Riesgos de una cesárea para el bebé
En plena Semana Mundial por un Parto Respetado, nos gustaría aprovechar para recordar que, cuando hablamos de un parto respetado, también hablamos de un nacimiento respetado. El uno no puede existir sin lo otro, pero en nuestro trabajo diario vemos que los recién nacidos, al no tener voz, muchas veces son olvidados en este proceso de su llegada al mundo.
Por Nuria Martínez
A la buena mujer que no tuvo ningún reparo en llamarme egoísta y, de paso, mala madre, le contesté llamando a mi hija de tres años. Aurora nació por cesárea programada. Toda la vida lucirá una cicatriz en su cabeza que me lo recuerda. Si algo he aprendido en estos últimos años, es que son pocas las personas que dan importancia a los posibles riesgos para el bebé (Los riesgos del nacimiento por cesárea para la madre y el bebé . Escrito por la Coalición para Mejorar los Servicios de Maternidad, CIMS). Pero todos quedan profundamente asombrados ante la cicatriz de Aurora. Es pequeña y, al encontrarse en el cuero cabelludo, fácilmente disimulable. Tanto, que tardamos 2 días en darnos cuenta.
La pediatra no le dio ninguna importancia (“es algo habitual con la monitorización interna”) pero ante mi insistencia (no habían puesto monitorización a mi hija) llegó la primera de las sorpresas. Aurora había sido extraída con forceps. ¿Cómo era posible? Yo había estado allí. Nadie me dijo nada. No vi en ningún momento el instrumental. El doctor no lo pidió explícitamente. Me sentía estúpida. ¿Qué es lo que habían hecho con mi hija?
La pediatra decidió que la laceración era en realidad, una lesión causada por los forceps. Tan poca importancia le dio, que ni siquiera lo anotó en su historial.
Ella tenía tres meses y durante la revisión pregunté si en algún momento la cicatriz desaparecería. Aquella marca aún tan visible por el poco pelo, que me causaba tanto desconcierto. Solo me preguntó si había sido una herida abierta o más bien un hematoma. Ante mi respuesta ella contestó “esto no son forceps, a tu hija la cortaron con el bisturí”. Todo se aclaró en mi mente y cobró sentido.
Justo antes de entrar en quirófano pedí una última exploración. Tenía la sensación de que Aurora estaba ahí mismo. Quería asegurarme de que todo estaba tan verde como me decían. Por la tarde el ginecólogo pasó por mi habitación: “La niña estaba altísima, yo llevaba razón. Aunque te hubieras puesto de parto no habrías podido parir”. Dos meses después la rabia me llenaba la boca y convertía mi estómago en un pozo.
En realidad la niña estaba encajada. La prueba está en que al hacer la incisión en el útero cortaron su cabeza. Fue en ese momento cuando mi hija lanzó un grito y “se subió”. Recuerdo ese momento porque las enfermeras dejaron de hablar mal de una compañera que había regresado de sus vacaciones en Marbella. El ginecólogo regresó de sus futuras vacaciones (al día siguiente salía para Holanda) y por la puerta entró el pediatra con los ojos desorbitados. Entonces el médico tranquilizó al pediatra (y de paso a mí misma) explicándole que no era sangre lo que al parecer cubría el suelo de quirófano, sino líquido amniótico. Luego de quejarse del carácter que parecía gastar mi hija, dijo: “Esta no quiere salir, vamos a tener que entrar a por ella” y lo siguiente que recuerdo fue ver volar una cara blanca como el papel, con unos labios completamente rojos, por encima de la tela que separaba mis ojos del resto de mi cuerpo. Ese mismo ginecólogo volteó a mi hija para mostrarme lo que él consideró lo más importante para una madre, sus genitales. “Pues sí que era niña”.
Parece ser que no consideró importante decirme que iban a introducir instrumental en mi útero para sacar a mi hija. Como no le pareció importante el dirigirse a mí durante la operación o presentarse al entrar en quirófano. Al menos no lo fue tanto como su plan de vacaciones. Era mucho más importante para mí saber que no iba a probar “la maría” (algo obligatorio si viajas a Holanda).
Tiempo después descubrí que hay un riesgo del 2% de cortes en el bebé. Es un porcentaje pequeño, pero tal vez porque no todos los bebés heridos entran en la estadística (mi hija no lo hizo). Incluso hace algún tiempo descubrí que en algunos estudios la cantidad ascendía al 9%.
Desde entonces he conocido a muchas más mujeres que ven cada día la cicatriz en el cuerpo de sus hijos. Muchas más han descubierto al pedir su historial médico que sus bebes fueron extraídos con fórceps durante la operación de cesárea. Muchas son las que me hablan de sus hijos en incubadoras. Incluso una vez, una mujer me contó que a su niño le rompieron la clavícula por “distocia de hombros” (sería para reír si no fuera porque es para llorar).
La imagen que tiene el común de los mortales de la cesárea es una amplia abertura por la que sale el bebé dulcemente. “Salir por la puerta grande”. Bebés sonrosados y asentaditos porque no han “sufrido”.
Nada más alejado de la realidad, queridos amigos. Cuando alguien me dice que los niños nacidos por cesárea no sufren, no puedo dejar de pensar en mi niña. “Si así me reciben, mejor me quedo aquí”, debió de pensar. ¿Alguien puede culparla?
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