Como una niña sermoneada por robar un caramelo
Por Andrea Treku
Así me sentía yo cada vez que acudía a la consulta de embarazo de la Seguridad Social: daba igual que fuera el ginecólogo o la matrona.
Nunca se me preguntó qué tal me sentía, si tenía molestias, si me encontraba ágil o incómoda, si se me hinchaban las piernas por el calor o si hacía ejercicio y cuál. No, al parecer lo único importante (imagino que ante la total normalidad de mis ecografías y análisis) era controlarme el peso.
A la matrona sólo la visité en dos ocasiones; a la segunda salí medio llorando porque en mi cuarto mes había engordado 1 kilo de más y según ella era un crimen terrible y yo era una embarazada muy díscola.
Al ginecólogo (que era el que me enviaba a las pruebas complementarias), no tuve más remedio que verle hasta el final. A partir del segundo trimestre se me hacía un mundo acudir sola a la consulta (¡a mí, que soy ingeniero superior, llevo 8 años casada y además de mi hogar dirijo un pequeño estudio de 5 personas!), así que mi marido me acompañaba para ayudarme a soportar mejor el chaparrón. Como una niña sermoneada por robar un caramelo, así me sentía yo.
Jamás se me preguntó por mi dieta; sé que la perfección no existe, pero intento dar prioridad a los productos poco elaborados: tomo muchas verduras, pescados, purés, frutas, cereales y legumbres, evito los dulces porque no me gustan. No, sólo se me recriminaba mi gordura, sin cuestionarse las razones de ello y sólo insistiéndome en que era muy peligroso (en general, para el embarazo, para el niño, para mí…).
Tampoco se apuntó nunca en mi historial que este sobrepeso cambiase mi condición de “embarazo normal”, así que no debía de ser tan grave, ¿o sí? Menos mal que yo estaba segura de que mi dieta era la adecuada, de que mi aumento de peso era el fisiológico y de que mi embarazo estaba bien, porque si no, el estrés generado se habría propagado y expandido como un cáncer, llenando de dudas y temores infundados mi mente y alterando mi psique justamente cuando menos lo necesitaba, durante mi gravidez (¿o no se supone que las embarazadas deberían estar todo el día flotando en una nube, felices y contemplándose la tripita?).
Lo curioso es que mi índice de masa corporal o IMC (sin estar gestando) está en torno a 19, por lo que en realidad se me debería clasificar de delgada, y ya cumplida, nunca llegué a sobrepasar un IMC de 24, que corresponde a un peso normal si se siguen las recomendaciones médicas generales para la población sana.
Afortunadamente soy una mujer que no padece un trastorno de alimentación, con lo que sólo me sentía mal durante la consulta, pero ¿y si lo tuviese? ¿Me habrían acabado de hundir estas reprimendas? ¿Habría terminado siendo una nueva paciente a engrosar el número de anoréxicos y bulímicos que precisan tratamiento/ internamiento/ terapia?
Esta es mi reflexión. Espero que sirva para replantear el trato a la embarazada tanto a sanitarios, como a familiares y para ayudar a aquellas embarazadas, que, como yo, se hayan sentido como niñas sermoneadas por robar un caramelo.
Aprovecho la ocasión para citar de la nueva “Estrategia Nacional de Salud Sexual y Reproductiva” del Ministerio de Sanidad y Política Social, 2010, página 66, apartado 3.3.2.1.: Visitas y seguimiento del embarazo:
Punto 4 de las recomendaciones: “...Pesar de forma individualizada a las mujeres, de forma que el control de peso se haga siempre que proporcione beneficios y evitando producir ansiedad.”