 5 kilos en dos semanas, diciendo que apenas conseguía orinar con el tamaño enorme de mi útero de 34 semanas, se limitaron a decirme que “cerrara un poco la boca” y que “no meas porque sudas mucho” (era verano). Es, cuanto menos, curioso que te citen en Vigilancia Fetal desde las 28 semanas de gestación pero que cuando refieres unos edemas tremendos que a duras penas te dejan calzarte y tu tensión se dispara, nadie preste un poco más de esa atención que se supone requiere tu delicada situación de embarazada múltiple.
El día D, me fui sola a la revisión con la matrona. De allí, tras tomarme la tensión y una tira de orina, me derivó a mi hospital de referencia sorprendida de que, dos días antes, no me hubieran dejado ingresada con la tensión que tenía. Fui al hospital con mi hermana mayor aun pensando que todo era “exagerado”. El trato fue más que adecuado. Todo el mundo fue amable con nosotros, se presentaron e incluso se tomaron la molestia de preguntarme si era diestra o zurda antes de ponerme una vía, con catéter pequeño, observando que mis manos y mis venas eran finitas y delicadas.
Sin embargo, tras diagnosticar la gravedad de la situación, hubo que trasladarme a otro hospital, porque no había sitio en neonatos en el mío. Este fue el principio del fin: me mandaban a un hospital anticuado y con fama de ser muy intervencionista y rígido en sus protocolos.
Mientras esperábamos, durante horas, a la ambulancia medicalizada que debía trasladarme, se asomaban enfermeras y auxiliares a ver cómo me encontraba. Con tanto susto había empezado a tener contracciones rítmicas. No podían ofrecerme nada de comer ni de beber, porque, al estar el primer bebé en podálica, sabían que iba a ser cesárea, pero procuraban animarme diciéndome que pronto vería las caritas de mis bebés. Qué pena que no pudiera quedarme con ellas. Qué pena que no tuvieran razón.
Durante la espera también llamé a mi matrona, a quien literalmente le debo mi vida y la de mis hijos. Ella sabía de mis deseos de parir y yo aún esperaba que, a pesar de todo, me dijera que no les dejara seguir con aquello que me parecía tan surrealista. Solo me dijo “déjales salvaros la vida y, en cuanto puedas, estimula tus pechos para tener pronto una buena subida”. Ni siquiera ahí me di cuenta de que se los llevarían, no supe reaccionar, estaba bloqueada, aterrada.
Ya en el hospital “nuevo” nadie se presentó ni preguntó mi nombre. Me separaron de mi pareja, un hombre francamente asustado al que le acababan de decir que la situación de su mujer e hijos era grave, y no le dijeron dónde me llevaban. Estuvo cerca de dos horas solo en un pasillo hasta que, desesperado, preguntó por nosotros. Le dejaron entrar brevemente antes de llevarme al quirófano. Me habían puesto monitores y me habían hecho un tacto del todo innecesario sin pedirme siquiera permiso. Me habían cambiado la vía a una de mayor calibre añadiendo que de allí donde venía no tenían ni idea de poner vías. Se acercaba la hora del cambio de turno y todos tenían prisa por acabar su trabajo.
En quirófano no podía parar de temblar y con mi enorme tripa me costaba tomar la postura para la raquídea. No me la pusieron bien y, aunque al empezar la operación grité que pararan, que me hacían daño, se limitaron a decirme que era imposible.
Me “extirparon” a mis bebes y se los llevaron. No me los enseñaron, no me preguntaron sus nombres. “Esta es la niña y este el niño” dijeron, manteniéndolos tan alejados de mi vista que no pude ver sus caras. Me llevaron a una sala junto con una mujer que acababa de parir y tenía en sus brazos un rollizo bebé. Su marido estaba con ella, ambos embelesados. Yo estaba sola, me dolía hasta el último pelo de mi cuerpo y no sabía dónde estaban mis bebés. Al poco apareció mi marido y me enseño un video hecho con el móvil. ¿De verdad en el hospital más importante de mi comunidad no había otra sala donde pudieran llevarme?, ¿era acaso necesario que tuviera que compartir esos momentos con una pareja de desconocidos y su bebe?
Me subieron a la planta de maternidad, a una habitación compartida con otra mama que tenía a su bebé en neonatos. Cuando oía llorar a los de las habitaciones contiguas lloraba por los míos. Un hospital con 8 plantas y tenía que estar en la de maternidad. ¿En serio?
No pude verlos hasta diecisiete horas más tarde. Mi hijo estaba sedado y con respiración mecánica. Le habían atado las manos para que no se extubara. Pensé que se moriría. Mi hija estaba algo mejor, aunque en el transcurso de la mañana empeoró. Cuando bajamos a verlos por la tarde no estaba en su incubadora. Estaba vacía. Mi marido empezó a sollozar y yo solo miraba aquel vacío. Una enfermera se dio cuenta y nos dijo que estaba en UCIN, que había empeorado y la habían trasladado para entubarla. Nadie nos había informado. Incluso ella se disculpó al ver nuestra reacción. No he visto a mi marido jamás en la vida tan angustiado, tan abatido.
En neonatos el trato era bueno, aunque con horario restringido. A pesar de eso las enfermeras eran bastante amables y cariñosas y, salvo que hubiera médicos rondando, nos dejaban pasar cuando “no tocaba”. Aunque también había muchas otras veces que esperábamos más de media hora en la puerta para estar con ellos diez minutos, tocándolos a través de las puertecitas de la incubadora. De cogerlos en brazos ni hablamos. Creo que tenían nueve o diez días, la primera vez que los cogimos en brazos.
Después de cinco años y medio, mis hijos están sanos y sin secuelas. Yo también. La herida ha dejado de sangrar, ya es solo una cicatriz con la que he conseguido trabar cierta amistad, le tengo cariño.
No sé siquiera a quién debería dirigir este texto. No he tenido valor para pedir mi historia clínica. No he sido capaz de redactarlo de otro modo. No puedo sino coger aire una vez más y sentirme orgullosa del tremendo aprendizaje que este duro golpe ha supuesto en mi vida. Así que GRACIAS.
Sirva esta carta como agradecimiento hacia los profesionales que nos atendieron. Gracias por salvarnos la vida.
No me sale del alma ponerles una queja por su falta de tacto, de amor por su trabajo y sus pacientes. No puedo porque, en el fondo, lo ocurrido es lo que me hizo despertar, caer de la nube para poder brindarle a mi hijo pequeño, el tercero, un nacimiento digno. Tras su nacimiento, vaginal y respetado, la apariencia de la cicatriz física mejoró mucho y me di cuenta de que, aunque la vivencia era irrecuperable, tenía que sentirme orgullosa de ella. Lo único bueno del sufrimiento es el aprendizaje que implica, si una está dispuesta a hacerlo.
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