Las prácticas obstétricas más habituales consideran, por lo general, que las mujeres no adoptamos decisiones informadas, sino que tenemos simples “preferencias”, que pueden ser graciosamente concedidas o rechazadas por el médico. Se nos excluye, por tanto, de las normas sobre consentimiento informado recogidas en la legislación nacional y en los convenios internacionales. En lugar de utilizar el concepto legal de “toma de decisiones libres e informadas” que recoge la vigente Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, se usan expresiones que rebajan el poder de decisión de la mujer como “participar en la toma de decisiones” o “las decisiones se adoptarán de forma conjunta entre el médico y la paciente” o “se informará siempre a la paciente con carácter previo a la realización de…”. La ley no habla de compartir las decisiones ni de “solo” informar, sino de un poder de la persona que va a someterse a un tratamiento o intervención que se ejerce libremente y de forma autónoma. Estas fórmulas han sido utilizadas, por ejemplo, en un documento de Consentimiento informado para atención al parto elaborado por la SEGO (Fernández, 2009), lo que ha dado pié a sentencias como esta de 20 de octubre de 2009 del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, Sala de lo Contencioso-administrativo, Sección 9ª, rec. 151/2006, que negó validez a un documento de este tipo. La reclamación tenía por motivo la asistencia que le fue prestada a la demandante con ocasión del parto de su segundo hijo y las posteriores complicaciones de la episiotomía que se le realizó. La sentencia dice así:
“La necesidad de consentimiento informado está establecida en el art. 4.1 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Implica el derecho de los pacientes a conocer «con motivo de cualquier actuación en el ámbito de su salud, toda la información disponible sobre la misma», información que «comprende, como mínimo, la finalidad y la naturaleza de cada intervención, sus riesgos y sus consecuencias».[…] Sin duda, el impreso que fue suscrito por la recurrente [se refiere al modelo estandarizado para parto de la SEGO] no obedecía a la finalidad que asignan al consentimiento informado tanto el Derecho positivo como la jurisprudencia.”
Y también hay que destacar la confusión en que incurre la SEGO respecto a las circunstancias que dan lugar a la petición del consentimiento informado, que ha llevado al Tribunal Supremo a aclarar en una sentencia que no hay que pedir el consentimiento informado para dar a luz porque se trata de un proceso fisiológico natural y por tanto ajeno a la voluntad de la persona, sino sólo para las intervenciones médicas que interfieren en ese proceso (Tribunal Supremo, Sala Tercera, de lo Contencioso-administrativo, Sección 6ª, Sentencia de 2 Jul. 2010, rec. 2985/2006).
A pesar de que la legislación sobre derechos del paciente establece claramente la necesidad de obtener el consentimiento (o rechazo) del paciente antes de realizar cualquier actuación que afecte a su salud, a las mujeres no se les da explicaciones ni se les pide permiso para realizarles tactos innumerables, sean éstos realizados por el personal médico asignado a su cuidado o por simples estudiantes o residentes en prácticas. Tampoco se les pregunta antes de acelerar el parto con drogas como la oxitocina sintética – que aumenta el dolor y puede ocasionar rotura uterina, hipoxia y sufrimiento fetal agudo. A ninguna de las mujeres que nos prestaron su testimonio se les ofreció alternativas a la inducción con oxitocina, a la episiotomía o al uso de fórceps. Por no decidir, no se les permitió decidir siquiera la postura que deseaban para parir.
Hablar de casos concretos permite hacerse una idea de la situación. En Brasil, a instancias de una ginecóloga, un juez ordenó la detención y cesárea forzada de Adelir Carmen Lemos de Góes, una gestante a término, simplemente porque quería un parto vaginal y su médica sólo estaba dispuesta a hacerle una cesárea. En España, médicos del Servicio de Ginecología y Obstetricia de un hospital público de Barcelona se dirigieron recientemente a la Fiscalía y a la Dirección General de Atención a la Infancia y Adolescencia (DGAIA) para que adoptasen medidas de protección de un “menor” frente a su madre embarazada, porque ella rechazaba los protocolos de ese Hospital y había decidió dar a luz en otro lugar.
¿Es legítimo operar a una embarazada a la fuerza para procurar un bien a su futuro hijo? La cuestión admite dos enfoques, desde el Derecho y desde la Ética. Desde el Derecho, se debe recordar que tanto en el ordenamiento jurídico español como en las convenciones internacionales sobre derechos humanos, la salud y la integridad física son consideradas derechos fundamentales. Son un patrimonio del individuo que sólo puede sacrificarse en beneficio de otro por propia voluntad, por amor, nunca por la fuerza, con limitadísimas excepciones por razones de salud pública. En concreto, el derecho positivo español no exime de la posibilidad de rechazar tratamientos médicos a las embarazadas, ni el código penal contempla como eximente en el delito de vejaciones o lesiones, que la finalidad de una actuación médico-quirúrgica realizada por la fuerza a una gestante consciente y en pleno uso de sus facultades sea beneficiar al feto. No he conocido todavía a una mujer que no esté dispuesta a someterse a una cesárea cuando realmente cree que la vida de su futuro hijo está en juego, aunque me parece que ningún ser humano puede ser obligado a poner su vida o salud en riesgo en beneficio de otra persona. Lo que ocurre en casos como el de Adelir o la embarazada de Barcelona es que, sencillamente, no compartían el criterio médico sobre la forma de cuidar y proteger a su hijo y a sí misma. Si consideramos que, según el sistema de evaluación y revisiones científicas Cochrane, sólo el 10% de las intervenciones obstétricas tiene justificación real, creo que en este campo de la medicina existen poderosas razones para que dudemos de si ciertas intervenciones realmente son necesarias y sirven para cuidar de nuestros bebés y de nosotras mismas en la forma adecuada. En cualquier caso, la Administración sólo puede limitar los derechos y deberes inherentes a la patria potestad cuando un menor, es decir, una persona ya nacida, se encuentra en situación de desamparo, situación que no se daba en ninguno de los dos casos anteriores.
En términos éticos, resulta chocante comprobar que algunos obstetras sólo se preocupen por defender los derechos de los niños cuando se trata de decisiones contrarias a la medicalización de los partos – como rechazar una episiotomía o una cesárea –, pero no tengan ningún problema a la hora de recomendar la epidural, que puede ser una opción excelente pero que también puede provocar caídas repentinas y acusadas de la frecuencia cardíaca fetal. Y, como siempre, el distinto lenguaje con que describimos determinadas situaciones muestra las contradicciones, incoherencias e hipocresía que hay detrás: cuando se trata de juzgar intervenciones aceptadas por los médicos, al contenido del vientre de la mujer se le llama “feto” o “producto”, pero cuando la futura madre se opone a la voluntad de los médicos, lo llaman “menor” o “niño”, es decir, lo describen como una persona que goza ya de plenos derechos civiles. Lo he visto en muchísimos escritos de médicos y matronas. También he podido observar el distinto lenguaje que se ha utilizado, para una misma madre y un mismo niño, en la Historia Clínica o documentos internos administrativos y el que se ha utilizado en los escritos dirigidos a la Fiscalía o a Servicios Sociales.
Igual que ocurre con la violencia doméstica, la que se produce en un paritorio sólo llega a los tribunales cuando provoca lesiones físicas muy graves. El trato vejatorio que muchas veces ha precedido al daño físico, queda oculto, igual que la herida emocional que acompaña estas situaciones. Una secuela típica del maltrato obstétrico es el síndrome de estrés postraumático. En su libro sobre el impacto de la I Guerra Mundial en la población, la escritora británica Pat Barker refiere que una de las conclusiones más interesantes del doctor Rivers, psiquiatra que investigó los traumas de los soldados y es considerado hoy por hoy como “el padre” del estrés postraumático, fue que “los hombres responden a las situaciones límite de la guerra de la misma manera que las mujeres en tiempos de paz. Lo que aprieta en último extremo el gatillo del estrés – o lo que antes se llamaba “histeria” – es la incapacidad de poder controlar tu propio destino y de estar a expensas de fuerzas aleatorias”10. Para la doctora Ibone Olza, psiquiatra especializada en atención perinatal, la percepción de no tener control en el parto y no ser partícipe de la toma de decisiones es uno de los factores que más influye en su evolución. Esto es justo lo que intenta evitar la figura del consentimiento informado, un ejemplo de cómo un trato humano es a la vez respetuoso con las leyes y con la buena praxis clínica.
Por lo general, los litigios por mala praxis obstétrica los llevan profesionales que se dedican a negligencias médicas y que no suelen conocer ni entrar en cuestiones de género. El proceso que ha conducido a esa mujer y a ese bebé a la situación que, finalmente, ha producido el daño, suele quedar subsumido en el resultado. Un ejemplo sería el de un niño que queda con parálisis cerebral y que podría haberse salvado con una cesárea a tiempo. El abogado medio se centrará en las horas o minutos que, tras constatar el monitor la sospecha de pérdida de bienestar fetal, se demoró la extracción. Circunstancias como si el parto debió o no inducirse, el efecto del uso previo de hormonas para acelerarlo (ya dijimos que la oxitocina sintética tiene potencial por sí misma para causar sufrimiento fetal), la posición de litotomía (el peso del feto puede presionar grandes vasos sanguíneos y reducir el flujo de oxígeno) y un larguísimo etcétera de actuaciones y omisiones previas sobre las que la mujer no ha tenido poder de decisión quedarán fuera de foco, sin enjuiciar. Coincide con que los abogados especializados en negligencias médicas son en su inmensa mayoría varones – no me pregunten por qué – y ni ellos ni sus peritos tienen por lo general formación en cuestiones de género. En el mundo jurídico, la formación en género parece interesar sólo a algunas abogadas y, entre los varones, a algún abogado del turno de oficio especializado en violencia de género o a algún compañero excéntrico amante de lo raro. Y tenemos también el problema de que la práctica de los peritos puede ser igual de misógina y obsoleta que la de los médicos y matronas cuya actuación valoran, de modo que sólo se fijará en las infracciones de la lex artis “clásicas”, aquellas que son reconocibles según su propio modelo de atención.
Otro inconveniente es que los procedimientos de responsabilidad civil y patrimonial se quedan cortos cuando hablamos de derechos humanos. Sencillamente, chocan con el estrecho concepto de “negligencia médica” y “responsabilidad civil”. Por su parte, el Procedimiento para la protección de los derechos fundamentales de la persona previsto en la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa presenta inconvenientes prácticos que lo hacen inviable en muchos casos.
Francisca Fernández Guillén
Abogada, Sección Legal de la Asociación El Parto es Nuestro