Por I.O. Desde luego que no fue algo planeado. A mis hijos mayores apenas les amamanté unos cuantos meses, menos de un año. Por aquel entonces yo ya pertenecía a Via Láctea, un grupo de apoyo a la lactancia y conocía a unas cuantas madres que habían amamantado uno o dos años. En ese grupo escuché que una madre conocida seguía amamantando a su hija de cuatro años y recuerdo que pensé para mis adentros “¡qué barbaridad, esa se ha pasado!”. Así que cuando tuve a mi tercer hijo, una niña, calculé que estaría bien llegar al año, pero ni siquiera me lo planteé como objetivo. Si algo tenía claro era que la lactancia esa tercera vez no se iba a convertir en un sacrificio ni en un esfuerzo titánico. Todavía recordaba nítidamente la sensación de alivio que había experimentado con el destete de mis hijos. Esos meses en los que tras reincorporarme al trabajo en el hospital y a las guardias de 24horas varias veces al día me tenía que encerrar en algún cuartito a extraerme la leche con un sacaleches eléctrico para luego guardarla en una mininevera portátil me habían dejado mal sabor de boca y un cierto complejo de vaca lechera ordeñándome a escondidas. En esas circunstancias la lactancia se había convertido en un agobio más y el destete me había parecido todo un alivio, con la satisfacción añadida que me daba pensar en la “misión cumplida” y la alegría de recuperar “mi cuerpo para mí”. Al comenzar la lactancia con mi tercera hija sólo tenía clara una cosa: no pensaba utilizar el sacaleches eléctrico ni una vez más. Toda esa latosa lactoingeniería, ese suplicio de tener que extraerme la leche, congelarla, descongelarla al baño maría, ver como cada vez me sacaba menos cantidad, no iba conmigo. Tras los cuatro meses y medio de baja y vacaciones volví a trabajar y mi niña empezó a tomar leche artificial en mi ausencia. Aprendí a extraerme la leche manualmente en las guardias para aliviar la congestión. Había decidido que sólo iba a seguir amamantando mientras fuera una experiencia placentera para las dos. Creo que esa fue la clave. Para mi sorpresa conforme pasaron los meses y los años la lactancia se fue convirtiendo en algo cada vez más gozoso. Resultó que amamantar a una niña de uno, dos, tres, o más años me era mucho más fácil y grato que la lactancia exclusiva de un bebé de dos, tres o cuatro meses. En medio de la locura cotidiana de tener tres niños con 4 años de diferencia en total, de trabajar, de hacer montañas de guardias y muchas tareas más, los ratos y abrazos prolongados que nos procuraba la lactancia a mi hija y a mi resultaron ser un remanso absolutamente placentero. Algo debe de haber en nuestros cerebros, algún efecto mágico todavía no descubierto tiene la prolactina que nos permite funcionar divinamente cuando pasamos años sin dormir una noche del tirón.
Claro que cada vez fueron más los comentarios negativos del entorno. “¿Le das teta después del bocadillo de chorizo? ¿No te muerde? ¿Ya estás otra vez?” Una larga retahíla que afortunadamente casi he olvidado. Cuando a punto de cumplir los cinco años de lactancia el padre de mis hijos y yo nos separamos no faltó quien culpó a mi “
obsesión con la lactancia” de nuestra separación. Este “
echarle la culpa de todo a la teta” es de las cosas que más me ha molestado. Porque cuando unos padres se separan a nadie se le ocurre echarle la culpa de la crisis de pareja a lo mucho que el padre ha jugado con su hijo, por ejemplo, pero sin embargo se culpa de la crisis a la madre por seguir dándole el pecho a un niño de dos o tres años. Otra manera de culpar a la teta se repite cada vez que en un curso o charla pública hablo de los beneficios de la lactancia prolongada. Siempre hay alguien que levanta la mano y me cuenta la típica historia “
el hijo de mi prima tomó teta tres años y ahora que tiene seis no quiere dormir sólo” o “
soy maestra y en mi clase hay una niña que sigue tomando pecho y es mucho más tímida que el resto” etc. Estas personas siempre lanzan esto en forma de pregunta, aunque en realidad lo que están haciendo es toda una afirmación
“conozco a un niño de más de un año que toma teta, y pienso que todos los problemas que yo percibo en ese niño o en su relación con la madre son por culpa de la teta”. Nada más lejos de la realidad. No he encontrado ningún estudio científico que demuestre los perjuicios de la lactancia prolongada. Todo lo contrario. Por un lado los estudios antropológicos señalan que el destete fisiológico se produce entre los dos y medio y los siete años en todo el planeta. Por otro lado los estudios científicos más rigurosos confirman que los beneficios de la lactancia son mayores cuanto más dura la lactancia. A más teta mas defensas, más salud, más empatía, más inteligencia.
¿Perdón, ha dicho más? ¿Más inteligencia? ¿Más salud? ¿Cómo se atreve? Enseguida saldrá el ejército de defensores de los biberones exclamando: ¡no hay que culpabilizar a las madres que han optado por dar el biberón! ¿Nombrar la evidencia científica es culpabilizar? A mi primer hijo sólo le di el pecho siete meses. ¿Me siento culpable? No. Creo que hice lo mejor que pude en aquel momento, en aquellas circunstancias. ¿Lo lamento? Pues un poco si, la verdad. Ahora que mi hijo mayor es un adolescente genial en muchos aspectos me pregunto cómo sería él y nuestra relación si le hubiera amamantado años en vez de meses. Creo que algunas cosas le/nos habrían resultado más fáciles, incluso tal vez ahora las matemáticas se le darían mejor. ¿Me atormenta? No, en absoluto. Pero creo sinceramente que los que nos acusan de “culpabilizar” a las madres que no dan el pecho cuando difundirmos las ventajas de la lactancia son a menudo los mismos que han favorecido que muchísimas madres que deseaban amamantar fracasaran en el intento por culpa de su profunda ignorancia (me refiero a los profesionales).
Si escribo estas líneas es porque durante muchos años he callado en demasiados lugares. Cada vez que mis colegas psiquiatras o sanitarios comentaban con espanto que una madre amamantaba a su niño de tres o cuatro años yo callaba. Cada vez que decían de una mujer que era una “
loca de la teta” o peor aún una “talibana de la teta” (¿en qué momento caló esta perversa expresión?) yo pensaba para mis adentros: “
si supieran que yo no sé cuantos años ha tomado teta mi hija…” Porque esa es otra, no sabría precisar en qué momento se produjo el destete. Igual fue en torno a los cinco años cuando sentí que yo ya no tenía leche. Pero aún y todo mi hija siguió “tomando” –cada vez más esporádicamente- hasta pasado su séptimo cumpleaños. He necesitado que transcurrieran varios años más para poder hablar de esto públicamente. Si ahora lo hago es para decírselo a otras madres: no permitáis que nadie os presione para destetar a vuestros hijos, tengan días, meses o años. Haced lo que os dé la real gana: sed libres. No deberíamos pedir permiso para amamantar a nuestros hijos, igual que no lo pedimos para darles abrazos o hacerles cosquillas. A veces me han pedido que hablara de esto como psiquiatra infantil. Vale, soy psiquiatra infantil, profesora en la universidad, doctora en medicina…pero todo esto lo digo como madre, porque tuve la suerte de tener a otras madres cercanas, expertas y sabias, que me enseñaron y acompañaron. Esa sabiduría de las madres es lo que yo considero autoridad. La mayoría de las madres que han optado por una lactancia prolongada lo han hecho casi en secreto y prácticamente todas hemos tenido que aguantar un chaparrón de críticas. Somos muchas más de lo que piensa la gente. Entre nosotras hay todo tipo de madres. Por favor, no nos juzguen. Reivindiquemos el derecho a amamantar todo lo que nos dé la gana.
Por el placer de la lactancia prolongada.
Imágenes: socias de El Parto es Nuestro