Debemos tener presente que el control de la medicina sigue estando en manos de hombres, que son los que dominan la cúspide del complejo médico-farmacéutico-académico. En la actualidad, sólo una mujer es catedrática de ginecología y obstetricia en España y el número de Jefas de Servicio es insignificante. Nuestro sistema es además heredero de un modelo profundamente misógino, autoritario y muy jerarquizado. Existe un proceso de amaestramiento, despersonalización, infantilización1 y cosificación de la mujer que comienza durante las visitas prenatales, continúa durante la preparación al parto y culmina en el momento del parto. Al final de este proceso la parturienta queda reducida, con la excusa de la obtención de un feto vivo, a un cuerpo sin alma, un simple campo de trabajo quirúrgico. Como describe Isabel Aler: “El matricidio es el crimen civil más negado de la humanidad. La negación del poder creador de las mujeres, de sus obras y criaturas, es el presupuesto que hace posible la Ley del Padre en esa gran empresa civilizadora que hoy ha logrado globalizar el mundo como mercado capitalista” (Aler, 2012).
El paritorio es un escenario ideal de representación de esa negación-apropiación patriarcal del cuerpo y de la capacidad creadora de las mujeres de la que nos habla Isabel Aler: estamos semidesnudas, en presencia de extraños, muchas veces solas, en espacios que nos son desconocidos y en los que no ejercemos ningún poder, en posición de sumisión total: con las piernas abiertas y levantadas, tumbadas contra la espalda, con los genitales expuestos y está en juego nuestra vida y la de nuestros hijos. La apropiación por parte del sistema médico del fruto de nuestro cuerpo (los hijos) y de nuestra razón (la toma de decisiones) no es sólo simbólica y temporal, como muestran las denuncias por robo de niños. Podemos decir que existe una “tradición” en nuestro país cuyo máximo apogeo tuvo lugar con el robo de los hijos que las presas republicanas dieron a luz en las cárceles franquistas. Se calcula que en torno a 30.000 niños que hoy podrían estar vivos fueron robados y, muchos de ellos, entregados a familias afines al régimen fascista (Rodríguez, 2008). Hay unas 2.000 denuncias por el robo de recién nacidos a manos de médicos y personas vinculadas a instituciones sanitarias religiosas entre los años 70 y 80. Entre los imputados más conocidos están el ginecólogo Eduardo Vela Vela y “Sor María”2. Y muy recientemente, en octubre de 2014, el Juzgado de Instrucción nº 2 de Lugo imputó a 13 personas del Hospital de Burela (Lugo), acusadas de quitarle un bebé a una madre argelina haciéndole firmar documentos de entrega en adopción que la mujer no entendía porque no hablaba castellano3.
Según la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, de la Conferencia General de la UNESCO, el ser humano se caracteriza por su capacidad de distinguir el bien del mal, percibir la injusticia, evitar el peligro, buscar cooperación y poner en práctica un sentido moral que dé expresión a principios éticos. Así, un trato inhumano en la atención obstétrica sería aquel que impide a una mujer comportarse como “humana”:
- Impedirnos “pensar” el parto (Villarmea y Fernández Guillén, 2012a, 115-118; 2012b, 222-224), privarnos de información y poder de decisión
- No ofrecernos alternativas, elegir por nosotras, obligarnos a parir en una determinada posición, la más común, tumbada de espaldas y subidas a un potro
- Separarnos de nuestros hijos al nacer por rutina
- Privarnos de apoyo emocional y del acompañamiento de la persona elegida por nosotras
- Engañarnos: inducir los partos por conveniencia o decir que hay que programar una cesárea porque tenemos la pelvis estrecha, por ejemplo
- Crear un ambiente falto de intimidad en torno a la mujer que está de parto
- Practicar la episiotomía de forma rutinaria
En la asociación El Parto es Nuestro hemos recogido cientos de testimonios de hospitales de toda España como los que siguen. Los modos, los sentimientos, incluso la jerga, no se diferencian en nada de los testimonios recogidos por organizaciones similares a la nuestra en otros países4:
- “Me trataron como a una vaca.”
- “Me trataron muy bien, con mucha delicadeza afeitaron mi vagina con las puertas abiertas, a la vista de todo el mundo.”
- “Me sentí como un trozo de carne listo para cortar.”
- “Entraron unas diez personas, gritaban, me zarandeaban, nadie me hablaba. De repente una cara me dijo, ‘soy el anestesista, te voy a operar yo’. Fue el único que me miró. Yo lloraba y temblaba muchísimo, me pusieron en la mesa como si fuera un cerdo, estaba desnuda, no paraba de entrar gente. Hablaban entre ellos de sus cosas sin importarles que yo estuviese allí: lo que hicieron el fin de semana, que no sé quién está enfermo… Hablaban sin importarles que iba a nacer mi hijo, él, que solo puede nacer esa vez, y no me dejan vivirlo.”
- “Alguien me echó la bronca por temblar, me pusieron los brazos en cruz, pedí que me soltaran un brazo, dijeron que no podía ser. Me durmieron el cuerpo. Yo notaba lo que me hacían pero me callaba porque quería acabar cuanto antes. Entró alguien, no sé quién, a explicar cómo hacia la cesárea, cómo cortar, qué mover...”
- “Aún me resulta bastante duro rememorar el día en que ‘me nacieron’ a mi hija. Porque yo siempre digo que no di a luz, aunque todo el mundo me mirara con cara rara. La ginecóloga llegó con muy buena cara a decirme que firmara el consentimiento informado, que no informaba de nada, y que ‘el fracaso de la inducción era un motivo de cesárea’. Mi marido y yo nos miramos, porque nos olió muy mal. Nadie nos había hablado de ningún riesgo.”
- “No vi nacer a mi hija. Después vi fotos en la incubadora y me moría de pena. Durante la noche le dieron dos biberones sin permiso.” − “Dijo el anestesista ‘Ese es Aner’. Se lo llevaron, lo trajeron vestido y limpio, me dijeron ‘dale un beso’, como si fuera una orden, y se lo llevaron. Estuve tres o cuatro horas en la sala del despertar, no paraba de llorar para que me trajeran al niño, quería darle el pecho. Había cinco pacientes más, una sin útero, yo gritaba que me trajeran al niño. Me decían ‘estás loca’. Vino un celador contando: ‘tranquila, chica, si yo ya he visto a tu niño y es muy bonito.’ ¡Cómo si eso me animara! Todo el mundo lo había visto menos su propia madre.”5
La extensión de este artículo no me permite transcribir más testimonios. He escogido algunos especialmente significativos para identificar los métodos, formas y casos del maltrato al que me refiero. En mi trabajo como abogada he defendido a mujeres a las que se ha operado de cesárea sin anestesia6; a las que se ha ocultado por razones ideológicas que el hijo que esperaban padecía malformaciones graves para impedirles interrumpir el embarazo (el Hospital da Costa Burela, Lugo, tiene tres casos documentados y dos denunciados); que han sido enviadas a 600 kilómetros de su Comunidad Autónoma para hacer la interrupción en una clínica privada mal dotada porque el Servicio de Salud correspondiente (en concreto, el Servicio Gallego de Salud y el Servicio Murciano de Salud) no está dispuesto a cumplir con lo dispuesto en la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. En mi opinión, se trata de una política que, intencionadamente y por razones ideológicas, desobedece la legislación vigente y castiga a las mujeres que deciden abortar.
Especialmente dramático fue el caso de Nancy Narváez, inmigrante sudamericana, madre soltera y empleada de hogar, que fue a dar a luz a su primera hija al Hospital Clínico de Barcelona, acompañada únicamente por su compañera de habitación. Su indefensión la convertía en candidata ideal para la práctica “docente” de fórceps. Cuatro estudiantes intentaron extraer a la niña con el instrumento mientras la tutora les dirigía: “Así no, que le ‘podés’ romper la cabeza” (cita literal del testimonio de la testigo obrante en las Diligencias Previas seguidas en el Juzgado de Instrucción nº 12 de Barcelona). Y se la rompieron. Por supuesto, nadie dijo a esta joven madre cuáles eran la indicación, los beneficios, las alternativas y los posibles riesgos del uso de instrumentos ni se pidió su consentimiento. No se le pidió permiso para que utilizaran estos instrumentos estudiantes y residentes sin la pericia y formación suficientes.
Por su generalización, brutalidad y lesividad, merece especial atención entre las malas prácticas obstétricas la práctica de la episiotomía (cortar la piel y músculos que rodean la vagina para agrandar el canal del parto y acelerar la salida del bebé). Hace 30 años que la ciencia ha constatado que no ayuda al bebé ni evita desgarros. Todo lo contrario, los desgarros más graves son consecuencia de extensiones de la episiotomía desde la vagina hasta el ano. Los daños más frecuentes son el dolor en las relaciones sexuales y la incontinencia urinaria, fecal y/o de gases. Según Mardsen Wagner, anterior Director del Departamento de Salud Materno-Infantil de la OMS, “realizar demasiadas episiotomías ha sido correctamente etiquetado como una forma de mutilación genital en la mujer. El índice de episiotomías del 89 % en España constituye un escándalo y una tragedia” (Wagner, 2000). Desde que Wagner hizo esta declaración las tasas han disminuido mucho, a pesar de lo cual la media actual del 42% en el Sistema Nacional de Salud sigue siendo calamitosa. En general, a las mujeres no se nos permite tomar decisiones autónomas sobre el cuidado de nuestra salud a pesar de que, como cualquier persona que recibe atención sanitaria, tenemos derecho a aceptar o rechazar las intervenciones médicas y no ser tratadas como cuerpos inermes. Otra característica del sesgo de género en la atención médica es que a veces no se nos cree por el simple hecho de ser mujeres.
En muchos hospitales, por ejemplo el de El Escorial, si una mujer acude a urgencias pidiendo la “píldora del día siguiente”, le harán una prueba de embarazo antes de atenderla para comprobar que no está embarazada y pretende usar la píldora “como abortivo”. Por el contrario, si una embarazada acude sangrando por un aborto natural, antes de atenderla se le hará la prueba del embarazo para, esta vez, “comprobar” que estaba realmente embarazada. En ambos casos la prueba es superflua a efectos clínicos. Moralmente, sin embargo, no es neutral: cuestionar la veracidad del relato de la persona sobre lo que le está pasando y por qué pide ayuda protocoliza la sospecha y el prejuicio y pone trabas al acceso de las mujeres a la ayuda médica que necesitan. Si una persona, en cualquier otra especialidad, dice por ejemplo a su médico que es alérgico o padece hipotiroidismo, éste no dudará por lo general de la veracidad de lo que le cuentan y lo recogerá en la historia clínica, pues la anámnesis se basa, principalmente, en el relato que hace el propio paciente de sus antecedentes y estado de salud. Puede comprenderse que actuar de otro modo entorpecería y en muchos casos imposibilitaría totalmente prestar una atención eficaz.
Francisca Fernández Guillén
Abogada, Sección Legal de la Asociación El Parto es Nuestro